La reconquista de Mompracem (14 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

BOOK: La reconquista de Mompracem
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La situación del yate no era nada satisfactoria. Yáñez, en contra de sus costumbres, se dejó sorprender en una profunda bahía de la isla de Pina, que, por su especial conformación, dejaba suponer que tenía dos salidas.

Una nave que no pudieron identificar del todo y que tenía la apariencia de un crucero inglés de buen tonelaje, apareció casi rozando las costas septentrionales de las rompientes, avanzando con la mayor prudencial.

Debía de haber descubierto la segunda salida y aguardaba que el yate, estrechado pon los cañoneros, se hiciera visible, para darle batalla.

—Pronto, Mati —gritó Yáñez—. Recuerda que, hoy día, el mejor cañonero debe disparar todos sus cañones. Mátame aquella tórtola.

Otro cañonazo resonó a bordo del yate, llenando toda la proa de humo.

Yáñez se encorvó hacia adelante como tratando de seguir la fulmínea marcha del proyectil.

—¡Muy bien, Mati —exclamó—. Otro golpe como este y daremos cuenta de esos buques.

Una vez en alta mar, no temo a nadie, porque mi nave es más rápida que ninguna.

Mati había hecho una descarga más pasmosa que la primera.

La granada hirió al segundo cañonero casi en la línea de inmersión, obligándolo a tomar agua en abundancia.

La pequeña nave, que no podía seguir maniobrando porque su compañero, que iba a la cabeza, 'había recibido un terrible golpe en las ruedas, recogió sus últimas fuerzas y se arrojó sobre un escollo para no ir a pique.

Pero los cañones se hallaban todavía en buen estado y podían, por consiguiente, hacer pasar ¡un mal rato a los tigres de Mompracem.

Los tres cañoneros, apoyándose en la cosía, reanudaron el fuego, alternando proyectiles y descargas de metralla qua a tanta distancia resultaban ineficaces.

Sólo los gruesos cañones de caza del yate podían tener razón aún.

Alguna bala pasó a través del combés, cayendo en el mar a brevísima distancia por ser demasiado débiles los cañones del inglés.

Yáñez subió al castillo de proa y se dió cuenta exacta de la situación.

De las tres naves, dos habían quedado fuera de combate, quedando, empero, intacta su artillería.

—La cosa se enreda —murmuró el portugués—. ¿Y si intentáramos otra salida, apoyándonos en la flotilla? Ea, no nos dejemos coger en una trampa como las ratones. Es preciso un golpe bien dado… ¡Kammamuri!

El indiano, que se hallaba en el puente de mando, acudió al llamamiento.

—Amigo mío —le dijo el portugués—, me has de hacer un gran favor.

—Hable usted, señor Yáñez.

—Esta bahía, a lo que parece, tiene dos salidas. Quisiera que fueses
a
la segunda para que me digas cuál es la nave que trata de hacernos prisioneros. Toma el ballenero y ocho hombres con un
lila;
te podrá servir.

—Está bien, señor Yáñez. ¿Puede usted detenerse unas cuantas horas?

—Hasta la noche si precisa.

—Entonces toda irá bien.

Bajaron el ballenero al agua. Kammamuri se puso al timón y la ligera embarcación partió rapidísima, mientras por una y otra parte se reanudaba el fuego.

De cuando en cuando caían algunas balas en el espejo del agua batida por la chalupa; pero eran balas muertas que no podían ofender.

—Mati —dijo Yáñez al maestre del yate—, cuida de poner fuera de combate al tercer cañonero'.

—Bien quisiera complacerle, señor; pero el tiro ya no es directo, porque el cañonero se mantiene ¡oculto detrás del peñón.

—No importa, dispara; tenemos municiones en abundancia y la flotilla está bien surtida también.

—Probemos —contestó el artillero.

Las dos piezas do caza dispararon un par de golpes, sin resultado alguno, porque seguía el cañonero obstinadamente oculto detrás del peñón y de sus colegas, los cuales se interponían generosamente entre él y las descargas del yate.

—Esto va mal —murmuró Yáñez, tirando con rabia el cigarrillo—. Y, no obstante, hay que salir a toda costa. Esperemos a Kammamuri.

El duelo de artillería seguía por una y otra parte con gran ruido y, gran gasto de pólvora y proyectiles.

Las balas roncaban roncamente a través de la bahía, cayendo entre los escollos. De cuando en cuando un pedazo de roca saltaba bajo la explosión de una granada, y era cuanto podían conseguir los tres cañoneros.

—Mati —dijo Yáñez—, déjame el sitio a mí.

—Aún no, señor.

—Te concedo tres disparos.

—Son pocos, señor Yáñez. Pero haré lo posible por complacerle., Se oculta; probemos el fuego indirecta.

Iba a subir al castillo de proa, cuando se le anunció el regreso del ballenero.

Empujado por diez remos, avanzaba, con fulmínea velocidad, dirigiéndose hacia el yate.

—Es él —gritó Mati, mientras disparaba otro cañonazo, cuyo proyectil fue a chocar contra una roca arrancando un buen pedazo.

