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Authors: Irving Wallace

La Palabra (67 page)

BOOK: La Palabra
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—¡Petropoulos! Me había olvidado de él. ¿Cuándo llega a la ciudad?

—Mañana por la mañana.

—Pues, maldita sea, tendrá usted que aplazar su visita. Envíele un telegrama. Dígale que su examen tiene que posponerse. Dígale que estaremos en contacto con él en Helsinki.

El corazón de Randall se hundió.

—George, yo no puedo hacer semejante cosa. Petropoulos ya está en camino de Amsterdam.

—¡Maldita sea, Steven, tiene que hacerlo! No tenemos nada que mostrarle. Y dejemos ya de perder el tiempo. Tengo que notificar a Heldering y a su personal… y a Deichhardt y a los otros. Nuestra labor principal es averiguar dónde está ese papiro y recuperarlo.

—La Policía de Amsterdam —dijo Groat—. Debemos llamar a la Policía.

Wheeler se giró para mirarlo.

—¿Está usted loco? Si permitimos que toda esa maldita fuerza policíaca de la ciudad se entere de esto, estaremos perdidos. Sería el fin de nuestra seguridad. De Vroome se enteraría de todo, y nos sacaría la delantera. No, eso no lo podemos hacer. Nosotros tenemos nuestra propia fuerza policíaca, así que voy a poner a Heldering sobre el asunto. Todo el mundo dentro de Resurrección Dos (y esto tendrá que ser una labor interna) será interrogado severamente. Cada oficina y cada escritorio serán completamente registrados. Aun las habitaciones donde vive nuestro personal, todas serán escudriñadas, hasta que recuperemos ese papiro faltante. Groat, usted quédese aquí en la bóveda, y no se aleje. El guardia de seguridad también. Yo, yo voy a subir directamente a hacer sonar la alarma. Y usted… usted, Steven, notifíquele a Petropoulos que no lo podemos recibir, cuando menos no por ahora.

Diez minutos después, cuando Randall regresó a su oficina, todavía profundamente preocupado, había encontrado un sobre apoyado contra el calendario de su escritorio.

Era un cablegrama enviado desde Atenas.

Estaba firmado por el abad Mitros Petropoulos.

El abad se hallaba, en verdad, camino de Amsterdam, y con ansiosos deseos de examinar el fragmento. Llegaría mañana por la mañana, a las 10,50.

Randall gruñó para sus adentros. El experto entre los expertos, el restaurador de la fe, ya estaba en camino. Ya no podría detenerlo. Y ya no estaba el error hallado por Bogardus para mostrárselo. No había nada que mostrarle, nada.

Randall se sintió enfermo. No de frustración… sino de desconfianza.

A la mañana siguiente, habiendo llegado al Aeropuerto Schiphol con media hora de anticipación, Steven Randall se hallaba sentado a la barra de la cafetería, aguardando la llegada del abad Mitros Petropoulos en el vuelo de Air France al cual había transbordado en París.

Sorbiendo su café caliente (la tercera taza de la mañana), Randall contemplaba tristemente el quinteto de alegres lámparas globulares que se elevaba sobre la barra.

Se sentía más deprimido que nunca. No tenía idea de qué le podría decir al abad, salvo la verdad, acerca de la desaparición del Papiro número 9; verdad que los editores no querían que se supiera. A Randall no se le ocurría una sola mentira, así que había decidido decir la verdad y ofrecer infinitas disculpas por haber desviado al anciano sacerdote. Se podía imaginar la consternación de Petropoulos al enterarse del extravío. Y se preguntaba, además, si el abad abrigaría sospechas… las mismas sospechas que a él le carcomían el cerebro desde el día anterior.

Porque la larga búsqueda de ayer no reveló ningún indicio acerca del paradero del papiro extraviado.

Heldering y sus agentes de seguridad habían interrogado a todas las personas que trabajaban para Resurrección Dos en ambos pisos del «Gran Hotel Krasnapolsky». Además, habían hurgado por todos los rincones de cada oficina y sala de conferencias. Habían hecho una lista de todos los miembros del proyecto que no se encontraban en el hotel y los habían ido a buscar, comenzando con el doctor Knight, que estaba trabajando en el «San Luchesio», y terminando con Ángela Monti, que se encontraba en el «Hotel Victoria», después de haber regresado de su tarea de investigación. Incluso habían registrado el apartamento del señor Groat y, según Randall había oído, se habían colado a las habitaciones de Hans Bogardus mientras el ex bibliotecario se encontraba ausente.

El inspector Heldering y sus agentes no habían averiguado nada ni descubierto rastro alguno del Papiro número 9.

Los editores, que habían evitado el pánico y que no estaban dispuestos a rendirse, se habían encerrado en una oficina con Heldering hasta la medianoche. Para todos los involucrados, el misterio se había profundizado. Para Randall, sólo sus sospechas habían aumentado.

