De repente, resonaron dos disparos de arma de fuego. Sandokán había disparado. La fiera, que intentaba subirse sobre los
rotangs
para alcanzar al indio, alargó las patas anteriores, lanzó un rugido y, luego, se desplomó.
—¡Ya es nuestro! —gritó el indio, que se preparaba para disparar el tiro de gracia.
—Y también caerá en nuestras manos, dentro de pocos minutos, el corredor misterioso.
Una voz humana se había alzado en otro grupo de árboles, gritando amenazadoramente:
—¿Quién vive?
—Es a ti, querido amigo, a quien se lo preguntamos nosotros —respondió prontamente Sandokán—. O te dejas ver o te pasamos por las armas, como al tigre que hemos abatido en este momento.
—
¡Saccaroa!
¡Esa voz! —exclamó el misterioso correo—. ¿Sois vos el Tigre de Malasia?
—¿Me conoces?
—Soy uno de los hombres del capitán Yáñez, señor —respondió el desconocido.
—¡Mati! ¡El patrón del yate! —exclamaron Sandokán y Tremal-Naik, avanzando.
—Sí, soy yo —respondió el valeroso marinero—. Hace dos días que os estoy buscando por todos los barrancos de loa montes de Cristal.
—¿Le ha sucedido alguna desgracia a Yáñez? —pregunta apresuradamente Sandokán.
—He venido a pediros auxilio.
—¿Ha sido hecho preso, quizá?
—Todavía no, pero creo que antes de mañana por la ñocha se verá preso y bien atado. Los soldados del sultán asediad la colina en la que se han refugiado nuestros compañeros.
—¿Cómo? ¡El sultán se ha levantado en armas, ahora! —preguntó Sandokán—. Ah, tendrá que vérselas con nosotros. Contaba con sorprenderle en su capital: tanto mejor si logramos prenderle aquí. ¿Y la flotilla? ¿Y el yate?
—Por ahora están todos a salvo —respondió Mati—, aunque se dice que han llegado al puerto cañoneras inglesas y holandesas.
—Ha llegado el momento de intentar resueltamente la reconquista de Mompracem —dijo Sandokán—. Regresemos al estanque, reunamos todas nuestras huestes y vayamos en socorro de nuestros amigos. Ni siquiera los soldados asustan al viejo Tigre de Malasia. ¡Ea, Tremal-Naik, en retirada, deprisa! Los minutos se vuelven preciosos.
—¿Estamos lejos del estanque?
—Apenas media hora de marcha, Mati —respondió Sandokán—. Vamos, amigos.
Antes de un cuarto de hora, Sandokán, Tremal-Naik y Mati se encontraban en la orilla del estanque.
En torno a ellos, trescientos o cuatrocientos hombres, en su mayor parte dayaks del interior, habían tomado posición con una cuarentena de espingardas y un par de
lila.
—Formad las filas y partamos sin demora —ordenó Sandokán a los salvajes guerreros—. Tú, Mati, nos guiarás.
—¿Y la flotilla? —preguntó el patrón del yate—. ¿No sería mejor que se reuniera en la bahía de Varauni?
—Por ahora, ocupémonos de libertar a Yáñez —respondió el Tigre de Malasia—. Aún no ha llegado la hora de reconquistar la isla de Mompracem.
Los hombres se dispusieron en cinco filas, cargaron las espingardas y los
lila,
y se pusieron en marcha detrás de Mati. Ya era medianoche y la luna estaba a punto de desaparecer, cuando se oyeron en lontananza algunas detonaciones.
—¿Yáñez, quizá? —preguntó Sandokán ansiosamente a Mati.
—Sin duda es él, que se defiende contra los soldados y contra los
sikkaris
del sultán.
—Les daremos a esos canallas una tremenda batalla que les persuadirá de enfrentarse con los tigres de Mompracem.
—¿Estará todavía con ellos el sultán? —preguntó Tremal-Naik.
—Seguro. Yáñez, para que no huyera, le ha colocado en la cima de una roca. Así impide, además, que los soldados hagan fuego.
—Ese sí que es un rehén valioso: si ese hombre cae en nuestras manos, Mompracem no tardará en volver a poder de los Tigres de Malasia.
Desgraciadamente, el desgraciado portugués, cuando ya se creía a salvo, había sido estrechamente asediado por los soldados, que eran muy numerosos porque se les habían unido muchos batidores.
La fuga nocturna que Yáñez había proyectado hacer con Kammamuri se había malogrado por culpa del intensísimo fuego de sus enemigos. Desde hacía cuarenta y ocho horas no habían podido dar un paso.
Muy inquietos, se movían alrededor del campamento, disparando de vez en cuando un tiro contra los soldados, para mantenerlos alejados.
Entretanto, el hambre les atormentaba terriblemente.
—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, tras unas descargas de los soldados que estuvieron a punto de herir a la bella holandesa—, es imposible resistir.
—Lo sé, querido —respondió el inglés, que se arrastraba entre las rocas como si buscase algo—, no siempre se puede tener suerte.
