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Authors: Irving Wallace

La Palabra (85 page)

BOOK: La Palabra
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Sam Halsey había llamado por segunda vez en menos de una hora. Los empolvados archivos del Ministerio de Justicia, correspondientes a 1912, tampoco tenían registrado a ningún criminal bajo el nombre de «Lebrun, Robert». Pero con su olfato de reportero, y sólo por no dejar, Halsey había buscado ese otro nombre similar, el nombre de «Laforgue, Robert».

—Lotería, Steven… encontré un falsificador, un criminal con cinco alias, uno de los cuales era… escucha esto, amigo mío… «Lebrun, Robert», sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en 1912.

Así que Lebrun había dicho la verdad. A pesar de lo que Wheeler decía, a Lebrun no se le había sorprendido en una sola falsedad, por lo menos hasta ahora. La creencia de Randall en la historia de la falsificación y en la evidencia que esperaba, se había fortalecido por completo.

Confiadamente, Randall había bajado al Café Doney diez minutos antes de las cinco para aguardar la llegada de Robert Lebrun.

Randall dejó de lado sus divagaciones y se concentró en el presente, en la proximidad de su pesquisa. Miró su reloj, e instantáneamente se sintió inquieto y ansioso por lo que las manecillas le indicaron. Eran exactamente las cinco veintiséis. Echó una ojeada alrededor, buscando nuevamente. La acera estaba abarrotada. Tantos extraños, tantos rostros diferentes… pero ninguno era el rostro de la persona que estaba indeleblemente marcada en su cerebro.

Ya habían pasado 30 minutos de la hora que Robert Lebrun había fijado inequívocamente para su encuentro.

Randall se concentró en el continuo desfile de peatones que se movían incesantemente; en los hombres, en los ancianos, previendo el salto de entusiasmo que daría cuando viera al encorvado viejo, con su andar desgarbado, el cabello teñido de color castaño, los anteojos con cristales oscuros y aros de metal, sus astutas facciones corroídas y carcomidas por el tiempo, y arrugadas como una ciruela pasa… el hombre que traería dos objetos que vender: primero, un pequeño paquete con un devastador fragmento que contenía en tinta invisible el alarido del fraude y luego, otro paquete, más voluminoso, con una pequeña caja de acero en la que estaban las desoladas porciones de un antiguo rompecabezas y el réquiem para Santiago el Justo y Petronio el centurión.

Los minutos seguían pasando y el hombre no se veía por ningún lado.

El Campari de Randall permanecía intacto sobre la mesa, pero éste finalmente lo tomó y se lo bebió hasta el fondo.

Todavía no aparecía Robert Lebrun.

Poco a poco, Randall se fue descorazonando. Sus grandes esperanzas se habían derrumbado, se habían convertido en un desastre interno, y a los cinco minutos después de las seis de la tarde, sus esperanzas desaparecieron por completo.

Wheeler se lo había advertido:
Él no irá a usted, Steven
. Y Lebrun no había venido.

Randall se sintió abrumado, engañado e indignado. ¿Qué le había ocurrido a ese hijo de puta? ¿Había temido entregar sus pruebas? ¿Había cambiado de parecer? ¿Había decidido que no podía confiar en su nuevo socio, retractándose del compromiso? ¿Había negociado por otro lado, buscando una mejor oferta y recibiéndola? O, ¿a sabiendas de que estaba meramente perpetrando otra estafa, había sentido dudas de última hora?

Fuera cual fuese la respuesta, Randall tenía que saber por qué Robert Lebrun no había cumplido su promesa. Si Lebrun no venía a él, entonces, ¡maldita sea!, él iría a Lebrun. O, por lo menos, lo intentaría.

Randall arrojó quinientas liras y una propina sobre la mesa, se puso en pie y se dirigió a buscar a su especialista en Lebrun, el jefe de personal del Doney, Julio, el encargado de los camareros.

Julio estaba parado junto a la puerta que había entre el café al aire libre y el restaurante interior, ajustándose el nudo de su corbata de lazo. Saludó a Randall efusivamente.

—¿Está todo en orden, señor Randall?

—No precisamente —dijo Randall con seriedad—. Iba a encontrarme aquí con nuestro amigo (usted sabe, el que usted llama Toti o Duca Minimo) Robert Lebrun. Habíamos hecho una cita de negocios para las cinco de la tarde. Ya son más de las seis y aún no ha aparecido. ¿Es posible que hubiera venido antes de las cinco?

Julio negó con la cabeza.

—No, había muy poca gente en el café. Yo lo habría visto.

—Anteayer me dijo usted que, por lo que sabe, él siempre viene al Doney a pie. Usted admitió que por su pierna artificial, Lebrun no podría caminar una gran distancia, lo cual significa que probablemente vive cerca de aquí.

—Yo supongo que así es.

—Julio, reflexione. ¿Puede recordar si alguna vez oyó decir dónde vive?

El encargado parecía afligido.