La noche anterior se había retirado, solo, a su
suite
del «Hotel Amstel» para cavilar. Había contestado sólo una llamada, la de Ángela, evadiendo sus preguntas acerca de qué era lo que estaba sucediendo y por qué la habían interrogado tan bruscamente. Randall le mintió diciendo que iba a tener una junta con los miembros de su personal en la habitación contigua, y le había prometido que la vería la noche siguiente, o sea esta noche. El encuentro con Ángela sería otro evento que le resultaría miserable, pero sabía que ya no lo podría posponer.

Sí, había cavilado la noche anterior, y todavía estaba cavilando, sentado en la cafetería del Aeropuerto Schiphol. Era demasiada coincidencia… la repentina desaparición de un papiro que estaba en duda… la víspera de la prueba final de autenticidad. Apenas se atrevía a hacer conjeturas acerca de cómo había ocurrido la desaparición. Constantemente tenía que recordarse a sí mismo que la pérdida del papiro era tan dañina para los cinco editores como para su propia fe. Sin ese fragmento, ellos eran vulnerables y él ya no podía tener fe. La desaparición simplemente no podía ser obra interna. Y sin embargo, tampoco podía ser obra externa, de ninguna manera.

Desafiando toda lógica, la sombra de la desconfianza, de la sospecha, permanecía en la mente de Randall.

Una voz se escuchó de nuevo por el altavoz del aeropuerto, pero esta vez llamándolo a él.

—Señor Steven Randall… Se solicita la presencia del señor Steven Randall en la
inlichtingen
… en la mesa de información.

¿Qué podría ser?

Apresuradamente, Randall pagó su cuenta y salió de la cafetería, dirigiéndose a la mesa principal de información en la Sala de Llegadas de Schiphol.

Dio su nombre a una bella jovencita holandesa que estaba detrás del mostrador.

La joven buscó el mensaje y lo entregó a Randall.

Decía: «Señor Steven Randall. Comuníquese inmediatamente con el señor George L. Wheeler al "Gran Hotel Krasnapolsky". Urgentísimo.»

En pocos segundos, Randall se hallaba al teléfono, esperando que la secretaria de Wheeler lo comunicara con el editor norteamericano.

Randall afianzó fuertemente el auricular al oído, sin saber qué esperar, consciente sólo de una cosa: que el vuelo 912 de Air France, procedente de París y en el cual viajaba el abad Petropoulos, aterrizaría dentro de exactamente cuatro minutos.

La voz de Wheeler llegó al auricular… No era una voz ronca, ni rasposa, sino jubilosa como una campana…

—¿Es usted, Steven? Le tengo buenas noticias. Las mejores. ¡Lo encontramos!… ¡Hemos localizado el papiro!

El corazón de Randall estaba agitado.

—¿Lo encontraron?

—¿Creería usted que no fue robado… que no fue sacado de la bóveda? Ahí estuvo todo el tiempo. ¿Qué le parece? Lo recobramos en un acto de desesperación. Ya no sabíamos qué hacer. Hace una hora, yo sugerí que buscáramos en la bóveda una vez más. Pero esta vez quería que todas esas gavetas de metal y vidrio fueran desmanteladas; que las sacaran y las desarmaran. Así que pusimos a trabajar a dos carpinteros, y cuando sacaron la gaveta 9 y la pusieron en el suelo, ¡lo encontramos, encontramos el papiro faltante! Lo que sucedió es que la parte de atrás de la gaveta se había aflojado y zafado, y el papiro, con sus flexibles hojas protectoras de acetato de celulosa, de alguna manera se había deslizado hacia atrás y había caído a través de la apertura que había en la parte posterior de la gaveta, quedando prensado y oculto contra la pared de la bóveda. Lo encontramos ahí colgado, y gracias a Dios que no había pasado nada; estaba intacto. ¿Qué le parece todo esto, Steven?

—Me parece muy bien —jadeó Randall—. Me parece estupendamente bien.

—Así que traiga al abad Petropoulos. El papiro está aquí, esperándolo. Estamos listos para recibirlo.

Randall colgó el auricular y recargó el brazo y la cabeza contra el teléfono, debilitado por el alivio.

Luego oyó la voz que venía del altavoz.

—Air France anuncia la llegada de su vuelo 912, procedente de París.

Se dirigió a la sala de espera donde los pasajeros salían de la aduana.

Estaba listo para recibir al abad, para enfrentarse a la verdad y… una vez más… a la fe.

Era una escena rara, pensó Randall.

Todo el grupo se encontraba dentro de la bóveda, en el sótano del «Hotel Krasnapolsky», habiendo estado allí, prestando atención en silencio, durante cuando menos veinte minutos. Todos estaban concentrados en la única figura que estaba sentada en la cámara, la de Mitros Petropoulos, abad del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.