—¿Creéis que Mati haya conseguido llegar hasta Sandokán?
—Así lo espero.
—¿Con tantos enemigos?
—Mati no es un hombre que se deje sorprender y, aunque sin ayuda, pasará entre las líneas de los soldados.
—¿Cuándo acabará este asedio?
—Supongo que durará hasta que recibamos algún auxilio.
—Y, entre tanto, no tenemos nada que llevarnos a la boca.
—Sí, el plomo de la guardia —respondió Yáñez, que continuaba recorriendo con la mirada una profunda hendidura que surcaba el borde de la roca.
—¿Qué es lo que buscáis? —preguntó Kammamuri.
—La cena.
—¿Dónde?
—Hace poco, mientras la guardia del sultán hacía fuego, he visto a un animal meterse en esa ancha hendidura.
—¿Será un tigre, señor Yáñez?
—No se atreverán a venir contra nosotros, con el estrépito que hacen los batidores. Vamos a ver.
Se volvió hacia la holandesa, que se resguardaba entra dos rocas, y le dijo:
—Esperadme un instante, señora. Y si el sultán intentará la fuga, advertidnos inmediatamente.
—Le impediré que se vaya —respondió la señora con su acostumbrada calma.
Yáñez y Kammamuri cogieron los fusiles, a pesar de están convencidos de que bastarían las armas blancas, y reanudad ron la exploración, empujados por el hambre que les atenazaba desde hacía cuarenta y ocho horas.
Con gran asombro de Kammamuri, se había ensanchando repentinamente ante ellos, la fisura que poco antes parecía tan delgada.
—¿A dónde conducirá? —preguntó.
—Seguramente a una pequeña caverna —respondió Yáñez, avanzando con la cabeza baja para no ser acribillado por los soldados que ocupaban obstinadamente las orillas del río atravesado por los elefantes.
—¿Habrá algún animal delante de nosotros?
—¡Ya te he dicho que vi una sombra y dos ojos tan grandes que parecían linternas!
—¿Queréis bromear, señor Yáñez?
—Verás, amigo.
Recorrieron completamente la hendidura y se detuvieron ante un peñasco partido parcialmente y que parecía tener detrás un gran vacío.
—¿Quién diría que aquí hay una pequeña caverna? —dijo Yáñez—. Ahora sé dónde se ha refugiado ese extraño animal que tiene lámparas por ojos.
—Estad atento, que no os coma una mano, señor Yáñez.
—En un espacio tan angosto no puede guarecerse un animal grande. Ya me imagino con quién tenemos que habérnoslas.
—¿Un oso malayo?
—¡No, no! Cenaremos un pequeño
bru-suinoli.
Animal feo a la vista, pero no malo al paladar.
Bajo a la hendidura, armó por precaución una de sus pistolas y se acercó al nicho.
Dos enormes puntos luminosos, que despedían una vivísima luz, hirieron de repente su vista.
—¡Un
bru-samuinoli
! —exclamó el portugués—. Me lo había imaginado. Ningún otro animal habría podido vivir sin hacer largas subidas y fatigosos descensos. Amigo Kammamuri, ayúdame. Son animales que se dejan coger sin demasiada resistencia.
En medio del nicho se encontraba acurrucado un rarísimo animal, de hocico deforme que terminaba en una boca imposible de describir.
—¡Por Júpiter! ¡Sí que es feo! —exclamó Yáñez, echándose atrás—. ¿Quién tendrá el valor de apoderarse de ese animal? Se dice de él que echa por sus ojos todas las maldiciones di las hadas y magos de los bosques.
—Hace cuarenta y ocho horas que mi estómago no cesa di reclamar algo de comida —respondió Kammamuri—. Ser todo lo feo que quiera, pero nos lo comeremos. Aunque me parece de proporciones muy modestas…
Podía haber dicho modestísimas, porque no era mayor que un conejo. Un bocado de carne, después de tanta hambre. Pero se lo habían ganado y no querían dejárselo a los soldados.
El maharato metió el brazo en el nicho, aferró fuertemente al animal sin dejarse asustar por los rayos verdosos que no cesaba de lanzarle, y luego lo sacó, estrangulándola.
—Si sólo podemos contar con estas provisiones, será un mal negocio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aquí no hay más de dos libras de carne.
—Nos contentaremos con eso —respondió el portuguesa que observaba con vivo interés al
bru-samuinoli
—. ¡Quién sabe si entretanto llegarán las tropas de Sandokán!
—¡Mientras no lleguen antes los soldados!
—¡Oh! Tenemos en nuestras manos al sultán y, con un rehén semejante, se puede rechazar el ataque casi sin disparar un tiro.
Apenas pronunció estas palabras, cuando al volver la mirada hacia el sultán le vio hacer con la cabeza una serie de señales.
—¡En guardia, Kammamuri! —murmuró Yáñez—. Llegan los soldados.
—¡Y nosotros iremos a su encuentro! —replicó el animoso maharato.
—Pero con el asado que llevas.
—¿Por qué, señor?
—Los
bru-samuinoli
son más temidos que las balas de los
lil
a,
porque son tenidos por terribles brujos.