—Nunca he sabido nada. Ni siquiera tengo una remota idea. Después de todo, señor Randall, tenemos muchos clientes, incluso muchos regulares —Julio trataba de serle útil a Randall—. Naturalmente, no hay residencias privadas, cuando menos no muchas, en las proximidades de este barrio, y si las hubiera, Toti… Lebrun… el señor Lebrun seguramente no podría darse ese lujo. Yo tengo la impresión de que él es pobre.

—Sí, es pobre.

—Así pues, tampoco tendría los medios para vivir permanentemente en un hotel. Existen unos cuantos hoteles baratos en la zona (que usan la mayoría de las muchachas que caminan por las calles), pero esos hoteles serían también demasiado caros para nuestro amigo. Yo creo que debe tener un pequeño apartamento. Hay muchos de clase inferior, no muy lejos, a una distancia que puede cubrirse caminando desde el Doney. Pero la pregunta es: ¿cuál es el domicilio? Y eso yo no lo puedo decir.

Randall había sacado su billetero. Incluso en Italia, donde los nativos son por lo general más simpáticos y serviciales con los extranjeros que en cualquier otra parte, las liras a menudo servían como un acicate para estimular una colaboración entusiasta. Randall puso tres mil liras en la mano de Julio.

—Por favor, Julio, necesito más ayuda de parte suya…

—Es muy amable de su parte, señor Randall —dijo el encargado, embolsándose los billetes.

—…O tal vez usted conozca a alguien que pueda ayudarme. Ya una vez me condujo usted hasta Lebrun. Tal vez pueda hacerlo de nuevo.

El encargado, pensativo, frunció el ceño.

—Existe una pequeña posibilidad. No puedo prometer nada, pero voy a ver. Si usted quiere ser tan amable de esperar.

Julio se alejó rápidamente por el pasillo hacia la acera y chasqueó los dedos imperativamente a varios camareros que estaban a su derecha, diciéndoles: «
Per piacere! Facciamo, presto
!» Luego se volvió hacia la izquierda, repitiendo la llamada.

De ambas direcciones se acercaron apresuradamente los camareros, reuniéndose con el encargado. Randall los contó; eran siete. Julio les hablaba animadamente, gesticulando, haciendo la pantomima del torpe caminar de Lebrun. Cuando terminó, varios de los camareros reaccionaron con un exagerado encogimiento de hombros. Dos o tres de ellos se rascaron la cabeza, tratando de pensar. Pero todos permanecieron mudos. Finalmente, Julio levantó las manos desamparadamente y disolvió el grupo. Seis de los camareros regresaron a sus puestos y sólo uno permaneció allí, rascándose la barbilla con una mano, pensativamente.

Julio se había vuelto hacia Randall. Sus rasgos trigueños tenían la expresión de un sabueso triste. Estaba a punto de hablar, cuando el camarero que estaba detrás de él saltó repentinamente.

—Julio —exclamó el camarero, sujetando al encargado por el codo.

Julio se inclinó hacia un lado, acercando el oído a la boca del camarero que le murmuraba algo. El camarero levantó un brazo, señalando hacia el otro lado de la calle, mientras Julio asentía con la cabeza y el rostro se le iluminaba con una sonrisa.

—Bene, bene
—dijo Julio, palmeando al camarero en la espalda—.
Grazie
!

Randall permaneció de pie junto a la puerta, desconcertado, mientras Julio se acercaba
z
él apresuradamente.

—Es posible, es posible, señor Randall, pero uno nunca puede saber con esas mujeres —dijo Julio—. Los camareros conocen a la mayoría de las muchachas italianas que andan por las calles, las jóvenes prostitutas. Al igual que en todas partes de Europa, están por toda Roma (en el Jardín Pincio, en el Parque Caracalla, en la Via Sistina cerca de la Piazza di Spagna), pero las más bonitas, ésas vienen a la Via Veneto para sonreír a los paseantes y hacer negocio. A esta hora, muchas vienen a sentarse para tomar un aperitivo… algunas aquí, al Doney, pero la mayoría van al otro lado de la calle, donde está nuestra competencia, el Café París… Algunas veces allí está más animado. Así que Gino, el camarero que me hablaba, recuerda que Toti (el tal Lebrun) es amigo de muchas de las prostitutas. Gino dice que una vez Toti hasta iba a casarse con una de ellas.

Randall asintió con la cabeza ansiosamente.

—Sí, ya había yo oído hablar de eso.

—Gino dice que esa mujer con la que Lebrun se iba a casar cuando tenía mucho dinero tiene una amiga con la que vive en un cuarto, y esa amiga está siempre a esta hora en una mesa especial en el Café de París. Su nombre es María. Yo también la conozco. Gino cree que ella le puede decir dónde vive Lebrun. Puede ser que no lo diga, pero… —el encargado hizo una señal, restregándose los dedos pulgar e índice— un poco de dinero le soltará la lengua, ¿o no? Gino cree que ella está allí ahora. Iremos a ver. Yo le llevaré.

—¿Puede hacerlo ahora mismo, Julio?

Julio sonrió ampliamente.

—Para un italiano, dejar el trabajo para hablar con una muchacha bonita, no es problema, es un placer.

