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Authors: Irving Wallace

La Palabra (29 page)

BOOK: La Palabra
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Steven Randall suspendió la mecanografía, revisó las cuatro hojas que había escrito y examinó su bloc de notas. Lo que había garabateado le recordó cuánto le había inspirado las reuniones con aquellos expertos y especialistas del primer piso, de los cuales la mayoría era gente de propósitos y determinación. A diferencia de sí mismo, cada uno de ellos parecía sentir amor hacia su trabajo; parecía haberle encontrado un verdadero significado.

Estando a punto de considerar sus notas una vez más, Randall se vio súbitamente interrumpido por unos agudos golpecitos a su puerta.

La puerta se abrió de inmediato y George L. Wheeler asomó la cabeza.

—Me alegra verlo trabajando, Steven. Muy bien. Pero es hora de almorzar. Ahora prepárese para conocer a las grandes figuras.

Las grandes figuras.

En la enorme mesa ovalada estaban diez personajes, y su charla era una mezcla de inglés y francés. A pesar de que el francés de Randall estaba casi olvidado y lleno de fallas, pronto descubrió que podía entender casi todo lo que escuchaba en ese idioma. Y lo que escuchó le pareció realmente tormentoso.

El almuerzo (básicamente sopa de tortuga y filetes de rodaballo con puntas de espárragos) estaba siendo servido por dos camareros, y para nada interfirió con la conversación. Se había hablado constantemente y con mucha electricidad verbal, antes y durante la comida.

Ahora se estaban sirviendo la compota de frutas y el café, y Randall trató de distinguir a los comensales, uno de otro, y de identificarlos claramente en su mente. Sentado entre George L. Wheeler y el doctor Emil Deichhardt, Randall observaba una vez más a las grandes figuras. De la misma manera en que Wheeler tenía junto a sí al reverendo Vernon Zachery, cada uno de los editores extranjeros que estaban sentados a la mesa, con excepción de uno, tenía al lado a su teólogo consejero.

En seguida del doctor Deichhardt estaba el doctor Gerhard Trautmann, profesor de teología de la Rheinische Friedrich Wilhelms Universität, de Bonn. Randall sospechaba, y se divertía pensándolo, que el doctor Trautmann se cortaba el cabello en frailesca forma de media luna para parecerse al Martín Lutero de las estampas conocidas. En la silla contigua a Trautmann se sentaba Sir Trevor Young, el editor británico de cerca de cincuenta años, aristocrático, fanático de las aseveraciones y los comentarios prudentes y subestimados, y cuyo teólogo consejero, el doctor Jeffries, se encontraba aún en Londres o en Oxford.

Los ojos de Randall continuaron recorriendo la mesa. Estaba también Monsieur Charles Fontaine, el editor francés, delgado y bien parecido, astuto, ingenioso, aficionado a los epigramas. Wheeler le había murmurado que Fontaine era además rico, con una espléndida residencia en la avenida Foch, en París, y que tenía acceso político a los más altos círculos en el Palace Elysée. Cerca de Fontaine se encontraba su consejero teológico, el profesor Philippe Sobrier, de la facultad del Colegio de Francia. Sobrier se veía marchito, pálido, lejano, como si formara parte del mobiliario; sin embargo, al escucharlo, Randall pensó que ese modesto ratón de campo, reencarnado en filólogo, era colmilludo.

Luego estaba Signore Luigi Gayda, el editor italiano de Milán que tan asombrosamente se parecía al Papa Juan XXIII. Tenía papada doble, y era de modales chispeantes y extrovertidos. Hablaba con orgullo de los innumerables periódicos que poseía en Italia, de su jet privado, en el que acostumbraba viajar para recorrer su imperio financiero, y de su fe en los métodos mercantiles norteamericanos. El señor Gayda fue el primero que se enteró del descubrimiento del profesor Monti en Ostia Antica, llevándoselo luego al doctor Deichhardt, en Munich, quien a su vez organizó este consorcio de editores de Biblias. Al final estaba el teólogo italiano de Gayda, Monsignore Carlo Riccardi, un clérigo de gran intelecto cuyas facciones profundamente cinceladas, nariz aguileña y severa sotana lo hacían verse formidable. Siendo miembro del Instituto Bíblico Pontificio en Roma, Riccardi estaba presente en Resurrección Dos para actuar como representante no oficial del Vaticano.

Con la mirada fija aún en los dos italianos, a Randall se le ocurrió una pregunta.

—Señor Gayda —dijo él—, usted es un editor católico. ¿Cómo es posible que publique una Biblia protestante y, de hecho, cómo es que espera usted venderla en un país católico como Italia?

Tomado por sorpresa, el editor italiano levantó los hombros y sacudió la papada.

—Pero si es perfectamente natural, señor Randall. Hay muchos protestantes, gente respetable, viviendo en Italia. En realidad, las Biblias protestantes fueron de las primeras que se publicaron en Italia. ¿Que cómo es posible que lo haga yo? Y, ¿por qué no? Los editores católicos necesitan un
imprimatur
(sanción o permiso oficial para publicar) en sus Biblias, pero claro está que el Vaticano no interfiere en la publicación de una Biblia protestante.

