—¿Y nosotros?
—Antes que nada, vamos a reunimos con el chino. Si el barrio está listo para alzarse en armas, todo irá bien.
—¿Y el yate?
—Espero que esté en mis manos dentro de tres horas. Lo necesito para reunir a todos los demás barcos y sorprender a los holandeses por la espalda. Embarquemos, señora.
Se habían botado al agua tres chalupas que apenas se sostenían a flote. Una de ellas viró inmediatamente y subió por el río, en donde la batalla, tras una breve pausa, había recobrado mayor violencia. Las otras dos, con los prisioneros, Yáñez, Lucy y la escolta, se dirigieron velozmente hacia la capital del sultán, que resplandecía entre un mar de enormes linternas de talco y papel encerado.
La batalla, que se desarrollaba casi a la vista de las murallas, había alborotado a la población, que hasta ese momento había permanecido tranquila.
Las cañoneras, en el primer momento, se acercaron a los muelles para proteger a sus súbditos y al sultán, olvidando imprudentemente al yate y al pequeño prao, los cuales, por otra parte, no habían dado que sospechar.
Yáñez, al que no se le escapaba nada, se dio cuenta de ello enseguida.
—¡Imbéciles! —exclamó—. Los soldados abren las puertas de Varauni a Sandokán y Tremal-Naik. Un golpe certero, y mañana izaremos en Mompracem la bandera de los tigres. Necesito un voluntario.
—Yo siempre me presento el primero, señor —respondió el maharato—. ¿Qué tengo que hacer?
—Ir al barrio chino y advertir a Kien-Koa de lo que va a ocurrir.
—¿Debo ordenarle que lance a las calles sus cinco mil hombres?
—Sí, y que los ponga a disposición de Sandokán.
—¿Y vos?
—Me apoderaré del yate y del
prao
y, como nadie los vigila, correré a reunir la flotilla.
—Guardaos de no ser capturado, señor.
—No pienses en mí. Mira qué confusión empieza a reinar en la bahía. ¿Quién se va a fijar en mi chalupa? Vamos, amigos, los minutos son demasiado preciosos.
Aquél era justamente el momento propicio para actuar y conducir a buen fin, mediante un poderoso golpe, la reconquista de Mompracem, al que las olas habían reducido a un simple peñón.
La chalupa de Yáñez, ocupada por ocho malayos, Lucy y los dos prisioneros, que habían sido ocultados bajo una vieja estera, avanzaba rápidamente. Nadie pensaba en detenerla. ¡Todo lo contrario! Los veleros se agrupaban en torno a los buques de guerra, dejando el camino libre a los fugitivos y abriendo un amplio surco formado por un buen número de barcos en movimiento.
Cada vez que un junco se aproximaba a la chalupa, se oía gritar a los marineros, dirigiéndose a Yáñez, que se erguía al lado de la bella holandesa:
—
¡Sie! ¡Sie!
(¡Aprisa! ¡Aprisa!)
Sin embargo, las cañoneras, como si se hubieran percatado de que por el momento no era Varauni la única que corría peligro, se metían en la estela dejada por los veleros, en donde podían moverse con más libertad. De todos los puentes y tras las piezas se alzaban gritos y amenazas.
—¡Abrid paso!
—¡Fuera de aquí o hacemos fuego!
—¡Despejad, chinos!
—¡Volved a vuestros fondeaderos!
Los veleros chinos no obedecían y seguían protegiendo con sus altos costados a la chalupa, que ya se encontraba solamente a medio cable del yate y del
prao.
De pronto, un junco tripulado por unos cincuenta hombres armados de fusiles, cortó el paso a la chalupa.
Se trataba de efectuar una maniobra para evitar a una nave de guerra que avanzaba echando grandes bocanadas de humo.
—Esta, al encontrarse de repente ante aquel gran velero, se vio obligada a cambiar de rumbo. Casi en el mismo instante, se tiraba al agua un joven chino y con unas pocas brazadas alcanzaba a la chalupa.
Yáñez le había apuntado con una pistola, gritándole:
—¡Atrás!
—No, mi señor: me envía mi amo, Kian-Koa.
—Sube inmediatamente.
—Y vos, aprovechad la ocasión para apoderaros de vuestro yate. Por el momento, nuestros veleros os protegen.
—Pero, ¿qué ha sucedido? Las tropas del Tigre aún no están en los
kotte
y mi flotilla está lejana.
—Os equivocáis, señor: vuestros barcos corren en este momento en ayuda de vuestro yate.
—¿Quién les ha avisado?
—Mi amo. Hay otras cañoneras que vienen de Labuán y que pretenden destruir vuestra flotilla antes de que se concentre en la bahía. Los ingleses y los holandeses lo han descubierto todo y se aprestan a defender al sultán.
—¿Ah, sí? Pero, será en torno a Mompracem donde se decida la suerte de la batalla. Por otra parte, el sultán permanece aquí: ¿le veis?
—Habéis sabido conservarle bien —dijo el chino, riendo.
—¡Cómo! ¿Se sabía que lo había hecho prisionero?
