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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (47 page)

BOOK: La princesa de hielo
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—Vaya, lo siento.

—Bueno, no está tan mal. Tengo entre manos una historia que parece muy prometedora, así que ya veremos.

—Cuéntame, ¿cómo es que te presentas aquí como por arte de magia, después de tantos años?

Patrik se movió nerviosamente en la silla, otra vez con el punto de remordimiento que le producía el no haber llamado en tanto tiempo y ahora presentarse para pedir un favor.

—He venido a la ciudad por un asunto policial y, de pronto, me acordé de que tú trabajabas aquí, en medicina legal. Necesito resolver un escollo y, sencillamente, no puedo esperar a que pase el trámite administrativo habitual. Me llevaría semanas obtener una respuesta y no tengo ni el tiempo ni la paciencia necesarios.

Aquello parecía haber despertado la curiosidad de Robert. Juntó las yemas de los dedos a la espera de que Patrik continuase.

Éste se inclinó, sacó de su maletín un papel protegido por un plástico y se lo entregó a Robert, que lo expuso a la fuerte luz de su flexo para ver mejor de qué se trataba.

—Lo saqué de un bloc que hallé en la casa de la víctima de un asesinato. Vi las huellas de algo que habían escrito en la hoja que falta, pero son demasiado tenues y no se ve más que parte de lo que dice. Vosotros tenéis aquí el equipamiento técnico necesario para averiguarlo, ¿verdad?

—Sí, bueno, claro que lo tenemos.

Robert respondió algo reticente sin dejar de estudiar el folio a la luz.

—Pero, como tú bien dices, existen reglas, muy estrictas, sobre cómo y en qué orden tramitar la solicitud. Tenemos una larga cola de documentos así.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero yo pensaba que esto debe de ser muy fácil y rápido de mirar y que si te lo pedía como un favor, que mirases así, rapidito, por ver si puede sacarse algo en claro, pues…

Robert frunció el entrecejo mientras reflexionaba sobre las palabras de Patrik. Después, esbozó una de esas sonrisas suyas de niño travieso y se levantó.

—En fin, no hay que ser tan burocrático. Y es verdad que no me llevará más que unos minutos. Ven conmigo.

Echó a andar por el estrecho pasillo y entró en una sala que había enfrente de su despacho. Era una habitación amplia y luminosa, llena de todo tipo de aparatos muy raros. Todo estaba reluciente y presentaba un aspecto de limpieza clínica que le otorgaban las blanquísimas paredes y el cromado de las mesas de estudio y los armarios. El aparato que necesitaba utilizar Robert estaba al fondo de la sala. Con sumo cuidado, sacó el papel de la funda de plástico y lo colocó sobre una bandeja. Pulsó el botón de «ON», que estaba en un lateral del aparato y se encendió una luz azulada. Las palabras aparecieron enseguida sobre el papel, con toda la claridad deseable.

—¿Lo ves? ¿Es lo que esperabas encontrar?

Patrik ojeó rápidamente el texto.

—Exacto. Esto era exactamente lo que esperaba. ¿Te importa dejarlo ahí un momento, mientras lo copio?

Robert sonrió.

—Puedo hacer algo mucho mejor. Con este equipo, puedo hasta sacar una fotografía del texto. Te haré una.

Patrik sonrió satisfecho.

—¡Fantástico! Sería perfecto, gracias.

Media hora más tarde salía de allí con una fotocopia del folio que faltaba en el bloc de Anders. Le prometió a Robert que lo llamaría más a menudo y esperaba poder mantener su palabra. Aunque, por desgracia, se conocía demasiado bien.

Se pasó el trayecto de regreso a casa reflexionando. Le encantaba conducir en la oscuridad. La paz con que lo envolvía la aterciopelada negrura de la noche, tan sólo interrumpida por las luces de algún que otro vehículo con el que se cruzaba, le permitía pensar con más claridad. Pieza a pieza, fue recomponiendo lo que él ya sospechaba y que ahora veía confirmado sobre el papel y, cuando ya entraba en el carril de acceso a su casa de Tanumshede, estaba bastante seguro de haber resuelto al menos uno de los dos misterios que tanto lo torturaban.

