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Authors: Irving Wallace

La Palabra (64 page)

BOOK: La Palabra
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—¿Cómo fue esto posible?

—La madre del padre Tolto murió durante el parto. Él fue traído a nosotros como infante a las cuatro horas de nacido. Llegó a la edad viril, a la vejez, sin salir nunca de aquí, sin nunca haber puesto los ojos sobre una mujer. Un ejemplo más. —La sonrisa serrada del monje reapareció—. Un ginecólogo griego, esclavizado por sus pacientes hembras, quería estar seguro de escapar de ellas para descansar y estar en paz. Vino a Atos a pasar unas vacaciones. Aquí, él lo sabía, ninguna de sus pacientes podría alcanzarlo o molestarlo. Es verdad. No tenemos tentaciones de Eva. Sólo los hermanos y Dios. Espero que disfrute de nuestro humilde alimento.

No bien se había retirado el padre Spanos cuando apareció un tímido acólito que vestía una sotana y que empezó a servir el almuerzo a Randall. La comida era sencilla: avena grumosa, trozos de pescado blanco, queso de oveja importado, médula vegetal, pan negro, café turco y una naranja. Ángela, al igual que su guía, Vlahos, lo habían preparado para el pulpo cocido, pero ahora se alegraba de que le hubieran dado algo diferente. Y una jarra de vino tinto fuerte le había dado más sabor a lo que había comido.

Sin embargo, Randall no pensaba en la comida, sino en lo que había sucedido en París dos días antes.

Ángela Monti había traicionado su fe. Le había mentido. Le había hablado de su visita al Monte Atos, el único lugar sobre la Tierra en el que ella no pudo haber estado.

A través de su larga jornada, Randall se había sentido iracundo hacia ella. Había amado a esa muchacha italiana y había creído en ella. La semana pasada había pensado que era una traidora y una mentirosa, pero ella había demostrado, a entera satisfacción, que no era ninguna de las dos cosas. Y luego él la había amado y había confiado en ella aún más. Ahora… esta última, indefendible mentira.

En sus peores momentos, durante el viaje de Francia a Grecia, en sus furiosos diálogos mentales con ella, la había embestido salvajemente, diciéndole que era una puta traicionera y sin escrúpulos. Randall odiaba calificar a una mujer en esos términos, pero ésa era la manifestación de su ira, su creciente decepción de la muchacha que él había creído digna de su recién descubierta fe y su creencia en los demás.

Al final del viaje (irónicamente, en una tierra que no admitía mujeres), esta mujer todavía dominaba sus pensamientos. Si ella nunca había estado aquí, él la había traído, y poco a poco, recordándola, su enojo había disminuido. Trató de inventar excusas para su mentira, porque todavía la amaba, pero no pudo encontrar ni una sola.

Decidió exorcizarla de su mente.

Repasó los eventos de los últimos tres días que lo habían traído a esta aislada y extraña península de un solo sexo.

Al finalizar la tarde del viernes anterior, en París, después de la mentira de Ángela (¡maldita sea, expúlsala, exorcízala, libérate, concéntrate!), Randall había decidido impulsivamente someter el anacronismo que Bogardus había descubierto en el papiro de Santiago al juicio final del principal experto en arameo de todo el mundo.

Luego, estando todavía en París, había dedicado el sábado por la mañana a las formalidades de conseguir una invitación y después un permiso para visitar el Monte Atos. Sin el prestigio y el poder político del profesor Aubert, le hubiera llevado semanas. Con Aubert telefoneando de larga distancia, había tomado sólo unas cuantas horas. La Sección Eclesiástica del Ministerio Griego de Relaciones Exteriores le había concedido a Randall su
diamonitirion
, un pasaporte especial a la república independiente de Atos, prometiéndole que recibiría el documento a su llegada a Salónica. Aubert se había comunicado con un colega de la Universidad de Salónica, quien a su vez se había puesto en contacto con el abad Petropoulos en Karyaí, la capital del Monte Atos, para solicitarle una cita. El abad había estado de acuerdo en recibir a Randall en el monasterio de Simopetra. Después de eso, los complejos preparativos para el viaje se habían realizado apresuradamente.

Una vez que su itinerario se hubo definido, Randall había hecho dos llamadas telefónicas a Amsterdam. Había telefoneado al «Hotel Victoria» para dejarle un recado a Ángela diciendo que estaría fuera durante cinco o seis días en una misión especial. En seguida, había tratado de comunicarse con George L. Wheeler, al «Hotel Krasnapolsky», pero se había enterado de que el editor aún se hallaba ocupado con Hennig en Maguncia, y Randall sólo había dejado un recado informándole que salía de viaje para entrevistarse con el abad Petropoulos acerca del error señalado por Bogardus, y que regresaría dentro de unos cuantos días para preparar la campaña publicitaria para el día del anuncio.

