Los demás tampoco habían disparado por la misma razón. Y el enorme cuadrumano pudo llegar con pocos saltos a un grupo de gigantescos árboles, desapareciendo con extraordinaria rapidez entre el follaje.
—¡Cien florines al que la salve! —gritó el sultán.
¡Era preciso hacer otra cosa muy distinta, y no ofrecer premios! Había que actuar rápidamente, antes de que el orangután se alejase demasiado y se refugiara en su escondrijo.
—Cuidaos vosotros de las panteras —dijo Yáñez—. ¡A mí, Kammamuri!
Los dos hombres se habían dirigido hacia el enorme grupo de árboles, en medio del cual debía de estar escondido el orangután, mientras resonaban algunos disparos.
—Déjales hacer —gritó Yáñez al indio—. No es asunto nuestro: que se las arreglen como puedan.
En pocos instantes llegaron al bosque y se pararon delante de una muralla de verdor que parecía impenetrable.
—Tenemos que andar por encima de las raíces —dijo el portugués—. Ayúdate con los codos y los
rotangs
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.
Se oyeron otros dos disparos en dirección al claro que habían dejado.
Las panteras se aliaban al cuadrumano para castigar a los perturbadores de sus grandes bosques.
—Que se las arreglen como puedan —repitió Yáñez—. Es más urgente la señora Van Harter que esa momia de sultán. Pero, ¿a dónde se habrá metido ese
maias?
—Eso es lo que yo me estoy preguntando también —dijo Kammamuri—. ¿La habrá estrangulado?
—No, no. Si conseguimos descubrir su guarida, la encontraremos viva todavía.
—Eso no será nada fácil, me parece, entre tanta rama y tanto follaje enmarañado, aunque esos animales son muy corpulentos.
—Sí, mucho. Pero, calla…
En medio del frondosísimo bosque se oyó un sordo bramido que acabó con un redoble de tambor sin duda producido por el batir de los puños del orangután sobre su amplio pecho.
—Estamos más cerca de lo que creíamos —dijo Yáñez, que se había detenido bruscamente, alzando el fusil—. El raptor de mujeres no está lejos.
—Me asusta el silencio de la señora.
—Seguramente se habrá desmayado.
Aguzó los oídos y se levantó sobre las raíces, intentando alcanzar el grupo central de árboles. Luego reanudó la marcha, seguido del fiel Kammamuri.
A lo lejos, ya no se oía el retumbar de los disparos. ¿Se habrían decidido las panteras a huir, o serían los hombres, en cambio, los que habían emprendido prudentemente la retirada? Quizá la segunda hipótesis era la más probable, ya que las panteras son unas fieras tales que espantan al hombre más valeroso cuando atacan.
Entre tanto, Yáñez y Kammamuri continuaban adentrándose en el enorme bosque, procurando no hacer ruido, porque los orangutanes tienen un oído muy fino.
Habían recorrido cincuenta o sesenta metros andando sobre las raíces, cuando el portugués se paró de repente, recogiendo de un matorral un trozo de tela.
—¡Las ropas de la señora Van Harter! —dijo con voz emocionada—. ¡Ah, pobre mujer!
—¿Nos estaremos acercando a la guarida? —preguntó el indio.
—No debe de estar lejos: escucha bien. ¿No oyes nada?
—Se diría que, por encima de los árboles, pasa una corriente de aire —respondió Kammamuri.
—Son los orangutanes que están roncando.
—¿Habéis dicho "los" orangutanes?
—¡Exacto!
—¿Son dos?
—Sí, el macho y la hembra. El macho forma una verdadera familia y ama a su peluda media naranja.
—La empresa será dura.
—Estamos bien armados, Kammamuri. Y somos excelentes cazadores. Cuando disparamos un tiro, sabemos siempre dónde dará la bala.
En ese instante cayó de lo alto un proyectil, atravesando el follaje con un amenazador estruendo.
—¿Qué es lo que ha caído? —preguntó Kammamuri en voz baja.
—Podría ser un
durion
[24]
, pues nos encontramos precisamente debajo de uno de esos altísimos árboles. Cuando los frutos maduran caen por sí solos, y constituyen un verdadero peligro para los que se adentran en la selva. Pero también es posible que haya sido el orangután el que nos haya enviado este tan poco amable mensaje. Si nos hubiera dado en la cabeza, nos la hubiera deshecho.
En aquel momento, resonó en el bosque un grito semejante al vagido de un bebé.
Los dos cazadores se detuvieron nuevamente, escrutando el tupido follaje.
—¡Allá arriba! —susurró de pronto Yáñez—. ¿Lo ves allá arriba?
—¿Qué?
—El nido de los orangutanes.
—En efecto. Veo sobre la copa de un enorme árbol una gran masa que bien podría ser su nido.
—No hagas ruido. Si se despiertan los orangutanes, son capaces de hacerle pasar un mal rato a la señora holandesa.