Se le hacía raro irse a la cama sin Erica. Qué curioso, con qué rapidez se acostumbra uno a las cosas, sobre todo si son agradables, y se encontró con que le costaba conciliar el sueño estando solo. Le sorprendió lo decepcionado que se había sentido cuando, mientras iba de camino a casa, Erica lo llamó al móvil para decirle que su hermana había venido inesperadamente y que era mejor que se quedase en su casa aquella noche. Le habría gustado indagar más sobre la visita, pero por el tono de Erica entendió que no podía hablar, de modo que se contentó con despedirse diciendo que ya se llamarían al día siguiente y que la echaba de menos.

Y ahora estaba en vela, no sólo por el recuerdo de Erica sino también porque no podía evitar pensar en lo que tendría que hacer al día siguiente, de modo que fue una noche muy larga para él.

C
on los niños ya dormidos, tuvieron por fin tiempo para hablar. Erica había dispuesto algo de comida preparada que tenía en el congelador, pues parecía que Anna necesitaba echarle algo al estómago. Además, ella misma se había olvidado de comer y también su estómago empezaba ya a protestar.

Anna no hacía más que remover la comida con el tenedor mientras Erica empezaba a experimentar la conocida sensación de preocupación por su hermana pequeña que solía alojársele en el cuerpo. Exactamente igual que cuando eran pequeñas, sentía deseos de tomar a Anna en su regazo, mecerla y tranquilizarla asegurándole que todo iría bien, besarle la zona magullada y hacer desaparecer el dolor. Sin embargo, ahora eran adultas y los problemas de Anna superaban con mucho el dolor de una rodilla lastimada. Erica se sentía impotente ante aquello. Por primera vez en su vida, veía a su hermana como a una extraña y a sí misma torpe e insegura a la hora de hablar con ella. De ahí que guardase silencio, a la espera de que Anna le mostrase el camino. Cosa que no hizo hasta después de pasado un buen rato.

—No sé qué hacer, Erica. ¿Qué va a ser de mí y de los niños? ¿Adónde vamos a ir? ¿De qué voy a vivir? Llevo tantos años de ama de casa, que no sé hacer nada.

Erica vio la tensión en los nudillos de Anna, que se aferraba a la mesa como en un intento de controlar físicamente la situación.

—Shhh…, no pienses en eso ahora. Todo se arreglará. Tómatelo con calma, puedes quedarte aquí con los niños el tiempo que quieras. La casa también es tuya, ¿no?

Se permitió esbozar media sonrisa y vio con satisfacción que Anna le correspondía. Su hermana se secó la nariz con el reverso de la mano y, pensativa, se puso a toquetear el mantel.

—Lo que, simplemente, no puedo perdonarme es haberlo dejado ir tan lejos. Le hizo daño a Emma, ¿cómo fui capaz de permitirlo?

De nuevo empezó a moquearle la nariz y, en esta ocasión, se limpió con el pañuelo en lugar de con la mano.

—¿Por qué permití que le hiciese daño a Emma? ¿No sabría yo en el fondo que llegaría a ocurrir y decidí cerrar los ojos a esa realidad sólo porque era más cómodo para mí?

—Anna, si hay algo de lo que estoy totalmente segura es de que tú jamás permitirías conscientemente que les hiciesen daño a los niños.

Erica se inclinó sobre la mesa y le tomó la mano a Anna. Una mano de una delgadez alarmante. Los huesos parecían los de un pajarillo y daban la sensación de ir a quebrarse si presionaba demasiado fuerte.