—Querido Gayda, permítame darle detalles al señor Randall. —El que había hablado era monseñor Riccardi, quien ahora se dirigía a Randall—. Tal vez lo que yo diga también aclarará mi presencia en este proyecto —parecía formular cuidadosamente lo que quería decir, y luego resumió—: Usted debe saber, señor Randall, que hay muy poca diferencia entre la versión católica y la versión protestante de la Biblia, excepto por lo que hace al Antiguo Testamento, del cual nosotros admitimos la mayoría de los libros Apócrifos como sagrados y canónicos, mientras que nuestros amigos protestantes no los aceptan. Fuera de eso, nuestros textos bíblicos son casi iguales, sin diferir en matices teológicos. De hecho, ya existe en Francia una Biblia católico-protestante, como pueden verificarlo mis amigos Monsieur Fontaine y el profesor Sobrier; y dos de nuestros teólogos católicos colaboraron con los franceses protestantes en esa edición. ¿Le sorprende a usted? —En verdad, sí —admitió Randall.

—Pero así es —dijo monseñor Riccardi—, y en él futuro habrá más colaboraciones de ese tipo. Por supuesto, esa Biblia francesa en particular no tiene nuestro
imprimatur
, como tampoco lo tendrá esta primera edición del Nuevo Testamento Internacional. Sin embargo, estamos interesados y estamos involucrados en esto. Porque… bueno… me atrevo a decir que eventualmente nosotros prepararemos nuestra propia edición del Nuevo Testamento Internacional, y que esa versión tendrá que ser traducida nuevamente para adaptarse a nuestras doctrinas. Aunque existe un punto crítico acerca del cual diferimos de nuestros amigos protestantes.

—¿Y cuál es ese punto?

—El de la relación entre Santiago el Justo y Jesús, por supuesto —dijo monseñor Riccardi—. Santiago se refiere a sí mismo como hermano de Jesús, de la misma forma como Mateo y Marcos hacen referencia a los hermanos del Señor. Nuestros amigos protestantes han insinuado que nosotros deberíamos interpretar la palabra
hermano
como si se tratara de hermano de sangre, sugiriendo (sin afirmarlo directamente, pero implicándolo) que Jesús y Santiago y sus hermanos de leche fueron concebidos como resultado de una unión física entre María y José. Para los católicos, esto es totalmente imposible. No puede haber ambigüedad. Como usted sabe, nosotros creemos en la virginidad perpetua de María. Desde el tiempo de los Orígenes y los primeros padres de la Iglesia, los católicos han sostenido que Santiago era el hermanastro mayor de Jesús, hijo de José en un matrimonio anterior; medio hermano, o tal vez primo. En resumen, nosotros sustentamos que la Virgen María y José no sostuvieron relaciones conyugales. Sin embargo, el arribar a una interpretación aceptable no representa dificultad alguna, puesto que la palabra
hermano
, en arameo y en hebreo, no tiene una definición precisa y única, y puede significar medio hermano, cuñado, primo o un pariente lejano, lo mismo que hermano de sangre. Sea como fuere, finalmente tendremos una versión católica del Nuevo Testamento Internacional. Su Santidad, el Papa, es demasiado comprensivo para ignorar las futuras implicaciones del Evangelio según Santiago y su profundo valor para nuestra comunidad católica multinacional.

Satisfecho, Randall regresó a su papel de escucha, mientras los demás continuaban hablando. Gradualmente, Randall comenzó a discernir con creciente interés cómo la conversación estaba dividida. Durante un lapso prolongado, los teólogos (el reverendo Vernon Zachery, el profesor Sobrier, el doctor Trautmann y monseñor Riccardi) cayeron en una discusión acerca de la necesidad de preservar la ortodoxia de la Iglesia.

El doctor Zachery pensaba que un restablecimiento de la religión, inspirado por la nueva Biblia, propiciaría una oportunidad de la cual debería tomar ventaja la Iglesia organizada para fortalecer su posición de autoridad.

—Hasta ahora, nosotros mismos nos hemos estado permitiendo la flojera, la inactividad, el consentimiento… ese comprometernos con los demonios del radicalismo y la disolución —insistió Zachery—. Pero ya no. No más blandura y no más concesiones. Nuestra congregación necesita la autoridad de la tradición, de la disciplina. Debemos reforzar nuevamente el dogma y la doctrina. Ahora vamos a ofrecer un Nuevo Testamento más extenso, más completo, y debemos enfatizar su infalibilidad. En nuestros sermones debemos reinterpretar la Resurrección basados en Santiago, asentando claramente que ése fue un acto de Dios, una encarnación; y también debemos aseverar la necesidad del amor fraternal, del perdón de los pecados y los pecadores, de la promesa de un más allá.

El profesor Sobrier estuvo de acuerdo, aunque menos pomposamente, y agregó:

—Quisiera citar a un paisano mío, el filósofo francés Marie Jean Guyau: «Una religión sin mito, sin dogma, sin culto, sin ritos no es más que una cosa bastarda… La religión es una sociología concebida como una explicación física, metafísica y moral de todas las cosas.»