Yáñez se lanzó a la escalera.

El indiano había llegado al yate y subía de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

—El paso existe, señor Yáñez —dijo—. Hay otra salida hacia el Norte.

—¿Quién la guarda?

—Una nave mucho mayor que un cañonero.

—¿Un crucero?

—Tal vez.

—¿Está solo?

—Sí, señor Yáñez.

—¿Él paso es accesible a mi yate?

—La sonda ha dado ocho o nueve pies.

—Hay más de lo necesario. ¿Has dicho que la boca está por la parte Norte?

—Sí, señor Yáñez.

—Ya que no hay forma de desmontar aquellos cañoneros, daremos batalla a la otra nave. Estoy tan seguro de mis cañones como de la velocidad. ¡Kammamuri!

—¡Señor!

—Otra jira aún.

—Y diez si quiere.

—Será una expedición un tanto peligrosa, porque has de ir en busca de nuestra escuadrilla de nuestros
praos.

—¿A quién quiere usted atacar?

—Por ahora a nadie; pero, en caso desesperado, acudiremos- al abordaje y veremos cómo acaba todo. Los fuertes seguimos siendo nosotros.

—Aquella nave me cogerá de enfilada, señor Yáñez.

—Yo cuidaré del ballenero sin perder de vista al yate. Perdido por perdido, debemos intentarlo todo para no acabar nuestros días en esta bahía. Si veo que la cosa, se pone fea, esperaré esta noche para dar una gran batalla. Vamos, Kammamuri; los minutos son preciosos y estamos muy lejos todavía de la reconquista de Mompracem.

Bajó al ballenero y dió orden de avanzar por el canal, poniéndose prudentemente al abrigo de las altísimas peñas que surgían en las dos costas.

El yate se movió también para proteger a los fugitivos, que corrían el peligro de acabar mal en aquella especie de trampa con dos aberturas guardadas.

Los cañonazos se sucedían de cuando en cuando, disparados ora por el yate, ora por los cañoneros; pero más que otra cosa para dar a comprender que vigilaban y estaban prontos a defenderse, puesto que todos los proyectiles caían más allá de las rocas.

El agua era bastante profunda y empujábala la marea que murmuraba sombríamente dentro de las cavernas marinas con un ruido a veces impresionante.

Kammamuri y Mati iban sondando la profundidad continuamente, por vía de precaución, para no tropezar con algún banco de arena.

El canal se hacía por momentos más tortuoso, aunque conservando una anchura respetable.

—¿Estamos lejos aún? —preguntó a Kammamuri.

—Una media hora.

—¿Desde dónde distinguiste la nave?

—Desde una altura.

—Pues desembarquemos también nosotros y vamos a verla.

Tomaron tierra a la orilla derecha, mientras el yate anclaba a la izquierda, y treparon velozmente por las rocas que en aquel lugar se presentaban muy altas.

—Preservémonos de algún cañonazo —dijo Yáñez—. Si se trata de un crucero, tendrá cañones no menos poderosos que los míos.

—Si se pudiese: avisar a la escuadrilla… —dijo Kammamuri.

—Hace rato que estoy pensando en ello contestó el portugués, que parecía haber perdido su acostumbrado buen humor.

—¿Podrá salir el ballenero sin ser visto?

—Si esperamos que sea de noche, sí. La luna se levanta muy tarde.

—Yo me encargo de alcanzar a la flotilla, señor Yáñez.

—No será fácil empresa.

—Donde no puede pasar una nave, una embarcación pequeña escapa a la vigilancia de los que están, en guardia.

Habían llegado a lo alto da una roca muy elevada que dominaba una gran parte del canal.

Un penacho de humo quo se alzaba encima de una gran mancha negra, llamó al punto la atención del portugués.

—Aquello no es un cañonero —dijo frunciendo el ceño—. Se trata de un crucero y muy grande, mi querido Kammamuri.

—¿Intentará usted la batalla?

—Sin el auxilio de la flotilla, no. Quiero demasiado a mi yate y no quisiera regresar a Varauni con él destrozado. El Sultán podría sospechar de mí y son ya bastantes las sospechas que tiene sobre nosotros. Parece un imbécil, pero es muy pillo.

—¿Qué va usted a hacer entonces?

—Esperemos la noche y tú irás a la bahía en busca de socorro. Que venga compacta la flotilla, porque nos veremos obligados a dar el abordaje a aquella nave que nos impide salir.

Descendieron de la roca y se dirigieron de nuevo al yate, después de dejar a dos hombres de guardia en tierra.

La artillería callaba.

El último cañonero no se había sentido con fuerzas bastantes para seguir al yate, y prefirió permanecer anclado en compañía de sus colegas, con cuyas piezas podía al menos contar aún.

Durante la tarde, Yáñez mandó explorar la primera salida de la bahía, temeroso de que los cañoneros hubiesen podido obtener refuerzos.

Las noticias que trajo Kammamuri fueron consoladoras, puesto que lías tres pequeñas naves seguían ancladas una encima de la otra, con los cañones dispuestos a romper el fuego para impedir al yate que se las tuviera que haber con ellos en alta mar.