—Lo que no puedo comprender de mí misma es que, pese a haber hecho lo que hizo, una parte de mí aún lo siga queriendo. Llevo tanto tiempo amando a Lucas que ese amor se ha convertido en una parte de mí, en una parte de lo que soy, y por más que lo intento, no consigo deshacerme de ella. Quisiera poder amputármela con un cuchillo, físicamente. Me siento sucia y despreciable.

Se pasó la mano temblorosa por el pecho, como para mostrar dónde le dolía.

—Eso es normal, Anna. No tienes por qué avergonzarte. Lo único que tienes que hacer es concentrarte en ponerte bien.

Hizo aquí una pausa, antes de añadir:

—Pero algo que sí tienes que hacer es denunciar a Lucas.

—No, Erica, no puedo.

Las lágrimas empezaron a rodar copiosamente por sus mejillas y unas gotas se le quedaron suspendidas en la barbilla, antes de caer mojando el mantel.

—Sí, Anna, tienes que hacerlo. No puedes permitir que quede impune. No me digas que puedes seguir viviendo tranquila sabiendo que has permitido que casi le rompa el brazo a tu hija sin hacer lo posible por que se enfrente a las consecuencias.

—No…, sí…, no sé, Erica. Ahora no puedo pensar, es como si tuviese la cabeza llena de algodón. No tengo fuerzas para pensar en eso ahora. Quizá más adelante.

—No, Anna. Más adelante no. Ahora. Luego será demasiado tarde. Tienes que hacerlo ahora. Yo te acompañaré mañana a la comisaría, pero tienes que hacerlo, no sólo por los niños, sino por ti misma.

—Ya, es sólo que no estoy segura de tener fuerzas para ello.

—Yo sé que sí. A diferencia de lo que nos pasó a ti y a mí, Emma y Adrian tienen una madre que los quiere y que está dispuesta a hacer cualquier cosa por ellos.

Erica no pudo evitar que la amargura se filtrase por sus palabras.

Anna lanzó un suspiro.

—Tienes que superar eso, Erica. Yo ya acepté hace mucho tiempo que en realidad sólo teníamos a papá. Y también he dejado de cavilar en por qué fue así. ¿Qué sé yo? Tal vez mamá no quisiera tener hijos. O puede que nosotras no fuésemos como ella quería. Jamás lo sabremos y de nada sirve seguir dándole vueltas. Aunque claro, yo fui la más afortunada, porque te tenía a ti. Puede que nunca te lo haya dicho, pero sé lo que hiciste por mí y lo que significaste cuando éramos niñas. Tú no tenías a nadie que se ocupase de ti en lugar de mamá, pero no te amargues con eso, prométeme que no lo harás. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te retiras en cuanto encuentras a alguien con quien podrías llegar a algo serio? Te retiras antes de arriesgarte a quedar herida de verdad. Tienes que aprender a dejar atrás el pasado, Erica. Ahora parece que tienes algo serio y bueno entre manos y no puedes dejarlo pasar también esta vez. ¡Yo también quiero ser tía algún día!

Ambas rieron entre lágrimas ante el comentario y ahora le tocó a Erica sonarse con el pañuelo. El aire se hizo tan denso como la concentración de sentimientos, pero al mismo tiempo fue como una limpieza general del alma. Había tantas cosas que nunca se habían dicho, tanto polvo en los rincones…, y las dos tenían las sensación de que había llegado el momento de sacar el cepillo.

Estuvieron hablando toda la noche hasta que la oscuridad del invierno empezó a ceder ante la neblinosa alborada gris. Los niños durmieron más de lo habitual y cuando por fin Adrian dio señales de estar despierto gritando a pleno pulmón, Erica se ofreció a hacerse cargo de los niños por la mañana para que Anna pudiese dormir un par de horas.

