—Hace seis meses que los ingleses, de acuerdo con los holandeses, os han cedido la isla.
—Y con la orden de prohibir su reconquista a cualquier banda de piratas.
—Ya no somos vagabundos del mar, alteza. Yo soy rajah de un gran reino indio que se llama Assam, y el Tigre ya ha hecho un bonito agujero en vuestros estados. Así que comprendo que Mompracem ya no merezca una batalla. Pero os aseguro, alteza, que estamos completamente decididos a batirnos en tierra y mar.
—¿Y no tenéis en cuenta a los ingleses?
—Por supuesto.
—¿Y a los holandeses?
—Iremos a preguntarles desde las proas de nuestros
praos,
entre nubes de metralla, por qué se inmiscuyen en asuntos que no les incumben.
—Son protectores de Varauni y de Mompracem, milord, y se aprestarán a defenderme.
Yáñez sonrió ceremoniosamente. Luego, siguió diciendo:
—Por ahora seguís siendo mi prisionero. Hasta que lleguemos a la costa y quizás más allá. Y os advierto que estoy totalmente decidido a hacer valer sobre vos todos mis derechos de pirata, ya que me tomáis por tal.
—¡Tendréis que véroslas con mi guardia!
—Rondan a lo lejos sin atreverse a dejarse ver. Claro que vos sois un buen blanco.
En ese momento, dos disparos retumbaron cerca de la roca.
—¿Quién ha disparado? —preguntó Yáñez.
—Yo, señor —respondió el maharato.
—¿Suben?
—Así parece.
—¡Y Mati todavía no vuelve con noticias de Sandokán! El asunto se pone serio y no sé cómo acabará, aunque tengo en mis manos al sultán. ¿Quieres una carabina de refuerzo, Kammamuri?
—Sería mejor que vinierais a ver lo que sucede en las orillas del río. Los soldados se amontonan en esa dirección como para prepararse al combate.
—¿Acaso se estarán acercando las tropas de Sandokán? —se preguntó Yáñez.
—Apuntó con sus pistolas al desgraciado sultán con la intención de asustarlo aún más, y luego siguió al maharato, a la bella holandesa y a los hombres de la escolta, todos los cuales se habían resguardado entre los peñascos.
Algo debía de estar ocurriendo, en efecto, en la base de la roca, pues se veía a grupos de hombres que cruzaban el río continuamente y se oían, en el aire antes tranquilo y silencioso, numerosas voces que daban órdenes.
Algunos soldados habían intentado llegar hasta el sultán: con la esperanza de liberarle. Pero luego, ante un ataqué fulminante de los asediados, bajaron nuevamente al río.
—¿Qué dices? —le preguntó Yáñez a Kammamuri, que había disparado otra vez, aunque sin éxito, pues los atacantes procuraban no exponerse al tiro de aquellas famosas carabinas.
—Baja gente de los montes de Cristal —respondió el indio.
—No pueden ser más que los hombres de Sandokán: estoy convencido. Preparémonos para ayudarles lo mejor que podamos.
Ante ellos, más allá del río, se alzaban las primeras estribaciones de los montes de Cristal. Y hacia ese punto enviaban los soldados su vanguardia. Si no les amenazara un peligro, no hubieran interrumpido tan precipitadamente el asedio.
De allí tenía que venir el enemigo, ese enemigo anunciad tanto tiempo atrás, constantemente en armas en las fronteras de Borneo y de la región de los lagos.
Yáñez, Kammamuri, Lucy y los hombres de la escolta, inclinados hacia delante al abrigo de las rocas, no apartaban la mirada de aquellas montañas, escuchando atentamente.
Parecía como si se aproximaran por los barrancos numerosas tropas, porque de cuando en cuando se oían rodar en los valles bajos piedras o troncos de árbol, movidos por los guerreros para abrirse paso hacia el río.
—Se acercan —dijo Yáñez—. ¡Son ellos! ¡Estamos salvados! Mompracem caerá nuevamente en nuestras manos, se lo arrebataremos al sultán para siempre.
—¿Y si nos equivocásemos? —preguntó el maharato—. He oído contar que, de vez en cuando, bajan los dayaks del interior para proveerse de cabezas humanas.
—No nos echaremos en los brazos de estos salvadores a ciegas —respondió el portugués—. Si los dayaks tienen los conocidos
parangs
y
kampilangs
que cortan como navajas, nosotros contamos aún con excelentes carabinas.
—Quisiera daros un consejo, señor Yáñez —dijo el indio.
—Dilo.
—¿Qué tal si aprovecháramos la ausencia de los soldados para dejar este lugar y bajar al río?
—También se me había ocurrido esa misma idea —dijo el portugués—. Escapemos, sin descuidar al sultán.
—Yo me encargo de él, señor. Si no me sigue por las buenas, le haré aullar como un lobo. Si es que no le precipito desde lo alto de la roca…
—¿Estáis dispuesta a seguirnos, señora? —preguntó Yáñez—. ¿No os asusta la idea de encontraros entre dos bandos combatientes?
