—Procuremos arreglárnoslas lo mejor posible. Aquí sopla un extraño viento que habla de traición.
El portugués volvió a cargar las armas.
—Si os importa la vida, reuníos todos a mi alrededor.
Luego, echando al sultán una mirada amenazadora, añadió:
—¿Qué mala pasada me habéis preparado, alteza?
—Una partida de caza y nada más. Ya han sido abatidos los colosos. ¿De qué os quejáis?
—Querría ver a vuestros
sikkaris.
—No pueden abandonar en este momento la batida —respondió el sultán con voz trémula.
—Tened presente, alteza, que si esos hombres preparan alguna nueva traición, el primer tiro de fusil que dispare será para vos. ¡Vamos, todos a mi alrededor!
Aunque John Foster había caído para no levantarse más, el peligro no había cesado, porque los paquidermos supervivientes corrían desenfrenadamente por el brezal para alcanzar a los cazadores.
Yáñez, formado el grupo con la bella holandesa en el centro, se había dirigido rápidamente hacia las márgenes del bosque para resguardarse bajo los árboles de más altura. De vez en cuando, disparaban algún tiro, retirándose rápidamente y tratando de cazar a las obstinadas bestias.
El portugués se había puesto al lado del sultán y le vigilaba atentamente. Kammamuri no quitaba el ojo del jefe de los
sikkaris.
Durante un cuarto de hora el grupo continuó su marcha, siempre por detrás del frente del bosque. Luego, Yáñez dio la señal de alto.
Habían llegado a orillas de una corriente de agua interrumpida por numerosos islotes bajos. Justamente ante el mayor de ellos habían descubierto una roca de unos cien metros de altitud, absolutamente inaccesible para los pesados paquidermos.
—He aquí una magnífica posición estratégica —dijo Yáñez, cuando hubieron alcanzado la cima—. Desde este lugar vigilaremos los movimientos sospechosos de los
sikkaris,
que no me ofrecen, precisamente, confianza.
—¿Teméis una traición, señor? —preguntó el indio en voz baja.
—¿Qué te dice el corazón?
—Que ese inglés ha roto la tregua existente entre nosotros y el sultán. Este es el momento de tomar una gran decisión o ninguno de nosotros saldrá vivo de estos bosques que tanto se prestan para las asechanzas. Lancémonos sobré Varauni, levantemos a los chinos y asolemos completamente la ciudad, señor Yáñez.
—Si contase con la escolta de Sandokán, a estas horas ya me habría lanzando sobre los hombres del sultán.
—¿Querrán hacernos prisioneros?
—Eso es lo que sospecho. La cara de ese hombre no me tranquiliza nada.
—En este momento somos demasiado pocos para empeñarnos en una lucha a fondo y nuestra desventaja es evidente.
—No podemos hacer más que una cosa. Enviar a Mati al campamento del sultán para que guíe hasta aquí a toda mi escolta.
—¿Y los elefantes, señor?
—Parece ser que se han calmado, Kammamuri.
En efecto, los paquidermos, a pesar de haber logrado; finalmente atravesar el brezal, tras una breve exploración se dirigieron hacia el río, probablemente con la idea de ponerse a salvo en una isla.
De cuando en cuando, algún proyectil llegaba hasta ellos, pero sin herirlos, y les hacía saltar con gran acompañamiento de barritos.
Casi parecía que, desde otros lugares de la selva, hubiesen acudido nuevos colosos a tomar parte en el combate iniciado por el pobre "cabeza gris".
—Alteza —dijo Yáñez, acercándose al sultán, que se mantenía muy próximo al jefe de los batidores—, ¿sabríais decirme cómo acabará esta partida de caza?
—Como tantas y tantas otras —respondió el monarca con voz algo burlona—. ¿Tenéis ya bastantes elefantes? Sin embargo, como habéis visto, después de todo no son tan peligrosos.
—Yo no me refiero a los colosos —repuso Yáñez, con voz agria—, sino a vuestros
sikkaris,
a los que no veo.
—Continúan la batida, milord. Os he dicho que quiero ir a la cumbre de los montes de Cristal para comprobar un rumor que corre insistentemente por el campamento.
—¿De qué se trata? —dijo el portugués, sobresaltándose y apelando a toda su sangre fría para no traicionarse.
—Parece ser que unas bandas de guerreros dayaks armados con fusiles han dejado el lago Kini-Ballu y marchan hacia mi frontera.
—¿Quién los guía?
—Un famoso guerrero que ha conseguido instaurar su tronco casi al lado del mío. Es el que ha vencido plenamente a las hordas sanguinarias de aquel terrible rajah del lago, contra el cual yo he tenido que guerrear varias veces, cosechando más derrotas que victorias y dejando en las manos de sus cazadores de cabezas un número espantoso de cráneos.
—¿No tenéis
kotte
en vuestra frontera? —preguntó Yáñez.
—Desde luego. Hay fortines escalonados en los barrancos y en las cimas de las montañas.
