—¡Mentís!
—¿Me llamáis mentiroso a mí? Una ofensa tal no se tolera en América. Aunque me parece que ya hemos hablado demasiado.
—Creo que podríamos acabar inmediatamente.
—Estáis servido —dijo Yáñez, armando rápidamente una de sus pistolas y apuntándola hacia la mesa ocupada por el californiano—. ¡Repetid ese tiro, si sois capaz!
La vela que iluminaba la mesa más próxima a aquélla en que se sentaba el californiano se había apagado de repente. Yáñez, con su maravillosa puntería, había arrancado el pabilo.
—¡Oh! —exclamó el californiano—. ¡He de mataros!
—Tengo aquí hombres que estarán dispuestos a encadenaros —dijo Yáñez, haciendo una seña a los malayos.
Kammamuri fue el primero en saltar hacia adelante encañonando al insolente californiano con su potente rifle.
—¡Por Júpiter! —exclamó el yanki—. ¡Me quieren asesinar!
—Si hubiese querido enviaros al otro mundo, en este momento ya os encontraríais en una compañía poco alegre. ¡Ya habéis visto cómo tiro!
El americano se había quedado titubeando, pero blandiendo aún su revólver. Todas aquellas armas de fuego apuntadas contra él debían de haber calmado su ímpetu.
No se había dado cuenta de una sombra humana que se deslizaba por detrás de él, empuñando uno de aquellos terribles
kriss
de sinuosa forma que se usan en Borneo.
De repente, el californiano se derrumbó en el suelo. El chino le había clavado el arma entre los hombros, partiéndole limpiamente la columna vertebral.
—Idos, milord —dijo el hijo del Celeste Imperio—. En Varauni hay muchos
parangs
y con tal cuchillada no se va muy lejos.
—¿Y si nos esperan fuera sus compinches? —preguntó Yáñez.
Iba a responder el chino, cuando se oyó un griterío ensordecedor delante de la taberna. Decididamente, los náufragos habían puesto la mira en aquel lugar con la esperanza de sorprender al portugués.
—No salgáis, milord —dijo el chino—. Podéis marcharos de igual modo dando un salto de dos metros solamente.
—¿A dónde iremos a parar?
—A mi jardín, milord.
El bullicio aumentaba. Parecía como si los hombres estuvieran discutiendo con los pinches e intentasen forzar las puertas de las salitas, a juzgar por las patadas que daban.
—Huid, milord —dijo el chino, abriendo la ventana, que daba a un amplio y pintoresco jardín, casi completamente cubierto de magnolias y lilas.
Yáñez titubeaba: no quería huir constantemente ante aquellos insolentes que le provocaban a cada paso en espera de una buena ocasión para matarle.
—Vamos —dijo Kammamuri—. No vale la pena empeñarse aquí en una pelea que atraería a todos los habitantes del barrio chino e, incluso, hasta a los soldados.
—Es verdad —respondió el portugués—. Nos hemos comprometido demasiado y no nos conviene entretenernos en otras cosas. Así que vamos a la campiña a hacer una matanza de tigres, rinocerontes y elefantes en compañía de ese imbécil de sultán. Después, ya veremos lo que sucede.
Saltó al alféizar de la ventana, se dejó caer en el jardín, seguido de sus hombres, y desapareció entre las lilas.
Toda la población de Varauni estaba revuelta y corría a los magníficos jardines del sultán, en donde se habían reunido los batidores, los fusileros y muchas bayaderas para divertir al poderoso señor durante el descanso vespertino.
Veinte carros, tirados por cebras, todos ellos con cúpula dorada, habían sido puestos a disposición de los cazadores, con gran disgusto de Yáñez, al que le gustaba la caza emocionante y no aquélla, tan fastuosa y acompañada de tal bullicio.
El sultán se había apresurado a ceder un puesto en su carro al embajador, pues parecía que no podía pasar sin él.
—Milord —le dijo—, daremos un triunfal paseo por los montes de Cristal y volveremos cargados de piezas cobradas.
—Alteza, lleváis demasiada gente —dijo Yáñez—. Las fieras escaparán con seguridad ante nosotros y no se dejarán coger.
—Vos, milord, no habéis asistido nunca a las grandes cacerías. Aquí se acostumbra a hacerlo todo a lo grande.
—Preferiría hacerlo de otra manera —concluyó el portugués.
El cortejo, flanqueado por una compañía de vistosos soldados altos y fuertes, dejó finalmente el palacio entre las aclamaciones de la multitud y las imprecaciones de algunos grupos de chinos, eternos enemigos de los malayos en toda Indochina.
A la puesta del sol fueron levantadas unas bellísimas tiendas al borde de un bosque y los cazadores acamparon, mientras las bayaderas danzaban, para que no se aburriera su señor, entre enormes fogatas de
giunta-wan
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.
El cocinero ya había preparado los cincuenta o sesenta pajaritos que habían caído a los disparos de los desmañados tiradores.
