—¡Mirad bien! —gritó Yáñez.
El paquidermo, acribillado de pleno, se alzó de golpe sobre las patas traseras e intentó tomar carrerilla para aplastar de un solo golpe a aquel grupo de personas. Pero le traicionaron las fuerzas y se desplomó con inmenso estrépito, vomitando un chorro de sangre por la trompa.
En el mismo instante, el junco, golpeado por todas partes por los animales, era impulsado hacia aguas más profundas, en donde la corriente era bastante rápida.
—¡Estamos vivos de milagro! —dijo Yáñez—. Kammamuri, vigila a los prisioneros.
—Están constantemente encañonados por mi fusil, señor.
—Señora Van Harte, y también vosotros, subid a cubierta e intentemos desembarazarnos de los que quedan. Corremos peligro de morir ahogados.
El junco aún seguía rodeado por los paquidermos, que le seguían obstinadamente a nado, intentando destruir lo que quedaba de sus amuras.
—¡Procuremos calmar un poco a estos pillos! —dijo Yáñez—. ¿Es que tienen el diablo en el cuerpo? Jamás he visto bestias tan furiosas. ¡Pobres de nosotros, si no hubiéramos encontrado este junco!
El espectáculo que ofrecían los animales supervivientes, dando saltos sobre los bancos de arena, siempre detrás del junco, o agitándose furiosamente entre las aguas fangosas del río, era verdaderamente impresionante.
Por fortuna, la corriente iba en aumento, de modo que el viejo velero chino se alejaba de ellos cada vez más.
Yáñez, Lucy, los hombres de la escolta e incluso Kammamuri, habían reanudado el fuego, completamente decididos a deshacerse de los asaltantes. De cuando en cuando un coloso herido cerca de un ojo o en la articulación del hombro, se desplomaba, dando unos horribles barritos.
La batalla duró una media hora. Pero, finalmente, los colosos cruzaron oblicuamente el río y se pusieron a salvo en la orilla derecha.
—¡Que el diablo se los lleve! —exclamó Yáñez, que había subido nuevamente a cubierta con sus compañeros—. ¿Habráse visto, esos malditos animales? Henos aquí, sobre este desvencijado junco que hace aguas por todas partes. Si aquel demonio hubiese continuado su carrera un rato más, nos hubiéramos ahogado todos.
—Pero junto a él —dijo Lucy.
—Pobre consuelo, señora.
—¿Y ahora, milord? ¿A dónde vamos? ¿Intentaremos llegar hasta los tigres de Mompracem o proseguiremos nuestro viaje?
—Tengo el temor de dar de bruces con los soldados.
—¿Es que aún no han sido vencidos?
—Todavía se oye el tronar de las espingardas a lo lejos, señora. Y, por cierto, con mucha viveza. Ya que, por ahora, no se ve a la guardia del sultán, sigamos a lo largo del río e intentemos abrir el camino de Varauni para el Tigre de Malasia.
—¿Podremos llegar?
—Todos los cursos de agua que bajan de los montes de Cristal mueren en la bahía y esta nave no volverá a la montaña.
—¿Creéis que Sandokán seguirá constantemente el curso del río? —preguntó Kammamuri.
—Es el camino que debe seguir —respondió Yáñez—. Ya que ha entrado en el valle, continuará su marcha hacia el mar, yendo detrás de nosotros.
—¿Creéis que ya sabe que le precedemos?
—Seguro. Y hará todo lo posible para alcanzarnos cuanto.; antes.
—¿Podremos entrar en Varauni sin que nos detengan?
—Fingiremos que somos honestos comerciantes que vamos recomendados al jefe del barrio chino. Deja que Sandokán se allane el camino; nosotros sigamos el nuestro y abramos bien los ojos. Nos podemos encontrar con los
sikkaris
del campamento.
—¿Qué les habrá sucedido a los hombres de nuestra escolta, señor Yáñez? ¿Les habrán asesinado?
—No creo que se hayan atrevido a tanto. Ea, procuremos tapar los agujeros lo mejor posible para que no se hunda el junco antes de arribar a la capital. Arriemos las velas y usémoslas para meterlas entre las cuadernas.
El junco había quedado reducido a un miserable estado. Afortunadamente, el río llevaba poca agua y estaba sembrado de gran cantidad de bancos de arena cubiertos de matorrales.
—Creía que el junco estaría en peores condiciones —dijo Yáñez, que había inspeccionado todo el barco—. Podremos taponar estos agujeros de forma que resistan lo suficiente para llegar a la capital. Señora, haced de centinela mientras trabajamos.
—No se ve ni un alma —dijo la bella holandesa—. ¡Si queréis que me ponga a disparar contra las aves…!
—¡Cuidado…! ¿Quién sabe si detrás de ellas avanzan los soldados, hostigados por los tigres de Mompracem?
—¡Qué desgracia no tener una de las espingardas de Sandokán! —dijo Kammamuri.
—Luego tendremos muchas más. ¿Acaso no contamos con nuestra formidable flotilla, que todavía se encuentra intacta y reunida en la bahía, y con nuestro yate?