—Los correos de mi amo, que os siguieron los pasos, incluso para protegeros, lo contaron todo.
—¿Así que se sabía aquí que las tropas del Tigre bajaban de los montes de Cristal?
—Y que bajaban por el río, luchando con los soldados del sultán. He aquí el yate: ya está a punto para zarpar. Aprovechemos que la barrera de los veleros nos protege de las cañoneras.
En un instante, la chalupa pasó por el costado del pequeño
prao,
en donde Padar levantaba las manos para saludar el regreso de su amo; luego, se detuvo bajo la escala.
—Arriba, señora —dijo Yáñez, ayudando a Lucy.
Después, señalando con un dedo a Padar, le gritó:
—Iza las velas y sígueme inmediatamente: la flotilla avanza, procedente del norte, y el Tigre cae sobre Varauni por el este. ¡A los cañones, amigos! ¡Todos a sus puestos de combate! Vamos a embarcar a las tropas que luchan bajo los
kotte
de la capital.
El yate describió media vuelta y se metió por uno de los canales formados por los juncos, dirigiéndose a toda máquina al barrio chino.
El pequeño
prao
le siguió inmediatamente, maniobrando con rara habilidad entre aquella multitud de barcos que mantenían a raya a las cañoneras.
En Varauni se oía tronar las espingardas de las tropas. El Tigre y Tremal-Naik, tras dos días de sangrientos combates, habían llegado ante los
kotte
y los asaltaban furiosamente, dispersando a los últimos soldados y a los mercenarios malayos, siempre más dispuestos a echar a correr que a defender a su señor.
En el barrio chino, también se combatía. Las huestes de Kien-Koa, a pesar de estar formadas en su mayor parte por comerciantes más o menos tripudos, se habían lanzado a través de los barrios malayos, devastándolo y saqueándolo todo. Las llamas se alzaban por doquier. Había peligro de que aquella noche toda Varauni saltase por los aires al mismo tiempo que el sultán.
Yáñez, siempre protegido por la gran masa de veleros que se movían en todas direcciones para impedir el desembarco de las tripulaciones de los barcos de guerra, esperaba ansiosamente la llegada de las tropas de Sandokán, que ya combatían en el corazón de la ciudad.
Una viva inquietud le atormentaba: se trataba de la flotilla, ya que sin ella no sería posible embarcar a las huestes.
"¿Es que no llegará a tiempo?"
Esto se preguntaba a sí mismo, mirando hacia los escollos que cerraban la bahía por su parte septentrional.
"Si se retrasan, las cañoneras acabarán por abrirse paso entre los veleros y me capturarán. ¿Es que se va a derrumbar todo, ahora? ¡Y hasta Sandokán tarda en llegar, a pesar de que los chinos le están abriendo paso!"
De pronto, se le escapó un grito.
Hacia el norte, más allá de la escollera, había oído varios disparos de espingarda.
—¡He aquí a la flotilla que arriba! —dijo—. ¡Valor, amigos!
Dentro de unos minutos nos adueñaremos de la bahía y nos dirigiremos a Mompracem.
Casi en el mismo instante, se oyeron en los muelles unos espantosos gritos, acompañados de nutridas descargas de fusilería y de espingarda.
Por los puentes que cruzaban los amplios y pintorescos canales, centenares de malayos huían a la desbandada, ferozmente perseguidos por los chinos, que lanzaban gritos salvajes.
Algunos grupos de soldados, apostados en un extremo de los puentes, habían abierto fuego para proteger a los súbditos del sultán de una carnicería.
Yáñez subió al puente de mando y vio, a través del humo que se alzaba de los barrios, cómo desembocaban al fin en la ciudad las nutridas y aguerridas huestes del Tigre de Malasia y de Tremal-Naik.
Cincuenta horas de combate no habían debilitado a las fuerzas de aquellos terribles hombres. Tras abrirse paso por el río y rechazar sin descanso a la guardia del sultán, habían conseguido atacar la ciudad, después de matar a los defensores de los
kotte,
y avanzaban ahora hacia los muelles, listos para embarcar y reanudar la tremenda batalla con renovado vigor.
—¡Que nadie abandone el yate! —gritó Yáñez—. Si las cañoneras hacen fuego, responded como mejor podáis.
Dicho esto, se dirigió a popa y saltó al muelle, en el cual había atracado el pequeño buque para oponer la última resistencia.
Sólo Padar, el comandante del pequeño
prao,
le siguió, bajando por la verga de popa de su velero.
Todos huían de los muelles, de modo que el portugués y el dayak pudieron avanzar hasta las primeras casas sin encontrar resistencia.
—¡Helos aquí, señor! —gritó de pronto Padar—. Aquí está el Tigre, que marcha a la cabeza de sus tropas, con Tremal-Naik y Mati, y he aquí también a Kammamuri, que guía a una horda de chinos.
—¡Por fin! —exclamó el portugués—. Corre a su encuentro y que embarquen los dos jefes en mi yate.