Sube a aquel grupo de
rotangs,
mientras yo busco la manera de llegar hasta allí arriba. Entretanto, mantén la calma y mucha sangre fría, porque no será fácil resolver este asunto.
Por segunda vez se oyó el vagido, sobre aquel tenebroso árbol. Un pequeño orangután se quejaba.
—¡Arriba! —dijo Yáñez.
Se habían agarrado ya a los
rotangs,
cuando otro proyectil atravesó silbando el follaje.
Un momento después, caía un tercero que estuvo a punto de golpear al portugués, aunque éste había tenido la precaución de resguardarse bajo el tronco de un
sagú
[25]
.
—¡Es un bombardeo en toda regla! —murmuró Yáñez, evitando otro—. ¿Qué hacemos?
Miró a su alrededor. Kammamuri continuaba subiendo por su cuenta, siguiendo el gran fajo de
rotangs
que pendía del enorme árbol en el que se encontraba el gigantesco nido de los orangutanes. Avanzaba cautelosamente, sirviéndose más de los pies que de las manos para poder empuñar el rifle cuando fuera preciso.
—He avanzado mucho —murmuró el portugués—. Intentemos llegar hasta él.
Había cesado la lluvia de proyectiles, acaso porque el
durion
había sido rápidamente despojado de sus peligrosísimos frutos.
Era el momento oportuno para avanzar.
Yáñez se puso el rifle en bandolera, se agarró a su haz de
rotangs
y empezó a subir, prestando atento oído a los rumores que provenían del bosque.
De repente, un agudo grito desgarró el aire, seguido del tamborileo producido por unos grandes puñetazos en el pecho.
Yáñez se había detenido en la bifurcación de una rama, apuntando la carabina para proteger al indio, que continuaba su subida con un valor extraordinario.
Una enorme masa, una especie de plataforma formada por gruesas ramas entrecruzadas y atadas con
rotangs,
se erguía a pocos metros por encima del indio.
Era el nido de los orangutanes.
Transcurrieron algunos instantes de angustiosa espera para Yáñez, que miraba constantemente el nido, decidido a presentar batalla a todos sus habitantes. Después resonó otro grito, acompañado por un furioso crujir de ramas.
Los orangutanes parecían haberse dado cuenta de que les iban a atacar y se preparaban a la defensa. Una defensa ciertamente espantosa, porque los cuadrumanos son casi tan altos como los hombres y poseen unos musculosos brazos que parecen troncos de árbol.
Son, después de los gorilas, los monos más formidables que existen y no tienen temor alguno a enfrentarse con el hombre, aunque éste vaya armado con un fusil, cuando la rabia les domina.
Yáñez, viendo que ya no caían proyectiles desde lo alto del
durion,
había reanudado la escalada, pues no quería dejar solo a Kammamuri en el momento del ataque.
En el borde de la guarida había aparecido una sombra, de forma casi humana, que desgajaba furiosamente las ramas del árbol, entre gruñidos.
—Intentemos echarle abajo —murmuró Yáñez—. Siempre será uno menos.
Echó una última mirada al indio, que no cesaba de subir. Después, se detuvo en la bifurcación de otra rama y apuntó la carabina.
Un relámpago desgarró las tinieblas, seguido de una ruidosa detonación y de un estrépito que parecía producido por la rotura de varías ramas.
Ya no se veía al orangután que se encontraba en el borde de la plataforma. Había caído como un bólido, quebrándose los brazos y las piernas.
—¡Buen disparo! —exclamó imprudentemente Kammamuri, que ya se encontraba bajo la guarida.
Una velluda zarpa le aferró en ese instante por el cuello y le mantuvo suspendido en el aire.
Uno de los orangutanes, probablemente el macho, se había arrojado sobre el indio, pronto a hacerle pedazos.
Ello no era nada difícil para un animal dotado de una fuerza verdaderamente espantosa.
—¡A mí, señor Yáñez! —gritó el indio, que en vano se había apoyado en los
rotangs.
—¡Aquí estoy, Kammamuri! —gritó el portugués.
Enseguida resonaron dos tiros de carabina que casi se confundieron en uno solo.
—¡Tocado! —gritó el indio, que inmediatamente había notado como se aflojaba el espantoso apretón.
El
maias
se mantuvo unos minutos, erecto sobre el borde del nido, golpeándose furiosamente el pecho. Luego, repentinamente, le faltaron las fuerzas y cayó a través del follaje, rompiéndose las extremidades.
—¡Ha muerto, señor Yáñez! —gritó Kammamuri, que se había recobrado prestamente de la terrible emoción sufrida.
—Subamos, amigo. No encontraremos más que a algún pequeño orangután, impotente para defenderse.
Nuevamente iniciaron el ascenso del gigantesco árbol, agarrándose a los
rotangs.
La subida fue lenta, por lo resbaladizo de las ramas y la considerable altura del
durion,
temerosos de seguir la misma suerte del
maias,
aunque tranquilos por la muerte del enorme animal y vigilando sólo que el animal pequeño que suponían en la plataforma, no les diese algún susto.