—En absoluto, señor —respondió la joven con toda su calma, golpeando con la palma de la mano su pequeña carabina india—. A mí me basta ésta para defenderme.
—Para ti, el sultán, Kammamuri —dijo Yáñez—. Cuida de que no huya.
—Respondo de ello.
El portugués avanzó hacia el talud de la roca, que caía verticalmente sobre el río tras las primeras estribaciones de los montes de Cristal, y estuvo escuchando largo rato. En el interior de los barrancos se oía constantemente el rodal de los aludes de piedra, como si un pequeño ejército se estuviera encaminando hacia las salidas.
—Ante todo; la señal —dijo Yáñez—. Disparad unos cuantos tiros a intervalos espaciados. Si el hombre que guía esas huestes es verdaderamente el Tigre de Malasia, responderá.
Levantaron las carabinas y dispararon cuatro veces, con una determinada pausa entre una y otra. Esa era la señal establecida con Sandokán y Tremal-Naik para entenderse» a gran distancia. Siguió un breve silencio. Después parecí» como si los montes de Cristal fueran tomados al asalto por hordas procedentes del interior.
También en los barrancos se disparaba con una furia increíble. Y las bandas del Tigre de Malasia no se limitaban a tirar con carabinas, ya que, de cuando en cuando, una serie de fortísimas detonaciones laceraba el aire. Eran las espingardas y los
lila
de las hordas, que intentaban morderá las carnes de los soldados desplegados a lo largo de la orilla del río.
—¡Adelante! —gritó Yáñez—. Vamos al encuentro de nuestros salvadores. Formad un apretado grupo, con el sultán en el centro, y bajemos al llano antes de que la batalla se haga general. Que nadie se aparte o se quede atrás, porque caerá en manos de los soldados.
De repente, el maharata saltó hacia el sultán y le aferró por los brazos, diciéndole con voz amenazadora:
—O seguirnos o morir aquí arriba, a la vista de los montes de Cristal.
La batalla había comenzado encarnizadamente entre los tigres malayos y los tigres indios, ansiosos unos y otros por probar su legendario valor.
Las hordas del Tigre de Malasia se habían colocado a lo largo de un ancho barranco, tras emplazar media docena de espingardas en el borde de una elevación.
Un grito tremendo, hizo retumbar las montañas: los tigres más o menos humanos, rivalizaban, ante todo, en la fuerza de sus pulmones, creyendo asustarse mutuamente.
—¡Mompracem! ¡Mompracem!
—¡Varauni! ¡Varauni!
Sucedieron a estos gritos numerosas descargas de fusil, mosquete y espingarda.
La lucha se había entablado ferozmente por ambas partes, pues la guardia del sultán, aunque muy inferior en número, no había retrocedido ni un solo paso. Por el contrario, había atacado decididamente con los
yataganes
para defenderse de los
parangs
de sus adversarios. La contienda que se libraba en los barrancos de los montes de Cristal no era una simple escaramuza, sino una verdadera batalla.
Yáñez, Kammamuri, Lucy, sus compañeros y el sultán, asistían desde lo alto a aquella batalla que tenía que acabar en una matanza, porque los tigres indios rivalizaban en audacia y ferocidad con los tigres de Malasia.
Se habían tendido en el suelo para no ser fulminados por las descargas que resonaban desde las laderas, donde Sandokán había colocado toda su artillería para abrirse paso hasta el río.
Los soldados del sultán, bravísima infantería, obstaculizaban ferozmente su paso, tanto con las armas de fuego como con las blancas, intentando, a su vez, dispersar a los adversarios.
—¡Mis compatriotas resisten bien! —dijo Kammamuri que miraba con admiración a los soldados que cargaban furiosamente con los
tarwar
en sus manos.
—Darán trabajo incluso a los viejos tigres de Mompracem —respondió Yáñez, que aún se mantenía tendido en tierral porque los proyectiles no dejaban de silbar a su alrededor.
—¿Les podrán rechazar en la montaña las tropas del Tigre de Malasia?
—Mientras Sandokán cuente con su artillería, les opondrá una formidable resistencia. Dejémosle hacer: verás como ese hombre tremendo conducirá la batalla maravillosamente.
—¿Y si aprovechásemos este momento para bajar al llano con el sultán?
—Eso era lo que yo quería proponer —respondió el portugués—. Pobre de ti si se te escapa este tirano. Sólo él pueda firmar la rendición de Mompracem.
—No perdamos más tiempo aquí, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Los soldados podrían aventajar a los nuestros y entonces, la reconquista de Mompracem no habría sido más que un bello sueño.
—Señora —dijo Yáñez volviéndose hacia la bella holandesa, la cual asistía desde el borde de una roca a la batalla, que cada vez se hacía más sangrienta—, ¿os atemorizaría seguirnos hasta el río?
—Yendo con vos, no, milord —respondió la joven.
