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Authors: Irving Wallace

La Palabra (62 page)

BOOK: La Palabra
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Wheeler había colgado, y Randall hizo lo mismo.

Sin embargo, cinco minutos más tarde, todavía sentado en el sillón giratorio de su escritorio. Randall no se había podido olvidar del asunto. Trató de definir aquello que lo inquietaba.

Y lo definió.

Había sido el cambio en el tono de voz y en la actitud de George Wheeler acerca del despido de Hans Bogardus. Primero, el editor había querido que echaran inmediatamente a Bogardus del «Krasnapolsky». Después, al enterarse del hallazgo y la amenaza del bibliotecario, Wheeler cambió de parecer repentinamente. ¡Qué extraño!

Pero había otra cosa que le preocupaba más a Randall. La manera tan casual, tan natural con la que Wheeler había echado de lado el anacronismo que Bogardus había encontrado. Wheeler no lo había refutado con hechos nuevos; simplemente no le concedió importancia alguna. Claro que Wheeler no era teólogo ni erudito, así que no podría esperarse que él diera respuestas verdaderas. «Pero más valdría que alguien le encontrara alguna explicación, pronto», pensó Randall.

Se enderezó en su silla. Él mismo era uno de los Guardianes de la Fe, de la nueva Fe. Como publicista, al igual que como ser humano, no podía venderle eso al mundo (o, en verdad, a sí mismo) si todavía existían preguntas que no pudieran ser contestadas.

Aquí, sobre su escritorio, se hallaba una pregunta. La falla descubierta por Bogardus. La credibilidad misma del proyecto podría destruirse si la cuestión no se aclaraba.

Era un pequeño detalle, cierto. Pero…

Un viejo refrán que alguien había dicho (Herbert, ¿había sido George Herbert?, o, tal vez, ¿Benjamín Franklin?) le vino a la mente.
Por falta de un clavo se pierde la herradura; por falta de una herradura se pierde el caballo; por falta de un caballo, el jinete se pierde
.

Pues bien, este jinete no se iba a perder.

A éste, él lo clavaría.

Randall tomó el teléfono y apretó el timbre.

—Ángela, llama a Naomí Dunn. Dile que quiero tomar un avión a París dentro de las próximas dos horas. Pídele que me concierte una cita con el profesor Henri Aubert, en su laboratorio, para esta misma tarde.

—¿Otro viaje? ¿Sucede algo, Steven?

—Sólo una investigación —dijo él—. Un poco más de investigación.

Una vez más, Randall se encontraba en París, en el Centre National de la Recherche Scientifique en la Rue d'Ulm, donde el profesor Aubert tenía su oficina y sus laboratorios.

Ahora, sentados en los extremos opuestos de un sofá estilo Luis XVI, se encontraban frente a frente, mientras Aubert abría la carpeta de archivo que le acababan de entregar.

Antes de examinar el contenido, Aubert se sobó una ceja.

Sus angulosos rasgos reflejaban asombro.

—Aún no comprendo, Monsieur Randall, por qué desea usted que revise por segunda vez los resultados de nuestro análisis de los papiros de Monti. No le puedo informar nada distinto de lo que le informé a usted durante nuestra primera reunión.

—Sólo deseo asegurarme de que no pasó nada por alto.

El profesor Aubert aún no se sentía satisfecho.

—No hay nada que pudiera yo haber pasado por alto, especialmente en el caso de los papiros de Monti.

Observó a Randall y agregó:

—¿Hay algo en particular que lo esté preocupando?

—A decir verdad —admitió Randall—, existe cierta confusión con respecto a la traducción hecha de una hoja llamada Papiro número 9.

Randall buscó con la mano su portafolio, que yacía junto al sofá, lo abrió, y extrajo la fotografía del Papiro número 9, tomada por Oscar Edlund.

—Ésta —dijo, mostrándosela al profesor francés.

—Un espécimen muy hermoso —Aubert se encogió de hombros resignadamente—. Muy bien. Permítame revisar nuestra prueba de los papiros.

Randall devolvió la fotografía a su portafolio, llenó su pipa y comenzó a fumar, mientras observaba al profesor Aubert que hojeaba los informes de sus pruebas. Aubert sacó dos pedazos de papel amarillo y los leyó mentalmente con cuidado.

Después de un intervalo, Aubert miró a Randall.

—Los resúmenes de nuestras pruebas de carbono 14 confirman lo que usted ya sabe. El papiro en cuestión es absolutamente auténtico. Proviene del siglo I y se puede lógicamente fechar en el año 62 A. D., cuando Santiago escribió sobre esta fibra comprimida.

Randall tenía que reasegurarse. Había estado trabajando durante su vuelo a París.

—Profesor —le dijo— algunas autoridades han criticado las pruebas del radiocarbono. G. E. Wright hizo que se comprobara un antiguo pedazo de madera tres veces, y le dieron tres fechas distintas, tan separadas entre sí como 746 a. de J. y 289 a. de J., y después de que el doctor Libby dio a conocer su prueba de los Rollos del Mar Muerto, en 1951, alguien que escribió en la revista
The Scientific American
, un año después, pensó que existían muchos «enigmas, contradicciones y debilidades» acerca de las pruebas de datación por radiocarbono y que tal procedimiento aún estaba lejos de ser «tan perfecto como una máquina eléctrica para lavar platos». ¿Acaso ha tenido en cuenta tal margen de error?