—Entonces, dejad que las guarniciones se las arreglen como puedan.
El sultán sacudió la cabeza y dijo luego con voz triste:
—Mis guerreros no valen nada, milord, cuando les falta la ayuda de mi guardia india.
—¿Adonde habéis mandado aquella columna que no hemos vuelto a ver?
—A la frontera. Si ese desconocido baja hacia mis estados, es capaz de llevar la guerra a casa. Bien lo sabe ese terrible y misterioso rajah de Kini-Ballu que le acogió como amigo en su capital.
—¿Ha perdido el trono?
—Y hasta la vida, milord. Pues, cuando se vio en la imposibilidad de defenderse, prendió fuego al polvorín y saltó por los aires junto con su familia.
—Efectivamente, he oído hablar vagamente de esa historia —dijo Yáñez—. ¿Y qué pensáis hacer?
—Encaminarme a los montes de Cristal —respondió el sultán—. Bajo esos inmensos bosques podremos abatir caza de toda especie.
—¿Y entre tanto?
—Preferiría, por mi parte, regresar al campamento para reposar en mi tienda bajo la fiel vigilancia de mi guardia. ¿Qué vamos a hacer aquí toda la noche, expuestos a la humedad del río y sin cenar?
—Pues bien, alteza —dijo Yáñez decididamente—, os advierto que estoy dispuesto a ir delante, pero no me siento seguro entre vuestros hombres después de la traición tramada por él inglés.
El sultán hizo un gesto de impaciencia y miró largo rato al jefe de los batidores, que estaba en pie ante él, bajo la atenta vigilancia de Kammamuri.
—Milord —dijo finalmente—, vos me habéis dado muchos disgustos y después de haber deseado tanto un embajador de la gran Inglaterra, ahora creo que podría pasar sin él.
—¿Y si fuese demasiado tarde?
—¿Qué queréis decir, milord? —preguntó el sultán, asustado.
—Que si se acerca la guerra a vuestros territorios, están preparadas unas flotillas para, a una orden mía, entrar en la bahía y abrir fuego.
—¿Vos haríais eso?
—Seguro, alteza.
—¿Con qué derecho?
—Con el derecho del hombre que defiende su propio pellejo.
—¡Vos veis conjeturas por doquier, milord!
—Yo no las veo: las intuyo.
—Entonces, milord, es hora de haceros saber que aquí hay un sultán al que todos deben obediencia.
—Explicaos mejor, alteza.
—Os detengo a vos y a la mujer, y os conduzco a mi campamento como rehenes.
—¿Con qué fuerzas? —preguntó el portugués irónicamente—. ¿Acaso con el jefe de los
sikkaris,
que ya está medio muerto de miedo? ¡Hace falta una cosa muy distinta para gente como nosotros!
—¿No queréis venir?
—No —respondió Yáñez—. Al contrario. Os advierto que quemaremos todos nuestros cartuchos.
El jefe de los
sikkaris,
obedeciendo un gesto de su señor, cogió la carabina y dirigió su boca contra el pecho de la bella holandesa, diciendo:
—¡O me seguís o hago fuego!
Yáñez, que ya sospechaba alguna traición, se había precipitado sobre el sultán, arrancándole el arma y arrojándole al suelo, mientras Mati, Kammamuri y la bella holandesa contenían al jefe de los
sikkaris.
—Alteza —dijo el portugués con una voz terrible—. Sí matáis a esa mujer, os saltaré los sesos.
Había tirado la carabina arrebatada al traidor y armado sus pistolas.
—¿Queréis matarme? —preguntó el monarca, con voz; trémula.
—No tengo ningún deseo, si vos no intentáis nada contra nosotros hasta que lleguemos a las montañas de Cristal. Allí podéis hacer lo que queráis.
El sultán se sustrajo al tiro inmediato de las pistolas con un movimiento de costado.
—Me habían dicho que erais un pirata cualquiera, en vez de un embajador de una gran potencia que yo respeto. Me he equivocado al no hacer caso de los consejos de mis ministros.
—¡De vuestros diplomáticos! —dijo Yáñez irónicamente—. Esa gente acabará por arrebataros todas las rentas del sultanato.
Se hizo un breve silencio. El sultán, caído en tierra, temblaba como el azogue y hacía vanamente misteriosas señas al jefe de los
sikkaris,
el cual, viéndose amenazado por varias carabinas, ni se atrevía a moverse.
—Veamos, milord —dijo finalmente el sultán con voz ronca—. ¿Qué queréis de mí?
—Que me sigáis hasta los montes de Cristal para ver qué es lo que sucede en vuestras fronteras.
—¿Y mi escolta?
—Por ahora permanecerá en el campamento.
—¿Queréis hacerme perder el trono y quizá también la vida, milord? Noto instintivamente que algo se está tramando a mi alrededor para arrancarme el poder.
—¡Silencio! —impuso Yáñez—. Para entrar en vuestro campamento ¿se precisa algún santo y seña?