Ayer, sábado, había tomado un jet de la Olympic Airways en el Aeropuerto de Orly, en París, con rumbo a Salónica, en Grecia. El vuelo había durado menos de cuatro horas. Viajando en automóvil a través de las anchas avenidas de Salónica, entre casas greco-moriscas e innumerables iglesias bizantinas, había recogido su pasaporte para Atos en el consulado norteamericano, verificado la reservación para la última etapa de su viaje, y pasado una noche intranquila en el «Hotel Mediterráneo».

Esta mañana muy temprano había abordado un sucio y grasiento buque costero que iba de Salónica a Dafne, el puerto oficial de Monte Atos, a 130 kilómetros de distancia. Allí, en la delegación de Policía, con su techo rojo, un oficial, que vestía un gorro de terciopelo con una doble águila bizantina, una falda blanca y borlas en los zapatos, había sellado su pasaporte. Luego, en el cobertizo de la aduana, unos monjes de cabellos largos habían inspeccionado su petaquilla y su portafolio, y un monje obstinado le había, en efecto, tocado y sentido el pecho, diciendo:

—Para asegurarnos de que usted no es una mujer disfrazada de hombre.

Después de que en la aduana le habían aprobado la petaquilla y el sexo, Randall fue recibido por su guía, a quien se había notificado anticipadamente de su llegada. El joven griego, Vlahos, que era guía y arriero, vestía sencillamente salvo por unos zapatos hechos con tiras de neumático para automóvil, que usaba para escalar los montes con mayor facilidad. Vlahos ya había alquilado un
engaze
, una lancha privada que los transportaría la corta distancia por mar hasta la orilla de Simopetra. La lancha privada resultó ser un liviano bote de muy dudosa seguridad marítima; sin embargo, con el propietario ligeramente ebrio al timón y Vlahos y él protegidos del sol por una sucia lona, la bamboleante nave de un solo motor, que se movía con repetidos ruidos explosivos, los había llevado a salvo hasta el cobertizo acuñado entre los pedrejones que yacían al pie del monasterio que reposaba en lo alto de la cima sobre el mar.

Ahí, Vlahos había regateado para alquilar dos mulas, y una vez montados, habían comenzado a ascender por la peligrosa vereda que serpenteaba alrededor del escarpado acantilado hacia la cima que parecía un nido de águilas. Después de veinte minutos, descansaron en un templo que contenía un icono que mostraba a la Virgen junto a San Joaquín y Santa Ana. Mientras bebían agua de sus cantimploras, Vlahos había explicado que Simopetra significaba Roca de Plata y que el monasterio había sido fundado en 1363 por un ermitaño que había tenido una visión.

Y ahora, la única visión de Randall era la de huir de aquel sendero peligroso, de la mula que lo traqueteaba y del enervante sol, para encontrar la seguridad que le proporcionaría el paraíso que estaba al final de la vereda. Después de quince exhaustivos minutos, habían llegado a la cima y, más allá de los sembradíos de col, se erguía el muro vertical del monasterio, con sus balcones de podridos pisos entablados. De una de las puertas del edificio, el monje recepcionista salió apresuradamente a darle la bienvenida.

«¡Toda esta pesadilla exótica —pensó Randall— sólo para averiguar cómo Jesús, según Santiago, había logrado cruzar el lecho supuestamente seco de un lago romano que no sería desaguado sino tres años después de haberlo cruzado!»

Esta pesquisa era una locura quijotesca. Se preguntaba por qué razón la había emprendido. Aunque lo sabía. Quería conservar viva su recién nacida y apenas animada fe.

—Señor Randall…

Se volvió sobre el banco para encontrar al padre Spanos parado junto a él.

—…usted gusta, el abad Mitros Petropoulos lo verá ahora. Es costumbre llamarle padre.

De buena gana, Randall le entregó su petaquilla al monje, reteniendo el portafolio y siguiendo al monje a la oficina del abad.

El cuarto al que había entrado era sorprendentemente espacioso y estaba brillantemente iluminado. Los muros estaban cubiertos con unos vivos frescos religiosos. Abundaban iconos con representaciones del arcángel Gabriel, de Cristo, de la Virgen entronizada. Una impresionada araña de peltre colgaba del techo, y numerosas lámparas latonadas de aceite bañaban la oficina con un amarillo vivificante. Junto a una mesa redonda, donde había unas velas encendidas y varios gruesos tomos medievales esparcidos, estaba parado un patriarca que seguramente tenía más de setenta años.

Vestía un gorro negro parecido a un fez, una pesada túnica negra, que tenía cosida una pequeña calavera con dos huesos cruzados, y calzaba unos rústicos zapatos de campesino. Era un pequeño y frágil griego, con parches de piel oscura y delgada como pergamino que asomaban entre su largo cabello, y con bigote y barba, canosos y espesos. Unas extrañas gafas cuadradas sin arillos descansaban, caídas, sobre su delgada nariz.

El padre Spanos lo presentó al patriarca y se retiró.

Éste era el abad Mitros Petropoulos.

—Bienvenido a Simopetra, señor Randall. Espero que su viaje no haya sido demasiado cansado.