—Precisamente estaba pensando en vuestro barco, señor, en este momento —dijo el indio—. Procuremos abordarlo y hacernos a la mar en él para guiar a la flotilla. Estando nosotros en el mar y Sandokán y los tigres de Mompracem en la ciudad, apoyados por los chinos, ¿quién se nos resistirá? Si el sultán quiere recobrar su libertad, deberá firmarnos, aun a costa de perder el trono, la restitución de la gloriosa isla de los piratas de Malasia.
—Si pudiera llegar hasta ella sin que se dieran cuenta la: guarnición y las cañoneras, me reiría de todos los sultanes: de Borneo —dijo Yáñez.
—Pero sigo inquieto por Sandokán. ¿Habrán detenido su avance?
—Puede haber encontrado
kotte
en su camino y esas pequeñas fortalezas, aunque están construidas solamente con troncos de árbol, ofrecen gran resistencia.
En ese instante, se vio surgir una gran columna de humo en la orilla izquierda del río, cubierta por espesísimo follaje.
Se había ensombrecido la frente de Yáñez.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, pero sin alarmarse demasiado—. ¿Es que ya está aquí la guardia del sultán?
—Sólo se oyen disparos en la lejanía, señor —respondió el indio—. Todavía se combate a gran distancia.
Aún no habían acabado de decir esto, cuando, entre las cañas que cubrían la orilla, aparecieron bruscamente varios hombres que tomaron por blanco el velero.
Eran unos veinte, todos bronceados y con pequeños turbantes grisáceos con rayas blancas.
—¡Tumbaos detrás de las amuras! —gritó inmediatamente Yáñez, mientras sonaban algunos disparos.
Los atacantes habían tomado posiciones rápidamente en el extremo de una minúscula península, gritando:
—¡Parad o hacemos fuego!
—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yáñez levantándose rápidamente—. Esas voces me resultan conocidas.
—¿Serán los hombres que nosotros dejamos en el campamento del sultán?
—Así lo espero, por inverosímil que parezca.
—¡Alto! —gritó otro hombre que parecía el jefe del grupo—. Acercaos a la orilla u os seguiremos hasta Varauni.
—¡Señor mío! —gritó Yáñez, saltando sobre la amura del junco—. ¿Es así como se saluda a los viejos camaradas?
Al oír aquella voz, se levantaron los veinte hombres, haciendo grandes gestos de asombro.
—¡El señor Yáñez! ¡El señor Yáñez! —gritaban todos, precipitándose hacia la orilla.
—¿De dónde venís? —preguntó el portugués.
—Hace treinta horas que os buscamos por la selva para serviros de escolta —respondió el jefe—. No creíamos encontraros aquí, en este río, en medio de una espantosa batalla que no da señales de acabar. ¿Sabéis que los tigres avanzan, hostigando a los soldados?
—¿No habéis podido uniros a Sandokán?
—No, señor Yáñez. La guardia del sultán nos cierra el paso y somos pocos para atacarles, especialmente en medio de la selva.
—Está bien, vendréis a Varauni con nosotros —dijo el portugués—. Esperaremos allí a Sandokán.
Kammamuri cogió un cabo y lo lanzó a la orilla para que el junco pudiera acercarse a tierra. Los veinte hombres de la escolta se precipitaron en cubierta dando gritos de alegría. Nunca hubieran esperado tener tanta suerte.
—Temía que os hubiesen matado a todos —dijo Yáñez al jefe de la escolta.
—Ya había sido dada la orden de fusilarnos como patos, señor, cuando al vernos perdidos, atacamos decididamente el campamento, atravesándolo a todo correr. ¿Lo creeréis? Todos aquellos gandules, en vez de cerrarnos el paso, nos dejaron escapar, cosa que aprovechamos para dirigirnos al río. Ya había oído tronar las espingardas y los
lila
del Tigre de Malasia, pero siempre teníamos delante a la guardia del sultán, que combatía con furor en los bosques, defendiendo el terreno palmo a palmo.
—¿Dónde está el campamento de los
sikkaris
y de los cazadores?
—Desaparecieron todos cuando empezamos a disparar, señor.
—¿A dónde han huido?
—A Varauni.
—¡A enemigo que huye, puente de plata! Creo que ya sólo nos queda algo por hacer: alargar la mano para apoderarnos de Mompracem —dijo Yáñez—. Prosigamos nuestro viaje e intentemos llegar a la bahía sin que nos vean.
Dos días después, el junco, más desvencijado que nunca y casi lleno de agua, llegó a la bahía de Varauni, después de atravesar varios pantanos, y echó anclas a notable distancia de la costa.
Aunque los soldados les habían dejado bajar tranquilamente por el río, quizá porque eran fuertemente hostigados por las huestes de Sandokán y Tremal-Naik, Yáñez quería estar seguro del éxito antes de desembarcar y caer en las manos de los holandeses e ingleses, cuyas cañoneras se divisaban en la boca de la bahía.
Con un gran suspiro de alivio vio a su yate intacto todavía, con el pequeño
prao
a su popa.