El sultán exultaba por aquella caza, como si, en lugar de insignificantes volátiles, se tratara de tigres, panteras negras, rinocerontes y elefantes.
—Milord —dijo a Yáñez, que estaba comiendo bajo la tienda real—, si continuamos a este paso, volveremos a Varauni más gordos que los mandarines chinos y sin gastar ni un florín. Toda esta gente vivirá de la caza, si quiere comer.
—Por lo que respecta a mis hombres, estoy seguro —respondió Yáñez—. Todos son famosos cazadores que incluso han hecho frente en numerosas ocasiones al tigre indio. Es vuestro modo de cazar, alteza, el que no me agrada.
—Aún no hemos llegado a los grandes territorios de caza reservados para mí. Sabed que, entre tanto, mis batidores preparan una gigantesca partida a los elefantes salvajes.
—Es la caza de noche, a pie firme y al acecho, la que a mí me gusta —respondió Yáñez—. Ponedme ante una pantera negra, o manchada, no importa. O ante un tigre. Y os mostraré cómo se caza en la India inglesa.
—En efecto, he oído hablar mucho de estas grandes cacerías y no me desagradaría experimentar sus grandes emociones.
—Entonces, alteza, después de cenar vendréis conmigo y con una pequeña escolta de cazadores, dos de los míos y dos de los vuestros. Dejad en paz a las bayaderas, que sólo servirían para proporcionar apetitosa carne fresca a los carnívoros de la selva. ¿Queréis? No correréis ningún peligro, os lo aseguro, y, por otra parte, ya sabéis que cuando disparo siempre doy en el blanco.
—Lo sé, lo sé, milord —respondió el sultán—. Sin embargo, hay que pensarlo dos veces, porque en nuestros bosques, además de un gran número de carnívoros, hay simios de tamaño gigantesco.
—¿Los
malas
?
—Sí, milord.
—¿Y vamos a asustarnos por unos monos?
—El atractivo es demasiado fuerte, milord. Pocas veces he visto cazar al acecho.
—Entonces yo os mostraré cómo se caza.
El sultán golpeó un gong de bronce, a cuyo son acudió precipitadamente el jefe de los batidores.
—¿Hay algo a la vista? —le preguntó.
—Sí, alteza: antes de la puesta del sol ha sido sacada de su guarida una pareja de panteras negras.
—¿Sabes dónde tienen la guarida?
—Sí, alteza.
—Entonces, nos conducirás hasta allí: quiero dedicar enteramente esta noche a la caza, no a los asuntos de estado.
Terminaron rápidamente de cenar. Luego, mientras las bayaderas continuaban danzando para entretener a cortesanos y ministros, dejaron el campamento casi de incógnito.
El pequeño grupo estaba formado por el jefe de los
slkkaris,
Yáñez, el sultán, cuatro cazadores, entre ellos Kammamuri, y la bella holandesa.
A trescientos metros del campamento empezaba la inmensa selva, siniestra y tenebrosa. Entre las grandes plantas, que proyectaban una espesísima sombra, se oían mil vagos rumores que más parecían producidos por grandes carnívoros que por inofensivas babirusas o por simples ciervos.
De vez en cuando, bajo las arcadas de verdor se propagaba un grito agudo y terrible, que hacía murmurar incluso a Yáñez, que no estaba precisamente en su primera cacería, y helaba el corazón del sultán, que en toda su vida sólo había sido un indolente.
El jefe de los
sikkaris
hacía cada vez más lento su paso, buscando entre los oscuros matorrales una pista que sólo él podía encontrar.
—Nos estamos acercando —dijo Yáñez a Kammamuri, que caminaba a su lado—. La prudencia de este hombre me indica que aquí existe realmente un peligro.
Y volviéndose a la holandesa, añadió:
—Señora, no os separéis de mí.
—Estoy acostumbrada a ir de caza, milord —respondió Lucy con una adorable sonrisa—. Mi hermano era francés y me enseñó pronto a enfrentarme con las fieras de las grandes selvas.
—Sin embargo, no os fiéis demasiado de vuestra pequeña carabina.
En ese momento se detuvo el jefe de los
sikkaris
y luego se volvió rápidamente hacia el sultán, que estaba haciendo extraordinarios esfuerzos para que no se le notara el miedo.
—Alteza —dijo—, ya hemos llegado.
—¿Las panteras? —preguntó el soberano, al que le castañeteaban los dientes.
—No deben estar más lejos de un tiro de fusil.
—¿Se trata, en efecto, de dos?
—Vos sabéis que cuando nosotros los batidores descubrimos una pista, no nos equivocamos jamás.
El sultán miró a Yáñez, que estaba cargando tranquilamente una magnífica carabina de dos cañones y de gran calibre.
—¿Qué pensáis vos, milord? —preguntó.