El profesor Aubert rió entre dientes.

—Por supuesto que sí. Y, ciertamente, los críticos que ha mencionado usted tenían razón. Ellos hablaban de un margen de error bastante amplio, allá en la década de los cincuenta. En aquel tiempo, a través de nuestras pruebas, era posible ubicar un objeto dentro de un margen de cincuenta años de su fecha de origen. Gradualmente, con mejoras, bajo condiciones favorables, hemos podido señalar un hallazgo antiguo dentro de un límite de veinticinco años. —Hizo a un lado su carpeta—. Si tiene más aprensiones acerca de la autenticidad del Papiro número 9, puede despojarse de ellas. Tengo los informes sobre mis pruebas, y tengo una larga experiencia en la interpretación de informes semejantes. Con eso basta. De hecho, con la debida modestia, mi palabra debería ser suficiente para tranquilizarlo. Puede usted confiar en mí, Monsieur Randall.

—¿De veras? —dijo Randall. No tenía intenciones de soltarle la pregunta así, pero había demasiado en juego para andar encubriendo la verdad. Y añadió—: ¿Está usted seguro de que puedo confiar en usted completamente?

El profesor Aubert, que había comenzado a ponerse de pie, preparándose para concluir la entrevista, volvió a sentarse. Sus angulosos rasgos se habían vuelto más rígidos.

—Monsieur, ¿qué está usted sugiriendo?

Randall se dio cuenta de que había ido demasiado a fondo para retractarse. Hundió el puñal sin consideración alguna.

—Estoy sugiriendo que usted no ha sido sincero conmigo. Cuando estuvimos juntos la última vez, me mintió acerca de de su vida personal.

El profesor Aubert observó a Randall por un instante, y cuando habló, lo hizo cautelosamente.

—¿De qué habla usted?

—Usted habló mucho de su nueva fe en el futuro. Me dijo que por fin le había dado a su esposa el hijo que ella siempre había deseado. Desde entonces, he sabido de cierta fuente que usted se sometió a una vasectomía; que voluntariamente hizo, hace varios años, arreglos para que lo esterilizaran, a efecto de que no pudiera (y no puede) preñar a una mujer.

Aubert estaba visiblemente sacudido.

—Su fuente, Monsieur… ¿Quién le proporcionó tal información?

—El
dominee
Maertin de Vroome, quien parece haber investigado muy de cerca a varias personas involucradas en nuestro proyecto. Él me dio esta información gratuita acerca de usted.

—Y, ¿le creyó usted? Después de todo, Monsieur, usted vio a Gabrielle, mi mujer. Usted vio por sí mismo que ella está en un avanzado estado de preñez.

La conversación se estaba volviendo más delicada para Randall. Sin embargo, decidió continuar.

—Profesor Aubert, yo no dije que su esposa no pudiera tener un hijo. Dije que, según De Vroome, usted no podía embarazarla, aunque usted me había dicho lo contrario —Randall titubeó, y luego añadió—: Menciono esto sólo porque estábamos hablando acerca de la confianza.

El profesor Aubert asintió con la cabeza, casi para sí mismo, y pareció ablandarse un poco.

—Muy bien. Tiene usted razón. Si ha de confiar en mi palabra, debe creerla sin excepción. Está bien, es verdad. Lo que le dijo su informador es cierto. Tontamente, me sometí a la operación, la vasectomía, hace tiempo. Soy estéril. Soy incapaz de preñar a una mujer. Sin embargo, esto es algo de lo cual uno generalmente no habla, y ciertamente no es algo de lo cual mi palabra o mi integridad debieran juzgarse. Lo que es importante es lo que le dije acerca del efecto que Petronio y Santiago tuvieron sobre mí y de mi retorno a la fe. En ambos sentidos, le dije la verdad. Lo que también es cierto es que yo le había informado a Gabrielle que yo deseaba un hijo tanto como ella, o quizás aún más intensamente. Así que le dije que encontrara la forma de embarazarse.

Randall se sintió avergonzado por haber sacado a relucir todo el asunto, y sintió repulsión por el
dominee
De Vroome, que lo había programado para desconfiar de sus colegas.

—Lo siento, profesor Aubert. Lamento mucho haber dudado de su palabra, aunque fuera por un momento.

El científico francés trató de sonreír, pero no pudo.

—Es comprensible, dadas las circunstancias. Pero ahora, ¿está usted satisfecho?

—Estoy completamente satisfecho —dijo Randall, disponiéndose a partir—. Quería asegurarme de que la escritura del papiro data de tiempos de Cristo, y usted me lo ha aseverado.

El profesor Aubert había vuelto a sentirse alerta y profesional.