Los orangutanes, o
maias,
como los llaman los dayaks, son los simios más formidables que habitan las grandes islas del mar de la Sonda. No tienen la extraordinaria estatura de los gorilas africanos. Comúnmente no pasan de un metro y medio, pero sus brazos son verdaderamente terribles y llegan a medir hasta dos metros de longitud.
La cara de esos cuadrúmanos es ancha, su pecho poderoso, y su cuello, corto y rugoso, está provisto de un saco de aire que les permite lanzar verdaderos rugidos.
El indio y el portugués, seguros ya de no correr ningún peligro, tras la caída del macho, con una ágil voltereta subieron a la ancha y sólida plataforma formada por ramas muy gruesas tendidas entre las bifurcaciones.
De pronto, los violadores del nido oyeron un vagido.
Yáñez, con un postrer impulso, cayó sobre un monito de no más de medio metro, que se había puesto inmediatamente en guardia para impedirle el paso.
—¿Qué quieres, macaco? —preguntó el portugués—. ¿Luchar con nosotros?
Sacó sus pistolas, las descargó en el pecho del pequeño orangután y después removió ansiosamente un montón de hojas secas, bajo las cuales se veían unas vestiduras blancas.
—¡Señora Van Harter! —gritó Yáñez, inclinándose sobre la bella holandesa y quitando todo lo que la cubría—. ¿Estáis herida?
—No, milord. Pero un retraso hubiera sido fatal, porque ese enorme mono no apartaba ni un solo instante de mí sus brillantes ojitos negros. He pasado una angustia terrible, milord. Mi temor era que esos orangutanes se arrojaran sobre mí y me tirasen al vacío.
—Y eran capaces de hacerlo, señora —respondió Yáñez—. Son bestias malignas, más temibles que las panteras y los tigres.
—Una caricia que le hice al pequeño orangután que acabáis de matar, debe de haberme salvado la vida, porque la hembra estaba a punto de arrojarse sobre mí. También el pequeño monstruo se me había tirado encima, intentando arrancarme los cabellos y los vestidos, pero no me atreví a reaccionar. Al contrario, acaricié el morro del monito, aplacando así, de golpe, a su madre, que, un instante antes, como he dicho, parecía dispuesta a echarme al vacío.
—Una maniobra muy fácil —dijo Yáñez— para bestias que poseen músculos de acero.
—¿Y dónde están los demás, milord?
—Cazan por su cuenta y riesgo —respondió el portugués—, aunque no han huido todos. Ya no oigo ningún disparo.
—Señor Yáñez —dijo el indio—, sin ayuda no podremos bajar a la señora.
—Ante todo, veamos si responden —respondió el portugués.
Había armado la carabina, apuntándola hacia arriba. Resonó un primer disparo y, tras un breve intervalo, otro. El indio había hecho otro tanto, intentando medir más o menos exactamente el tiempo.
Transcurridos unos diez minutos, a través del bosque se elevaron tremendos gritos, acompañados de varias descargas de fusiles.
Parecía que un meteoro hubiese caído en aquella parte de la selva. Y verdaderamente era un meteoro, pues aunque el cielo no se presentaba amenazador, se veían árboles arrancados de golpe, como durante los más terribles ciclones.
Lucy, Yáñez y Kammamuri se habían puesto en pie, cargando precipitadamente las armas.
—¡Esto es una carga de elefantes salvajes! —dijo Yáñez, que estaba situado al borde del nido—. Los batidores del sultán deben de haber descubierto una gran manada y ahora van tras ella. No os mováis, señora, porque hay muchas probabilidades de recibir un balazo o un tronco sobre la cabeza si bajamos de este refugio. Nos podemos considerar como en una pequeña fortaleza que ningún elefante será capaz de tomar al asalto.
Bajo los árboles tenía lugar una terrible embestida en medio de un ruido ensordecedor. Se oían continuamente voces humanas, barritos de elefante y silbidos de balas a diestro y siniestro. Todo el bosque parecía oscilar bajo una imprevista convulsión. Los árboles, embestidos por aquellas enormes masas lanzadas en una carrera desenfrenada, caían al suelo, arrancados de cuajo, como si una inmensa hoz les hubiera herido en su base.
—¡Qué carga! —dijo Kammamuri—. ¿Estos salvajes se han transformado en un instante en grandes cazadores? ¡Qué arrojo…!
—Protege tu cabeza, amigo —aconsejó Yáñez—. ¿No oyes cómo silban las balas?
—Y también noto los trozos de plomo entre los troncos del nido, señor.
—Afortunadamente, éstos tienen un espesor tal que nos resguardan completamente.
La carga continuaba con la misma fuerza por el bosque. Los bornéanos espantaban a los paquidermos con fuegos artificiales y salvas de fusil, obligándoles a dirigirse hacia donde el jefe de los batidores había preparado la amplia trampa, pues esas cacerías siempre se hacen a lo grande.