—¿Qué más deseáis? ¿Atacar acaso a mis batidores, a mis bayaderas?
—No, quiero hacer llegar aquí cuanto antes a mi escolta. Debo responder de vuestra vida y no quiero meteros en alguna fea aventura que pudiera comenzar en las montañas de Cristal para acabar en Varauni.
—¿En mi capital? —gritó el sultán, intentando levantarse.
—¡Quieto, alteza, o disparo! Dadme el santo y seña para que uno de mis hombres entre en vuestro campamento y reúna a mi escolta.
El sultán titubeó largo rato. Luego se sacó de un dedo un pesado anillo de oro y lo tiró a los pies del portugués, diciendo:
—Tened.
—No es suficiente decir "tened", alteza, porque vos permaneceréis como rehén con nosotros, hasta que lo considere oportuno.
—El anillo lleva mi sello —respondió el desgraciado sultán, enjugándose el sudor frío que le perlaba la frente.
No viendo ya armas apuntadas hacia él, se había levantado. También Yáñez había guardado sus pistolas.
El sultán se acercó al jefe de los
sikkaris,
que no estaba menos aterrorizado, y le susurró rápidamente unas palabras en una lengua que nadie pudo comprender.
—¿No tendréis la intención de prepararnos una nueva asechanza? —dijo el portugués.
—No, al contrario. Le encargo que acompañe a vuestro hombre para que no le ocurra ninguna desgracia y para que impida que intervengan mis ministros en este asunto.
—Está bien, alteza. Vos permaneceréis bien vigilado y al primer intento de fuga os haré fusilar sin piedad.
—La partida ha comenzado, pero aún no se ha terminado, ¿verdad milord? —preguntó el sultán.
—Hay tiempo más que suficiente para arreglar este pequeño asunto que, si ha proporcionado alguna ofensa al sultán de Borneo, por poco le cuesta a Inglaterra la pérdida de uno de sus embajadores.
Se había vuelto hacia Mati, impaciente por reunir a la escolta.
—Conduce aquí a todos mis hombres lo antes posible —le dijo—. Guárdate de las traiciones, amigo.
Se sacó del bolsillo del chaleco un cronómetro de oro cuajado de brillantes, que tenía sus iniciales, seguramente un regalo de Surama, y luego siguió diciendo:
—Son casi las dos: poco después del ocaso podéis estar tranquilamente de vuelta aquí.
—Si encontramos el paso franco.
—Los elefantes ya no se divisan y creo que nadie os pondrá impedimentos. Idos.
Habían transcurrido cinco minutos cuando, entre los bosques que se extendían a lo largo de las orillas del río, se oyó un disparo de fusil.
Yáñez se puso en pie de un salto, mirando al sultán, que, sentado sobre una roca, fingía no verle.
—¿Otra traición, alteza? —le preguntó.
—Vos soñáis traiciones por doquier, milord —respondió el sultán—. Esto ya resulta enojoso.
—Explicadme, entonces, por qué mis hombres se han visto obligados a disparar nada más alejarse de aquí.
—¡Gran Alá! Habrán matado una babirusa para su cena. Sabéis bien que todos estamos sin víveres.
En ese instante, resonó otro tiro de fusil bajo los árboles, seguido casi inmediatamente de una descarga cerrada.
—¡Los soldados atacan a nuestro amigo! —gritó Yáñez.
—No os inquietéis por Mati, señor. Es un hombre que sabe arreglárselas bien siempre, incluso en las peores circunstancias.
—¿Y si le matan?
—Aquí estoy yo, señor Yáñez. Y una carrera hasta los montes de Cristal para pedir ayuda al tigre de Malasia, no me asusta.
Los proyectiles empezaron a silbar sobre la roca, arrancando grandes trozos de toba.
Un hombre salió del bosque y corrió a la velocidad del rayo hacia el lugar ocupado por Yáñez y sus compañeros.
—¡Mati! —exclamó Kammamuri.
—¡Con los soldados a su espalda! —añadió el portugués—. Señora, echaos en medio de las rocas y no os dejéis ver, porque esos indios son óptimos tiradores.
—¿Y vos, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri, que se había colocado prudentemente detrás de un enorme peñasco.
—Quítate la faja de seda y, antes de nada, ata al sultán —respondió el portugués—. Si quieren subir hasta aquí, con un rehén como éste en nuestras manos podemos imponer condiciones.
El indio se había quitado la rica banda y había ejecutado la orden.
—¡Miserables! ¿Qué hacéis? —gritó el soberano, poniéndose grisáceo.
—Pretendemos impediros la fuga —respondió Yáñez, haciendo brillar a los últimos rayos del sol los cañones de sus famosas pistolas.
—¡Esto es un asesinato! —gritó el sultán.
—Que, en todo caso, cometerán vuestros soldados, porque el primero que se presente aquí marcará la última hora de vuestro reinado.
—Tengo derecho a ser puesto en libertad.
—Y yo a impediros que preparéis alguna otra trampa bajo los bosques de los montes de Cristal.