—Perdón, Monsieur Randall, pero creo que usted me mal entendió. Yo no le garanticé que la
escritura
del papiro date de tiempos de Cristo, sino sólo que el papiro en sí data de aquella época. Nuestro proceso de datación por medio del radiocarbono puede autenticar el papiro, pero no lo que aparece en él. Nuestras pruebas muestran que el material empleado para el Evangelio según Santiago (incluyendo en este caso el material empleado en el Papiro número 9) es lo que representa ser. En cuanto al mensaje escrito en el papiro…, estando seguro de que también es auténtico, no obstante, ése no es mi campo y no está dentro de mis terrenos científicos.

Esa diferencia, que nunca se le había ocurrido a Randall, ahora lo hacía dudar de nuevo.

—Bueno, ¿a quién le corresponde ese campo entonces? ¿Quién autentica la escritura?

—Este proceso requiere de un cierto número de especialistas. Habría otros dos científicos involucrados. Uno de ellos examinaría el papiro ante una lámpara ultravioleta para detectar si existe cualquier indicio de alguna escritura anterior, para averiguar si es que alguien consiguió un pedazo de antiguo papiro borrado. El otro científico, un químico, haría un análisis químico de los pigmentos de la tinta en sí. Por ejemplo, para sus escritos, Santiago el Justo empleó como pluma una caña, cortada en diagonal para sacarle punta, y la sumergió en tinta hecha de
noir de fumée
(negro de humo), mezclada con una antigua clase de cola. Esa tinta puede analizarse para indicar si pertenece a la época del año 62 A. D.

—Pero, ¿quién hace las pruebas de lo que está escrito, de la escritura en sí?

—Sabios, teólogos y críticos textuales experimentados. Los críticos textuales comparan el fragmento en arameo con otros escritos. Los sabios o eruditos se encargan de ver que el texto esté escrito en el anverso del papiro y no en el reverso. Pero el criterio más importante se relaciona con la calidad y el estilo (o uso) del lenguaje para autenticar el arameo. —El profesor Aubert esbozó una sonrisa—. Pero todo esto se hizo, todo, para autenticar el Evangelio según Santiago. Se utilizaron grupos de expertos para verificar la escritura. No veo justificación para que usted dude de ellos.

—Tiene usted razón, naturalmente —dijo Randall—. Sin embargo, digamos que yo soy irrazonable y obstinado. Supongamos que todavía guardo la más mínima duda. ¿Cómo podría descartarla?

—Es muy sencillo. Consultando al principal experto en arameo que hay en todo el mundo. Es lo más que puede usted hacer.

—¿Quién es ese experto?

—Existe un erudito en arameo que sobresale de entre todos los demás —dijo el profesor Aubert—. Existen muchos que son brillantes, por supuesto, como el doctor Bernard Jeffries, de Resurrección Dos, o el reverendo Maertin de Vroome, de la facción de la oposición. Pero hay otro que está muy por encima de ellos. El abad Mitros Petropoulos del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.

—El abad Petropoulos —dijo Randall, arrugando la frente—. No me suena su nombre. Ni el del Monte Atos. ¿Dónde queda eso?

—Es uno de los pocos lugares verdaderamente arcaicos que quedan sobre la Tierra —dijo el profesor Aubert saboreándolo—. Atos es una comunidad monástica que está en una remota península de Grecia, aproximadamente 240 kilómetros al norte de Atenas, frente al Mar Egeo. Es un pequeño territorio con gobierno autónomo y veinte monasterios ortodoxos griegos regidos por un Santo Sínodo que está integrado por un monje representante de cada monasterio. Fue establecido hace más de mil años, probablemente en el siglo IX, por Pedro el Atonita, y fue el único centro cristiano que sobrevivió al imperio islamita u otomano. A principios de este siglo existían, creo yo, cerca de ocho mil monjes en las cimas de Atos. Hoy en día habrá quizá tres mil.

Todo esto era nuevo para Randall, y se le antojaba fantástico.

—Y esos monjes…, ¿qué hacen allí?

—¿Qué hacen los monjes en todas partes? Oran. Buscan el éxtasis, la unidad con Dios. Buscan la revelación divina. En realidad, en el Monte Atos existen dos sectas. Una secta es cenobítica, ortodoxa, austera, rígida, donde los monjes se apegan a los votos de pobreza, castidad y obediencia. La otra secta es idiorrítmica, más relajada, más democrática, que permite el dinero, las posesiones personales y las comodidades. Naturalmente, el abad Petropoulos es un monje cenobita. Sin embargo, su gran reputación como especialista en arameo lo ha hecho más mundano. Estudia tanto como reza, mientras que otros monjes también enseñan, pintan, o cultivan los jardines cuando no se encuentran entregados a sus devociones.

—¿Conoce usted al abad? —preguntó Randall.

—No, personalmente no. Pero una vez hablé con él por teléfono (es incongruente, pero algunos monasterios tienen teléfono), y también he cruzado correspondencia con él. Verá usted, el Monte Atos es una bodega de manuscritos antiguos (existen por lo menos diez mil en sus bibliotecas) y, en repetidas ocasiones, cuando han reaparecido pergaminos medievales olvidados, el abad Petropoulos me los ha enviado para que los analice. Me consta, por lo que me han dicho, que es la primera y última autoridad en el arameo del siglo I.

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