El doctor Trautmann interpuso sus puntos de vista, que fueron aún más conservadores:

—Yo concuerdo en que la ceremonia y los ritos son de la mayor importancia, pero he llegado a creer que la Iglesia debería dar una mayor prioridad a la música y a los salmos litúrgicos, y que las lecturas de la Biblia durante los servicios religiosos deberían ser en latín y no en las modernas lenguas vernáculas. Yo sostengo que esto, al igual que la repetición de los mantras o invocaciones sacras y mágicas de los ritos hindúes o budistas, podría brindar una experiencia mística; podría estimular la meditación, atraer a nuestros fieles, más por el sentimiento que por la razón, hacia una Comunión con el Ser Supremo. En resumen, a pesar de que el Evangelio según Santiago proyectará una nueva imagen de Nuestro Señor que los racionalistas puedan aceptar, no debemos permitir que Jesús sea reducido a una pasajera e histórica figura secular… sino que debemos recordar a nuestros feligreses que a través de Él y de Su Iglesia pueden encontrarse las respuestas a nuestro nacimiento, a nuestra existencia, a nuestra muerte, a los misterios fundamentales.

Randall se percató de que los editores, que habían estado escuchando con atención, estaban ligeramente inquietos. Monsieur Fontaine, el editor francés, interrumpió el diálogo entre los teólogos.

—Caballeros, si es que los entiendo correctamente, lo que ustedes esperan es reapuntalar completamente los bastiones de la vieja Iglesia. Pero si utilizan los ímpetus que el Nuevo Testamento Internacional dará a la religión para regresar hacia el tradicionalismo total, estarán cometiendo un grave error. Las facciones activistas de la Iglesia no estarán satisfechas, y pronto se perderá el terreno ganado. Por supuesto, reafirmen ustedes la ortodoxia revelando la Verdad, si así lo desean, pero proyéctenlo con un mínimo de relevancia.

Esa discusión continuó durante un rato, pero poco después los editores callaron y los teólogos volvieron a involucrarse profundamente en su conversación, esta vez acerca del valor del simbolismo en las recién descubiertas palabras de Cristo, tal como fueron asentadas por Su hermano Santiago el Justo.

Randall notó que varios de los editores escuchaban, pero que su atención era breve. Su actitud se tornaba tranquila y descansada. Parecía como si consideraran a sus teólogos como meros locos dedicados a contar cuántos ángeles podrían danzar sobre la cabeza de un alfiler. Gradualmente, Deichhardt, Wheeler, Fontaine, Sir Trevor y Gayda comenzaron a monopolizar la conversación. Su diálogo se refería exclusivamente a los negocios y era totalmente comercial, involucrando los problemas de edición y promoción de su enorme inversión.

Sir Trevor Young manifestó preocupación.

—Este descubrimiento causará un profundo efecto en todas las Iglesias, pero lo que yo temo es que pueda provocar antagonismos o choques entre una Iglesia y otra. La mayoría aceptará Nuestro Testamento, como bien sabemos; pero algunas otras probablemente no. Puede transcurrir toda una generación antes de que nuestra Biblia haga su efecto total, y esto me preocupa, porque cualquier controversia nos podría llevar a todos a la ruina. Necesitamos solidaridad. Debemos abrumar a las Iglesias antes de que pueda surgir alguna oposición que nos cause problemas.

El doctor Deichhardt censuró amistosamente a Sir Trevor por preocuparse acerca del éxito comercial en Gran Bretaña.

—Usted, Sir Trevor, y George Wheeler en América, no tienen que vencer los obstáculos que nosotros afrontamos en Alemania. Ustedes pueden llegar directamente al público con su publicidad y sus artículos a través de los cientos de publicaciones religiosas que semanal y mensualmente se editan en sus países. En Alemania tenemos dos grandes obstáculos. Primero, que la Biblia luterana es la que se utiliza en la mayoría de nuestros once estados. Segundo, que esa Biblia sólo puede ser editada por miembros de nuestra Unión de Sociedades Bíblicas. Para lograr que esos editores acepten nuestro Nuevo Testamento Internacional, debo pedirles que prescindan de su propia empresa lucrativa. Tal vez tengamos que arreglar algún tipo de sociedad de participación de utilidades con la Unión, para evitarnos problemas.

—Se está usted preocupando sin motivo, Emil —respondió el editor británico—. No tendrá ningún problema en Alemania. Una vez que el público sepa del nuevo evangelio, de los nuevos descubrimientos, exigirá el Nuevo Testamento Internacional. Considerará que la Biblia luterana habrá sido superada y que ya será incompleta y, por lo tanto, obsoleta. Su Unión de Sociedades Bíblicas tendrá que distribuir y patrocinar su edición. Recuerde lo que digo. Una vez que los tambores publicitarios empiecen a redoblar (y el señor Randall se encargará de eso) la demanda pública por nuestro producto vencerá cualquier obstáculo. Tal vez hasta las Iglesias disidentes que tanto me angustian.

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