—¿Y si entretanto escapáramos? Veo que el sultán continúa haciendo señales.
—Voy a calmarle inmediatamente. Ya nos ha dado bastantes molestias y no aguanto más.
Iban a salir de la hendidura, cuando a pocos pasos de distancia estallaron unos disparos.
Los soldados, aprovechando la oscuridad y la poca vigilancia de los asediados, habían ganado la travesía de la roca y, saltando de peña en peña en el más profundo silencio, estaban a punto de poner los pies en lo alto.
—¡Huyamos! —gritó Yáñez.
—¿Tiro el animal?
—Sí, en medio de sus filas. Verás como escapan. Ten cuidado de no recibir una descarga.
Aunque al maharato le desagradaba mucho perder aquel poco de cena que su estómago reclamaba imperiosamente desde hacía tantas horas, saltó al borde de la hendidura, a riesgo de recibir un disparó lanzó el animal y escapó.
Los soldados, que habían conseguido escalar la roca sin ser observados, al ver que les caía encima aquel extraño animal, cuyos ojos aún conservaban algo de luz, lanzaron un gran grito de espanto y se precipitaron nuevamente a través de los peñascos, sin tener valor para detenerse ni un solo instante.
El horror que tienen los indios y los malayos a los
bru-samuinoli
es tal, que en cuanto descubren uno se apresuran a cegarlo por temor a que esa extraña luz les traiga terribles: maldiciones. La cuestión fue que la cena del maharato obtuvo un éxito inesperado, porque todos los asaltantes abandonaron la posición.
—Verás como por ahora no vendrán a molestarnos —dijo Yáñez al indio—. Donde se encuentra uno de estos animales, el indio no pasa.
—Pero hemos perdido la cena, señor.
—Apriétate un poco más el cinturón.
—Ya no puedo apretarlo más.
—Nos desquitaremos más tarde.
—Envidio vuestra calma, señor Yáñez. Pero preferiría haberme metido en el cuerpo ese animal, bueno o malo, no importa. ¿Qué está haciendo el sultán? No me cabe la menor duda. Ese hombre hace señales.
—Ponte de guardia con la señora y los cuatro hombres, y deja que vaya a decirle cuatro palabras a ese terrible monarca. ¿Se ve a los soldados?
—Han pasado bajo la protuberancia de la roca y se mantienen muy alejados de esa bestia milagrosa.
—Entonces, vamos a charlar un poco con el amigo. Abre los ojos y no te dejes sorprender.
—Os prometo velar incluso sobre la señora.
Yáñez recorrió un tramo de la peña, mirando hacia abajo.
Luego, no viendo a los soldados, se aproximó al sultán, que parecía muy abatido por su falta de éxito.
—Es inútil que os agitéis, alteza —le dijo Yáñez—. Mientras estemos aquí arriba, vuestros hombres no se atreverán a atacar. En cambio vos, si continuáis con vuestro misterioso juego de señales, podéis correr el peligro de recibir dos pistoletazos.
—¡Ah, infame pirata! —chilló el sultán, haciendo esfuerzos desesperados para desatarse, pero sin conseguirlo—. ¿Aún no ha acabado esta comedia?
—¡Qué va! Acabará en la isla de Mompracem, alteza. Allí jugaremos la partida más interesante.
—¿En Mompracem? —exclamó el sultán, rechinando los dientes—. ¿Qué es lo que queréis decir, mi buen milord? Sin rodeos diplomáticos.
—Como vuestros hombres han comprendido al fin que disparando contra nosotros podrían matar también al gran soberano de Borneo, creo que ha llegado la hora de las explicaciones. Es cierto, alteza. Yo no he sido nunca embajador del gobierno inglés, pues las cartas que os mostré se las cogí al verdadero embajador.
—¿Bromeáis, milord?
—Os repito que esta gira de placer acabará precisamente en Mompracem. Será allí donde nosotros, alteza, probaremos si valen más las carabinas de vuestros soldados que las de los malayos y piratas que hemos reclutado en gran número y que esperan desde hace un mes a poniente y levante de vuestro estado.
—Entonces, ¿quién sois vos? —gritó el sultán.
—¿Os acordáis de los terribles tigres de Mompracem? Tenían dos jefes: uno de ellos fue a conquistar un trono a la India y el otro, que era el famoso Tigre de Malasia, se ha abierto paso hacia vuestro gran lago haciéndose proclamar rajah.
—¡Es imposible! Vos estáis bromeando, queréis divertir a mi costa.
—No, alteza. Yo soy el no menos famoso Yáñez de Gomera, un día llamado el Tigre Blanco. Sólo desataré esos nudos en Mompracem.
—¿Y pasaréis por mi capital? ¿Cuántos sois?
—Proceden de los montes de Cristal las huestes que tiene un único objetivo: enarbolar la roja bandera de los terribles piratas de Mompracem a despecho de los ingleses y de los holandeses.
—¿Habéis conquistado tronos y venís a atacarme por un islote que no vale ni dos disparos de fusil?