El abad, con su gorro negro como de turco, enfundado en su túnica negra y con su blanca barba rozando la orilla de la mesa, estaba agachado sobre la hoja de papiro café que había sido sacada de su carpeta de celulosa y que ahora estaba prensada entre dos placas de vidrio. Petropoulos estaba completamente absorto en su examen de los tenues caracteres arameos escritos en estrechas columnas sobre el áspero meollo de papiro. De vez en cuando, casi abstraídamente, buscaba a tientas su gruesa lupa, acercándola a los ojos mientras se agachaba más sobre la mesa. En repetidas ocasiones se refirió a extraños libros de consulta, buscando luego su pluma estilográfica y haciendo anotaciones en una libreta de apuntes que tenía a un lado.

Detrás de él, a una distancia respetuosa, el doctor Deichhardt, George Wheeler, Monsieur Fontaine, Sir Trevor Young y el Signore Gayda observaban tensos y nerviosos. Más allá de los editores, el solemne y ahora calmado señor Groat esperaba.

Randall, rodeado por el doctor Jeffries, el doctor Knight, el profesor Sobrier y monseñor Riccardi, estaba de pie a la entrada de la bóveda, absorto en el suspense de aquel espectáculo de un solo hombre.

Randall pensó fugazmente si todos formarían parte de un velatorio. Miró su reloj. Ahora habían transcurrido veinticinco… tic tac… veintiséis minutos.

De pronto, el abad Petropoulos se movió. Su frágil cuerpo se enderezó, recargándose contra el respaldo de la silla.

—Muy bien —dijo firmemente, agarrándose la barba y volviéndose hacia los editores—, estoy satisfecho.

El silencio se había roto; sin embargo, nadie más habló.

El abad Petropoulos resumió:

—La discrepancia es explicable. Ha habido un pequeño error, un error comprensible, pero, no obstante, un error, en la lectura del arameo original y en su traducción. Una vez que se haga la corrección, nadie podrá dudar del texto. Su autenticidad está más allá de toda duda.

Los tensos y contraídos rostros de los cinco editores, como si fueran uno solo, se relajaron y brillaron aliviados.

Todos rodearon al abad, extendiendo la mano para felicitarlo, saludándolo con agradecimiento y felicitándose a sí mismos.

—¡Maravilloso, maravilloso! —dijo el doctor Deichhardt, alardeando—. Ahora, hablemos del error que usted ha encontrado…

El abad Petropoulos tomó su libreta de apuntes.

—La oración dudosa había sido leída del arameo original por los traductores como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Varios de los rasgos, las enroscaduras, los ganchos de la escritura, casi invisibles, deben haber sido pasados por alto, pero, al detectarlos, ofrecen diferentes palabras y cambian el significado. Correctamente leída e interpretada, la oración aramea en realidad se traduce como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos cercanos al Lago Fucino; que sería desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Como ustedes ven, «a través de los abundantes campos cercanos al» había sido mal interpretado por «a través de los abundantes campos del», y «que sería desaguado» había sido mal interpretado por «que había sido desaguado».

El abad puso la libreta sobre la mesa.

—Así que su misterio está resuelto. Todo está bien. Señores, quisiera añadir que considero el haber visto este papiro de Santiago como uno de los acontecimientos más conmovedores de mi larga vida. Todo el descubrimiento marca un punto muy elevado en la historia espiritual del hombre. Este texto alterará, mejorándolo, el curso de la cristiandad. Agradezco a ustedes la oportunidad que me han brindado para acercarme tanto a la persona de Nuestro Señor.

—¡Gracias, muchas gracias a usted! —exclamó el doctor Deichhardt, quien junto con Wheeler ayudó al abad a ponerse en pie—. Ahora —anunció el editor alemán—, iremos arriba para disfrutar de un almuerzo en celebración del acontecimiento. Usted, padre, debe acompañarnos antes de partir hacia su concilio en Helsinki.

—Será un honor —dijo el abad.

Wheeler había recogido la libreta de apuntes de Petropoulos.

—Yo llegaré un poco tarde. Será mejor que telefonee al señor Hennig en Maguncia. Tendremos que suspender el trabajo de encuadernación. Será necesario corregir las traducciones, componer los caracteres de toda la página e imprimirla nuevamente para cada edición.

—Sí, sí, debe hacerse de inmediato —convino el doctor Deichhardt—. Dígale a Hennig que no podemos retrasarnos. Pagaremos los costos adicionales del taller y el tiempo extra de los operarios.

Mientras comenzaban a salir de la bóveda, Randall y su grupo se hicieron a un lado para abrir camino al abad y a los editores. Al pasar frente a Randall, el abad se detuvo brevemente.

—Ahora podrá usted comprender, señor Randall, aquello que le dije cuando me mostró la fotografía del papiro allá en Simopetra. La fotografía no era tan clara. Por un lado, no tenía dimensión de profundidad y no revelaba ninguna muesca recalcada sobre el papiro. Con mucha frecuencia, para una persona como yo, que ha vivido entre estos documentos antiguos, el original ofrece lo que ninguna reproducción puede mostrar claramente.

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