—¡Ya está aquí, señor! Ya aparece, en dos columnas, por el paso del norte.
—¡Por Júpiter! ¡Esto se llama tener suerte! Ve, corre, mientras organizo el embarque y preparo la batalla. Oigo tronar los cañones en alta mar. Deben de ser los buques de guerra, que están tratando de dar caza a nuestros
praos.
¡Tanto mejor! ¡El espectáculo será más sensacional!
Y regresó rápidamente al yate, mientras aumentaba el fragor de las armas, arrancando de la parte superior de los puentes y los diques de los canales sostenidos por los últimos defensores del desgraciado sultán de Varauni.
En la ciudad, casi había cesado la lucha, porque los fuertes hijos de la India habían tenido que ceder ante los incesantes ataques de las huestes del rajah del lago, procedentes de los montes de Cristal.
Solamente se peleaba en los barrios malayos, porque los chinos aún no habían dejado de perseguir a los odiados súbditos del sultán, sus implacables enemigos.
Sandokán y Tremal-Naik, a la cabeza de sus victoriosas tropas, y comprendiendo que se acercaba el trascendental momento, acudían guiados por el jefe del barrio chino y por Kammamuri para salvar a Yáñez.
La flotilla, por su parte, acudía rápidamente, habiendo divisado ya el yate y el pequeño
prao
de Padar, arrimados a un muelle y rodeados por todos los veleros, que no podían oponer resistencia alguna.
Las cañoneras holandesas e inglesas, habiéndose dado cuenta finalmente de que se abatía sobre el sultanato una gran tormenta, estaban a punto de entrar decididamente en acción. Un retraso de un cuarto de hora podía ser fatal para todos los tigres de Mompracem.
—¡Abrid ya el fuego! —gritó Yáñez, viendo que los buques de guerra intentaban atacar con el espolón a los veleros chinos para poder acercarse al yate y hundirlo antes de que llegase la flotilla—. Los demás nos ayudarán.
Los dos cañones giraron sobre sus ejes y descargaron sobre las cañoneras dos huracanes de metralla, sorprendiendo a sus tripulaciones, que todavía se hallaban en cubierta expuestas a los disparos. Los chinos de los veleros, al verse apoyados, habían hecho fuego, a su vez, con fusiles y pistolas.
Las cañoneras viraron para que no les cortara el paso la flotilla, que llegaba con las velas desplegadas, deslizándose ante los muelles. Y, habiéndose alejado unos tres o cuatro cables, hicieron tronar, a su vez, los cañones, matando, principalmente, a los marineros de los buques chinos.
Sandokán y Tremal-Naik se percataron inmediatamente del grave peligro que corría Yáñez y, con una maniobra instantánea, habían colocado en batería, al borde del muelle, las espingardas y los
lil
a,
respondiendo vigorosamente al fuego de los navíos de guerra.
Al mismo tiempo había acudido también Ambong, el jefe de la flotilla. A riesgo de hacerse acribillar por las espingardas de Sandokán, los treinta espléndidos
praos
se situaron ante el yate, cubriéndolo completamente, y fulminaron a los buques de guerra, arrasando sus puentes y matando a sus artilleros, que estaban al descubierto en el castillo de popa.
Sandokán y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, Mati y el jefe del barrio chino, llegaron en ese momento a bordo del yate.
Los dos primeros se arrojaron a los brazos del portugués, mientras las cañoneras, impotentes para hacer frente a aquella tempestad de hierro, se hacían nuevamente a la mar, dirigiéndose hacia donde se divisaban las columnas de humo que indicaban la presencia de otros navíos de guerra, probablemente procedentes de Mompracem y de la colonia inglesa de Labuán.
—El peñón aún no está en nuestras manos —dijo el Tigre de Malasia—. Pero ya que finalmente nos hemos podido reunir, no dudo en arrancarlo de las manos del sultán y de sus protectores. Quiero ver ondear, al menos una vez más, mi roja bandera sobre la cima en la que se alzaba mi mansión.
—No, no, Sandokán —respondió Yáñez—. Si los bornéanos quieren a su sultán y los ingleses a su embajador, que se encuentran en mi poder, deberán firmar la cesión absoluta del islote a sus antiguos propietarios. Ya pensaremos más tarde en hacerlo inexpugnable.
—Bien dicho —dijo Tremal-Naik—. Que Mompracem vuelva a manos de los viejos tigres de Malasia.
Mientras intercambiaban apresuradamente estas palabras, los
praos,
a pesar de las andanadas que disparaban las cañoneras en su retirada, procedían a embarcar las tropas.
Los pobres malayos y dayaks, agotados por las marchas y los combates, casi no se tenían en pie. Pero, con un esfuerzo supremo, se amontonaron en los veleros, dejándose caer sobre los puentes casi inmediatamente, como aturdidos.
Por el momento no se les necesitaba, ya que la retirada de los navíos de guerra continuaba rápidamente y, en consecuencia, sus jefes les podían dejar reposar unas horas. Mompracem todavía estaba lejos y la última batalla debía tener lugar en sus costas.