Su tono de voz era gentil y confortante.

—Es un honor ser recibido aquí, padre.

—¿Prefiere usted que conduzcamos nuestra conversación en francés o en italiano, o le satisface mi inglés?

Randall sonrió.

—En inglés, definitivamente… aunque ojalá supiera yo arameo.

—Ah, arameo; realmente no es tan formidable como usted se lo pueda imaginar. Claro que ya me resulta difícil juzgar. He dedicado toda mi vida a estudiarlo. Por favor, siéntese. —El abad se había sentado en una silla con respaldo de barrotes junto a la mesa redonda, y Randall rápidamente se sentó junto a él—. Supongo —continuó diciendo el abad— que preferirá pasar la noche aquí antes de regresar a Salónica.

—Si usted me lo permite.

—Nos complace recibir visitas, aunque sea esporádicamente. Como es natural, encontrará algunas incomodidades en nuestras instalaciones. Por un lado, debo de prevenirlo, las bañeras son desconocidas en nuestro monasterio. Nos gusta decir: «Aquel que ha sido bañado en Cristo, no necesita bañarse otra vez.» Pero encontrará su colchón fumigado; sin chinches u otros insectos.

—Padre Petropoulos —aseveró Randall—, mi único interés es el arameo.

—Sí, claro. El lenguaje de Nuestro Señor. Un idioma humilde, sin belleza propia; sin embargo, parte de la más grandiosa sabiduría de la Tierra se expresó en ese lenguaje. Sí, el arameo. Un idioma semítico. La palabra se deriva de Aram, el nombre de las tierras montañosas de Siria y Mesopotamia, donde era hablado por los pueblos arameos; nómadas que comenzaron a establecerse en el norte de Palestina, incluyendo a Galilea, después del siglo v antes de Jesucristo. Era la lengua común entre los pobres de Galilea cuando Cristo convivió con ellos. El hebreo lo hablaban sólo los educados. En tiempos de Cristo, el hebreo lo utilizaban los sacerdotes, los eruditos y los jueces, mientras que el arameo lo hablaban las masas y aquellos que se dedicaban al comercio y los negocios. No obstante, el hebreo y el arameo están íntimamente relacionados. Podría decirse que son primos.

—¿En qué sentido se diferencian?

—No es fácil de explicar —dijo el abad Petropoulus, frotándose la barba—. ¿Cómo podría expresarlo? El hebreo y el arameo tienen el mismo alfabeto de veintidós caracteres o signos, pero todos son consonantes. Ninguno de los dos idiomas contiene más sonidos fonéticos de lo que permite su alfabeto. Así que cuando los idiomas hablados se escriben, los sonidos faltantes, o vocales, se indican con caracteres junto a las consonantes más cercanas. Una persona que escriba en hebreo y otra que escriba en arameo escribirían las mismas consonantes para la misma palabra… pero cada uno añadiría signos un poco diferentes para las vocales. Por ejemplo, al escribir
Mi Señor
o
Mi Dios
en hebreo, quedaría como
Eli
, mientras que en arameo quedaría como
Elia
. ¿Me explico?

—Pu…es —dijo Randall—, creo que entiendo algo.

—No tiene mayor importancia —dijo el abad—. Lo que le interesa a usted, supongo, es el arameo antiguo.

—Exactamente.

—Bueno, procedamos. Debo decirle, señor Randall, que salvo por la escasa información que me dieron desde Salónica, sé que usted desea que yo examine un papiro del siglo i donde aparece una escritura en arameo, y no sé nada más acerca de los motivos de su visita.

—Padre, ¿ha oído algo acerca de Resurrección Dos?

—¿Resurrección Dos?

—Es el nombre en clave de un proyecto para la edición de Biblias, cuya labor se está llevando a cabo en Amsterdam. Un grupo de editores se han asociado para ofrecer al mundo una nueva versión del Nuevo Testamento, basada en un trascendental descubrimiento arqueológico realizado en las afueras de Roma hace seis años…

—Ah, sí —interrumpió el abad Petropoulos—. Ahora lo recuerdo. El estudioso bíblico de la Gran Bretaña… Jeffries, el doctor Jeffries… me extendió una invitación para colaborar en la traducción del hallazgo arameo. No fue muy explícito, pero lo poco que me dijo en su carta me pareció intrigante. Si no hubiera estado yo tan enfermo en aquel entonces, quizá habría aceptado. Pero me fue imposible. ¿Puede decirme, señor Randall, de qué se trata? Lo guardaré en secreto.

Sin titubear, durante los siguientes cinco minutos Randall le reveló los puntos más importantes contenidos en el Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago.

Cuando hubo terminado, los ojos del abad brillaban.

—¿Es posible? —murmuró—. ¿Puede existir un milagro como éste?

—Puede serlo, y lo es —dijo Randall calmadamente—, dependiendo del veredicto de usted acerca de un fragmento confuso en uno de los papiros encontrados en la excavación.

—Esto es obra del Señor —dijo el abad—. Yo soy Su siervo.

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