Julio se dirigió hacia la apiñada acera con Randall detrás de él. Pasaron el «Hotel Excelsior» llegando hasta la esquina, y esperaron a que cambiara la luz del semáforo. Al otro lado de la calle, paralelo al Doney, Randall vio los toldos con el letrero: CAFÉ DE PARÍS RESTAURANTE. Las mesas, parcialmente escondidas tras unas plantas y arbustos, parecían tener más gente que las del Doney.

La luz del semáforo había cambiado. Conforme empezaban a cruzar la calle, esquivando los automóviles que viraban desde la intersección, Julio dijo:

—Lo presentaré sólo como un amigo norteamericano que desea conocerla. Después lo dejaré. Es lo mejor. Usted podrá explicarle a ella lo que desea. Todas ellas hablan inglés. María también.

Cuando llegaron al kiosco de revistas y periódicos, al otro lado de la calle, Randall detuvo a Julio un momento.

—¿Cuánto debo ofrecerle a la chica?

—Una muchacha como María, que es de primera clase, les cobraría a los italianos diez mil liras (alrededor de quince dólares), pero a un turista, especialmente a un norteamericano que vista bien y no sepa regatear, quizá le pida veinte mil liras (treinta dólares), aunque tal vez regateando la consiga por menos. Esa suma cubre un máximo de media hora en la cama… en algún hotel cercano de segunda. Uno paga por el tiempo. Si todo lo que quiere es hablar, le cuesta lo mismo. Pero —Julio le guiñó un ojo—, algunas veces uno puede hablar y además hacer el amor. Esas muchachas están orgullosas de poder lograr muchas transacciones en poco tiempo. La media hora normalmente se convierte en diez minutos, lapso en el que se pueden encargar de un hombre. Son muy listas. Pero, veamos si María está en su sitio.

Julio se codeó para pasar entre los curiosos congregados alrededor del kiosco, se detuvo bajo el toldo rojo y miró hacia las hileras de mesas que estaban de espaldas a la Via Veneto. Randall lo había seguido, pero se mantuvo alejado a cierta distancia. Julio estaba buscando entre los parroquianos, y su rostro se iluminó al reconocerla. Hizo una señal a Randall y se deslizó entre dos mesas hacia la parte trasera. Randall lo seguía unos cuantos metros detrás.

Era una chica bonita y joven que estaba agitando la aceituna que tenía ensartada en un palillo de dientes dentro de su copa de Martini y que ahora levantaba una mano para saludar a Julio. Tenía cabello largo y negro que enmarcaba su virginal rostro; era el retrato de la pureza y la inocencia, desmentido sólo por su ligero vestido veraniego. Tenía en el frente un gran escote que revelaba la mitad de cada uno de sus grandes senos, era corto y estrecho y lo tenía bastante arriba, mostrando sus llenos muslos.

—María —murmuró Julio, haciendo el gesto de besar el dorso de la mano de la muchacha.

—Signore Julio —respondió la chica con complacida sorpresa.

Julio permaneció de pie, inclinándose hacia ella y hablándole en italiano, en voz baja y con rapidez. Escuchándolo, ella asintió dos veces con la cabeza y observó abiertamente a Randall, quien estaba de pie, sintiéndose incómodo y torpe.

Julio retrocedió e hizo avanzar a Randall.

—María… éste es mi amigo de Norteamérica, el señor Randall. Trátalo bien —se enderezó y le sonrió satisfecho a Randall—. María lo tratará bien. Por favor, siéntese.
Arrivederci
.

El encargado se había marchado, y Randall tomó una silla al lado de María, sintiéndose todavía incómodo y preguntándose si alguno de los otros parroquianos lo estaría mirando. Pero nadie parecía prestarles atención alguna.

María se acercó más a él, y los montículos de sus semidesnudos senos temblaron provocativamente. Volvió a cruzar las piernas y esbozó una media sonrisa.

—Mi fa piacere di vederla. Da dove viene
?

—Lo lamento, pero no hablo italiano —se excusó Randall.

—Discúlpeme —dijo María—. Estaba diciéndole que estoy encantada de conocerlo y que de dónde es usted.

—Soy de Nueva York. Mucho gusto en conocerla, María.

—Julio dice que usted también es amigo del Duca Minimo —su sonrisa se hizo más amplia—. ¿Es cierto eso?

—Sí, somos amigos.

—Es un viejo agradable. Quería casarse con mi mejor amiga, Gravina, pero no tenía los medios. Qué lástima.

—Puede ser que pronto tenga dinero —dijo Randall.

—Oh, ¿de verdad? Eso espero. Se lo diré a Gravina —sus ojos se fijaron en los de Randall—. ¿Te gusto? ¿Piensas que soy bonita?

—Eres muy bonita, María.

—Bene
. ¿Quieres hacer el amor ahora mismo? Te haré todo. Te haré un buen trabajo. Puedo hacerlo normalmente o a la francesa, como te guste. Estarás feliz. Sólo serán veinte mil liras. No es demasiado por un buen trabajo. ¿Quieres venir con María ahora?

—Mira, María, aparentemente Julio no te lo explicó… pero hay algo más importante que necesito de ti.

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