La ciudad parecía tranquila. En cambio, en los pantanos se oía el rumor constante de las espingardas y se elevaban altísimas hogueras, anunciando el incendio de las
kotte
de la capital.
El Tigre de Malasia, con la ferocidad y obstinación que le habían hecho famoso, no cesaba de acosar a los soldados, con la esperanza de reunirse pronto con Yáñez y con la flotilla.
—El sultanato salta por los aires antes que Mompracem —dijo el portugués, que no apartaba los ojos de su yate—. Que venga nuestra escuadra y que los chinos de Kien-Koa nos echen una mano, y veremos si sabemos o no sabemos recobrar nuestro gran islote de Mompracem. Pero, antes de tomar una decisión y de entablar la batalla final, que será ciertamente espantosa, veamos lo que nos dicen nuestros prisioneros. Si ceden, nada mejor.
Kammamuri, que había sido advertido, empujaba por el puente del junco al pobre sultán y al no menos desgraciado embajador inglés. Ambos tenían cara de funeral y miraban al portugués, que, en ese momento, no les veía precisamente con buenos ojos.
La escolta había desenvainado los
kampilangs
y los
parangs
, hincándolos en el maderamen con un temible estruendo. Parecía como si se dispusieran a decapitar a los prisioneros.
—Veamos, alteza —dijo Yáñez, volviéndose hacia el sultán—. La empresa de los tigres de Malasia, que durante tantos años tuvieron sometida a Mompracem, defendiéndola de los ingleses, de los holandeses y hasta de vuestros
praos,
está a punto de terminar. Dentro de poco, pese a todos, seremos dueños de vuestra capital y de las aguas de la bahía. ¡Y pobre del que intente detenernos!
—¿Qué más queréis? —gritó furioso el sultán—. Me habéis fastidiado bastante y hasta os habéis olvidado de que soy un príncipe, mientras que vos probablemente no sois más que un miserable aventurero, enrolado en las filas del Tigre de Malasia. O mejor aún, de aquel terrible rajah del lago que ya ha hecho un gran vacío en torno a mis fronteras. ¡Pero si os he dicho que sobre mi frente hay una corona bastante más pesada que la vuestra y que yo también soy un verdadero príncipe! Preguntad al embajador, que conoce la India, si Assam no vale más que vuestro sultanato.
El inglés, que seguía rechinando los dientes, al oír aquellas palabras prorrumpió en imprecaciones.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿Seréis vos el esposo, o mejor, el príncipe consorte de la rhani de Assam?
—¿Qué encontráis de extraordinario en ello?
—¿Qué hacéis vos, aquí? La corte de Assam no está en Malasia.
—¿Y qué habéis venido a hacer aquí?
—He venido a reconquistar Mompracem, el glorioso peñón de los piratas de Malasia, en cuya cima hace casi veinte años que no veo ondear la roja bandera de la piratería, adornada por tres cabezas de tigre.
—¡Estáis loco!
—Pronto os demostraré lo contrario, milord —respondió Yáñez—. ¿Queréis firmar, junto con el sultán la restitución de Mompracem a los tigres de Malasia?
—¡Nunca! —gritó el embajador—. Id a ganaros ese peñón si tenéis prisa y si sois capaz de reconquistarlo.
—¿Y vos, alteza?
—Me ha sido entregado por los ingleses y los holandeses bajo promesa de no arriar jamás la bandera verde del sultanato y de no dejar que lo reconquisten los piratas.
—¿Son vuestras últimas palabras? —preguntó Yáñez, con voz amenazadora.
Los dos prisioneros tardaron en responder y miraron desconfiadamente a los malayos y dayaks de la escolta, que habían levantado las enormes espadas, volteándolas por encima de sus cabezas.
—¿Pensáis asesinarme? —preguntó el embajador—. No olvidéis que Inglaterra está detrás de mí.
—¡En este momento está demasiado lejos! —dijo el portugués irónicamente—. Vuestro gobierno no se molestará por tan poca cosa.
—Entonces, dejadme volver a mi palacio —dijo el sultán—. Esta comedia ya ha durado demasiado.
—Sí, os dejaré marchar. Pero cuando haya sido izada la bandera de los piratas en Mompracem. ¡Kammamuri!
—¡Señor!
—¿Están en buenas condiciones las tres chalupas que hemos encontrado en la bodega?
—Para llegar a tierra, sí, señor Yáñez.
—Por ahora es suficiente. Llévate de aquí a estos señores y átales mejor las manos y los pies. Y vosotros, amigos —continuó, dirigiéndose a los hombres de la escolta—, arriad inmediatamente las embarcaciones y armadlas.
—¿Es que queréis desembarcar, milord? —preguntó la bella holandesa.
—Tenemos que ayudar a Sandokán, señora, y abrirle paso hasta la capital.
—¿Y las cañoneras?
—No se molestarán, ciertamente, en atacar a unas simples chalupas ocupadas por algunos hombres.
—¿Y no advertiréis al Tigre de Malasia de que vos también os movéis?
—Cuatro de mis hombres irán a los pantanos y avanzarán hasta que se encuentren con las tropas. Ya les he dado todas las instrucciones.