—Correremos peligro.
—No será el primero.
—Kammamuri, te confío el sultán. Si no obedece, recurre a cualquier medio.
—Sí, señor Yáñez —respondió el indio, precipitándose sobre el monarca y aferrándole fuertemente por las muñecas.
—¡Bribones! —gritó el sultán, intentando rebelarse.
—¡Calla, charlatán! —respondió Kammamuri, amenazándole inmediatamente con una pistola—. Camina, o dejarás aquí arriba tu piel.
—Si no quiere andar, empújale —dijo Yáñez.
—Le romperé los huesos, señor, aunque sea un sultán.
El pequeño grupo se formó rápidamente. Yáñez abría la marcha, con Lucy; detrás seguía el sultán, fuertemente asido por el maharato, que no cesaba de asegurar que le mataría a golpes, y, finalmente, los cuatro hombres de la escolta.
Todo el valle surcado por el río se estremecía en ese instante bajo un horrísono estruendo. Las tropas de los soldados y del Tigre de Malasia habían llegado a la lucha cuerpo a cuerpo y se atacaban con un furor imposible de describir. De cuando en cuando, se oían espantosos gritos que impresionaban mucho a la bella holandesa, la cual parecía haber perdido buena parte de su acostumbrada sangre fría en este supremo instante.
Yáñez superó rápidamente las rocas batidas por los proyectiles, alcanzó una especie de canal y se metió dentro animosamente, diciendo:
—Este es el momento de ayudar a los amigos.
Manteniéndose muy cerca unos de otros y avanzando agachados para no ser alcanzados por una descarga, bajaban los fugitivos, cuidando de no caer en una emboscada de los soldados, cosa que era muy probable, pues los fíeles guerreros del sultán se esforzaban por acabar con aquel grupo de aventureros.
Se habían metido entre las densas nubes de humo producidas por la artillería de Sandokán y Tremal-Naik, quienes avanzaban constantemente, ametrallando duramente, a las fuerzas del sultán, que ya tenían numerosas bajas en las orillas del río por no poder oponer una resistencia eficaz.
Tan inútiles eran las carabinas como las espingardas cargadas de clavos, los
lila
—esos pequeños cañones que arrojan balas de un par de libras— e incluso los cortos y demasiado ligeros
tarwar,
que sólo tendrían razón de ser en el caso de un enfrentamiento con los terribles
kampilangs.
Yáñez y sus compañeros seguían bajando por las pequeñas rieras abiertas por el agua. El estruendo de la batalla llegaba en ese momento al máximo. Sandokán y Tremal-Naik habían lanzado a sus tropas a las orillas del río.
—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, ¿cómo acabará este trance? Me parece que los soldados oponen una resistencia tenaz.
—Cuando lleguen al cuerpo a cuerpo con los tigres de Mompracem, verás cómo se van.
—¿Quién vive?
—¡Amigos! —respondió Yáñez—. Os pedimos el favor de que os adelantéis para que nos conozcáis.
—¿Quiénes sois? ¿Los aventureros de Varauni, acaso?
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, sobresaltándose—. Yo he oído esta voz en otra ocasión. Pero, ¿dónde?
—Os lo diré yo, milord —dijo la bella holandesa—. En el vapor que hundisteis.
—Tenéis razón, señora. Sería una verdadera suerte capturar a la vez al sultán y al verdadero embajador inglés. Con tales rehenes se le pueden imponer condiciones hasta a Labuán.
—¿Quién vive? —repitió en ese momento la voz del desconocido—. Responded, o hago fuego.
—También hay sitio aquí para vos, señor mío —dijo Yáñez con ironía, mirando en todas direcciones—. Todos combaten y también podemos pelear nosotros. Pero os advierto que os barreremos inmediatamente, si no sois de los nuestros.
—Combato por mi cuenta.
—Es un capricho de verdadero inglés.
—¡Cierto! —respondió el embajador, que, por otra parte, no se atrevía a salir de entre los remolinos de humo que llenaban el valle—. ¿Quién combate en los montes de Cristal?
—La guardia del sultán.
—¿Atacan los aventureros de Varauni?
—Así podría suponerse de todo este estrépito. ¿Querríais tener la gentileza de venir a saludar al sultán de Borneo? —¿El sultán de Borneo?
—Os espera aquí.
—¿Cómo es que se encuentra aquí, en vez de estar entre su guardia?
—Los soldados han preferido abandonar a su señor en el último momento, después de haberle desangrado por completo.
—¡Oh, para fiarse de los indios! Son buenos combatientes una vez que se lanzan al ataque, pero demasiado caprichosos. ¿Estamos en contacto? ¿O sólo me lo parece a mí?
Un hombre de elevada estatura, que llevaba enormes patillas rojas, había salido de la masa de nubes de humo y se había dirigido hacia el grupo de Yáñez.
—Atento, Kammamuri —dijo el portugués—. Necesitaremos a ese hombre.