A la caída de la tarde, Yáñez, no oyendo cañonazo alguno, tomó tierra nuevamente y en el luminoso horizonte pudo, al fin, distinguir la nave que le aguardaba para entrar en batalla.

Tratábase de un verdadero crucero, cuatro veces superior al yate, en punto a tonelaje, y seguramente bien armado.

—He ahí un hueso muy duro que roer —dijo Yáñez a Kammamuri, que le había seguido—. Aquí se requiere absolutamente la flotilla y no saldremos de aquí sin grandes perjuicios.

—Cuando usted quiera estoy dispuesto a partir —contestó el indiano.

—Espera que se haga de noche. El viento es favorable y los
praos
podrán estar aquí antes que amanezca, por ahora no tenemos la menor prisa.

Volvieron de nuevo a bordo y el indiano, apenas se puso el sol, embarcó en una lancha en compañía de diez robustos remeros que, en el momento oportuno, podían convertirse en terribles tiradores.

El yate zarpó para acompañarla hasta la salida del canal y protegerla eficazmente con sus piezas de ¡caza; después, cuando Yáñez vio a la chalupa desaparecer en las tenebrosas aguas, retrocedió.

Se había puesto excesivamente nervioso. Paseaba agitado por cubierta y tiraba, blasfemando, los cigarrillos apenas los encendía.

La noche transcurrió bastante oscura, porque las nubes interceptaban el paso a la palidísima luz de cualquier astro.

Una ligera fosforescencia manifestábase, sin embargo, junto a las rocas que la lancha iba siguiendo, aunque manteniéndose alejada de las rompientes.

—Diríase que todo conjura contra nosotros —dijo Yáñez a Mati, que no estaba más tranquilo que él.

—¿Cree usted que la lancha podrá pasar?

—Creo que sí.

—Tal vez hicimos mal en no unirnos a las bandas del Tigre de la Malasia que bajan de los "Montes Cristales.

—¿Y cómo habríamos podido recobrar la isla? ¿Caminando sobre las aguas?

—Es verdad, señor Yáñez.

—Para conquistar la isla era menester una flotilla.

—¿Cree usted que encontraremos mucha resistencia por parte de las tropas del Sultán?

—Aunque los
rajaputos
tienen fama de ser buenos guerreros, a los primeros disparos de espingarda huirán como conejos. ¡Ah! Esta dolorosa impaciencia me mata —dijo el portugués, arrojando al agua el vigésimo cigarrillo.

—Es pronto aún, señor. La lancha no tiene tiempo de estar aquí.

Yáñez subió al castillo de proa y se sentó fumando cigarrillo tras cigarrillo.

Y transcurrían las horas, y la nave sospechosa seguía echando humo ante la segunda salida de la bahía.

Movíase a distancia do las rompientes con toda precaución a fin de no chocar con un escollo y destrozarse, cosa sumamente fácil.

A las cuatro de la madrugada, los hombres que hacían la guardia en el yate corrieron presurosos en busca de Yáñez.

Kammamuri y Padar, el jefe de la flotilla, estaban con ellos.

—Señor Yáñez —dijo el indiano—, ahí tenemos los refuerzos. La flotilla se ha hecho a la vela y está a punto de llegar.

—¿Te cañonearon?

—Disparáronme un cañonazo que, por fortuna, cayó en el vacío.

—¿Y la nave, dónde está?

—Al acecho, esperando bombardeamos.

—¡Padar!

—¡Señor!

—¿Está completa la flotilla?

—Todos los
praos
están reunidos y hay además con ellos algún
giong.

—¿De cuántos hombres dispones?

—En la lancha tengo unos treinta.

—Pásalos a mi yate y principie la danza. Yo llevaré la batuta de la gran orquesta y daré la señal para empezar.

En un abrir y cerrar de ojos, los compañeros de Padar subieron a bordo del yate y leváronse anclas, mientras izaban la chalupa.

—Fuerza a la máquina —gritó entonces el portugués—. Ahora veremos quién vence a quién; si los tigres malayos a los leopardos; ingleses, o viceversa. ¡Mati! Toma el mando del cañón de popa, mientras yo cuido del de proa.

Yáñez recobró su calma habitual. Daba las órdenes sin precipitarse, pero incisivas, cortantes.

Subió al castillo de proa donde había uno de los gruesos cañones de caza, y lanzó, en medio de la semioscuridad, una rápida mirada.

Ante la salida del canal se destacaba una masa que mantenía sus fuegos bajo presión, puesto que de 'cuando en cuando subían al aire algunas chispas.

Mientras, no se veía ningún
prao.
Debían estar ocultos tras los escollos de la isla, dispuestos a lanzarse al abordaje a la primera señal de combate.

—Todo va bien —murmuró el portugués—. Veamos de qué piezas dispone el nocturno leopardo. Pero tendrá que batirse con las piezas de los
praos
y los
giongs,
y si no me deja libre el paso, sufrirá una verdadera tempestad de fuego. Tampoco ahora pienso dejar la piel en las costas de Borneo.

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