Se sentía tan en paz consigo misma como no recordaba haberse sentido nunca. Desde luego que aún estaba apesadumbrada por lo que le había sucedido a Emma, pero Anna y ella habían aclarado muchas cosas durante la noche, cosas que debían haberse dicho hacía muchos años. Algunas verdades resultaron desagradables, pero necesarias, y le sorprendió comprobar hasta qué punto su hermana menor la conocía bien. Erica tuvo que admitir para sí misma que había subestimado a Anna; incluso, en alguna ocasión, la había menospreciado, al verla como una niña grande e irresponsable. Pero su hermana era mucho más que eso y se alegró de, por fin, ser capaz de ver a la verdadera Anna.

También hablaron bastante sobre Patrik y, con Adrian en brazos, Erica marcó el número de su casa. Pero nadie respondía, de modo que lo intentó en el móvil. Llamar por teléfono resultó ser un reto mucho mayor de lo que ella había imaginado, pues Adrian estaba entusiasmado con el fantástico juguete que ella tenía en la mano e intentaba por todos los medios hacerlo suyo. Cuando Patrik, al primer tono, respondió a la llamada, todo el cansancio de la noche desapareció como por encanto.

—¡Hola cariño!

—Mmmm, me gusta que me llames «cariño».

—¿Qué tal va todo?

—Bueno, verás, tenemos una pequeña crisis familiar. Ya te contaré cuando nos veamos. Han pasado muchas cosas y Anna y yo nos hemos pasado la noche hablando. Yo estoy con los niños para que Anna pueda dormir un par de horas.

El joven la oyó ahogar un bostezo.

—Pareces cansada.

—Estoy
cansada. Hasta la médula. Pero Anna necesita el sueño más que yo, así que tendré que mantenerme despierta un poco más. Los niños son demasiado pequeños para estar solos.

Adrian parloteó confirmando sus palabras.

Patrik se decidió en un segundo.

—Bueno, hay otro modo de resolverlo.

—¿Ah sí? ¿Cuál? ¿Quieres que los deje un par de horas atados a la barandilla de la escalera?

Erica soltó una carcajada.

—No, pero yo puedo ir a cuidar de ellos.

Erica resopló incrédula.

—¿Tú? ¿Tú vas a cuidar de los niños?

Patrik fingió el tono más dolido de que fue capaz.

—¿Estás insinuando que me falta hombría para ese cometido? Si yo solito, he sido capaz de reducir a dos ladrones, creo que me las arreglaré muy bien con dos personas de tan escasa estatura, ¿no? ¿O acaso no tienes la menor confianza en mí?

Hizo aquí una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras y oyó que Erica lanzaba un teatral suspiro al otro lado del hilo telefónico.

—Bueno, puede que lo consigas. Pero te lo advierto, son unos cachorros salvajes. ¿Estás seguro de que aguantarás su ritmo? Quiero decir, teniendo en cuenta tu edad…

—Lo intentaré. Por si acaso, me llevaré las pastillas para el corazón.

—Bien, en ese caso, acepto tu oferta. ¿Cuándo llegarás?

—Pues ya. Iba de camino a Fjällbacka para otro asunto y acabo de pasar la pista de minigolf. Así que nos vemos en cinco minutos.

Cuando Patrik salió del coche, Erica estaba esperándolo en la puerta. Llevaba en brazos a un niño pequeño de mejillas regordetas que agitaba los brazos sin cesar. Detrás, sin apenas dejarse ver, había una niña que se chupaba el pulgar y que tenía una mano escayolada y en cabestrillo. Seguía sin saber lo que había causado la repentina visita de la hermana de Erica, pero, por lo que ella le había contado de su cuñado y a la vista del brazo escayolado de la pequeña, empezó a concebir las peores sospechas. No preguntó, pues supuso que Erica le contaría lo sucedido en el momento apropiado.

Saludó a los tres, uno tras otro: a Erica con un beso en los labios, a Adrian con una palmadita en la mejilla y después se puso en cuclillas para saludar a Emma, que estaba muy seria. Le tomó la mano sana mientras le decía:

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