—Que en el campamento se reirían de nosotros por la espalda si volviésemos con las manos vacías. Por lo que a mí respecta, no dejaré la selva sin haber disparado algunos tiros de fusil. Oigamos —siguió diciendo, mirando al jefe de los
sikkaris
—, ¿cómo has descubierto la pista?
—Por una babirusa medio devorada que descubrimos cerca de un tupido matorral. Las panteras deben de tener allí su guarida: estoy seguro de no equivocarme.
—He aquí una bonita partida de caza a pie firme, alteza. Basta con saber dominar los nervios y no perder de vista ni un instante a los adversarios. ¿Vamos, alteza?
—Bien, vamos —respondió el sultán, tras un breve titubeo.
A una señal suya, el jefe de los
sikkaris
se había puesto otra vez en camino, adentrándose con precaución bajo las tupidas y tenebrosas arcadas de verdor. De cuando en cuando se detenía para escuchar o para encontrar la pista.
Luego, reanudaba la marcha, con los ojos y los oídos bien abiertos. Intentaba captar cualquier leve rumor que le indicase dónde se escondían realmente las dos peligrosas fieras.
Yáñez le seguía, pisándole los talones, con el dedo en el gatillo de la carabina, queriendo mostrar al sultán cómo son las verdaderas cacerías. Kammamuri iba a su lado, cubriendo a la bella holandesa, que avanzaba intrépidamente por la tenebrosa selva sin pedir ayuda a nadie.
Por segunda vez volvió atrás el jefe de los
sikkaris,
mostrando una viva agitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yáñez.
—Están delante de nosotros.
—¿Dos?
—Sí, sí, dos.
—Alteza —dijo el portugués, volviéndose hacia el sultán—, tomad vuestras precauciones. Las panteras, negras o manchadas, dan grandes saltos y caen fácilmente por sorpresa sobre el cazador.
—¿Qué debo hacer? —preguntó el soberano, cuya voz seguía temblando.
—No alejaros de mí y disparad a tiro seguro.
—Lo que pasa es que nunca he sido buen tirador.
—Lo somos nosotros, alteza, y si las panteras quieren pasar tendrán que vérselas con nuestras armas.
Puso la carabina en posición de disparar y avanzó hacia un enorme matorral que le señalaba el jefe de los
sikkaris.
Los demás le seguían en un grupo compacto para poder ayudarse mejor en caso de peligro.
En el interior del matorral debía de estar ocurriendo algo, pues, a ratos, se oían oscilar las ramas y crepitar las hojas secas.
—Despacio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aún no sabemos si las panteras están emboscadas encima o debajo del matorral.
—No tardarán en delatarles sus fosforescentes ojos —respondió el portugués.
Se había detenido a cincuenta pasos del matorral, cogiendo un grueso guijarro.
—Veamos si se inquietan —murmuró—. Normalmente, esas fieras no temen al hombre y atacan decididamente. ¡Alteza, amigos, señora: atención!
Tiró la piedra con todas sus fuerzas en medio del matorral. En el primer momento, no se oyó nada. Luego surgió un grito breve, ronco, gutural y poco potente.
—Están precisamente ahí —dijo Yáñez y añadió—: rodeemos el matorral. Vete a la derecha, Kammamuri, con la señora y dos cazadores. Y vos, alteza, reunid todo vuestro valor y venid a mirar cara a cara a las bellas fieras que pueblan vuestros bosques. ¿Estáis preparados?
—Sí —respondió Kammamuri por todos.
—Adelante, entonces: yo iniciaré resueltamente el ataque.
Los dos pequeños grupos se habían puesto en marcha, avanzando con grandes precauciones.
De improviso, una sombra negra saltó desde la maleza y fue a caer casi a espaldas de la bella holandesa.
Kammamuri, que no había perdido su sangre fría, se volvió y disparó rápidamente. La fiera se contorsionó un momento. Luego, se alejó a saltos. Pero ya no tenía el impulso inicial, por lo que se podía deducir que estaba herida.
—¡Sigámosla! —dijo Yáñez, precipitándose detrás—. Haced fuego antes de que desaparezca entre los matorrales.
Todos echaron a correr, disparando a diestro y siniestro, pues la pantera se guardaba muy bien de mostrarse y continuaba zafándose, pese a estar herida, entre los matorrales.
Habían avanzado como unos cincuenta pasos disparando sin cesar, cuando se oyeron unos gritos de mujer.
Yáñez había podido ver durante un instante a la bella holandesa entre los brazos de uno de esos terribles orangutanes o
maias
que pueblan las tupidas selvas de Borneo y que aterrorizan a todos sus habitantes con su espantosa fuerza.
—¡A mí! ¡A mí! —gritaba la bella holandesa.
El cuadrumano, que la había sorprendido entre las ramas de una
arenga saccarifera
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, escapaba a todo correr con su presa, intentando alcanzar el gran bosque en el que sin duda tenía su guarida.
Yáñez conservaba todavía un cañón de su rifle cargado. Pero no tuvo el valor de disparar por temor a herir a la joven al mismo tiempo que al orangután.