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Authors: Irving Wallace

La Palabra (86 page)

BOOK: La Palabra
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Ella parpadeó como si estuviera loco.

—¿Más importante que hacer el amor?

—En este momento, sí. María, ¿sabes tú dónde vive Lebrun… el Duca… el Duca Minimo… sabes dónde vive?

Ella se puso instantáneamente en guardia.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Yo tenía su dirección, pero la perdí. Se suponía que nos íbamos a reunir hace una hora. Julio pensó que tú me podrías ayudar.

—¿Nada más para eso viniste conmigo?

—Es muy importante.

—Para ti sí, para mí no. Lo siento. Conozco su dirección, pero no puede darla. Él nos hizo jurar a mi amiga y a mí que nunca la daríamos. No puedo faltar a mi promesa. Así que tal vez ahora sí tengas tiempo para que María te haga el amor.

—Solamente tengo tiempo para verlo a él, María. Si él es tu amigo, puedo decirte que quiero verlo para ayudarlo —Randall sacó su billetero del bolsillo interior de la chaqueta—. Tú dijiste que harías el amor por veinte mil liras. Está bien, ¿te parece que vale veinte mil liras si puedes hacerme feliz de una manera diferente?

Él estaba extrayendo de su cartera los billetes de alta denominación cuando ella miró nerviosamente alrededor y le empujó la cartera.

—Aquí no, por favor.

—Lo lamento —Randall volvió a meter su billetero en el bolsillo, pero guardó el rollo de liras dentro del puño—. Para mí lo vale. No tienes que hacer nada. Sólo muéstrame dónde vive.

María contempló el dinero, que estaba medio escondido en la mano de Randall, y lo miró a él astutamente.

—He jurado no decirlo. Pero tú quieres ayudarlo. ¿Lo vas a hacer rico?

Randall estaba dispuesto a estar de acuerdo con todo.

—Sí.

—Si es por él, yo misma te mostraré dónde vive. Su apartamento está cerca de aquí.

Él suspiró aliviado.

—Gracias.

Sin demora, Randall pagó la cuenta de María y ambos se levantaron y abandonaron juntos el Café de París. Pasaron por el kiosco de la esquina, alcanzaron la luz verde del semáforo y cruzaron la Via Veneto hacia la esquina del «Hotel Excelsior».

Ella señaló una ancha calle que corría al lado del hotel.

—Via Boncompagni —dijo—. Él vive en esta calle, no muy lejos. Tres o cuatro manzanas. Podemos caminar.

María tomó a Randall del brazo y empezaron a caminar animadamente por la Via Boncompagni. Ella iba tarareando al caminar, pero al finalizar la primera manzana, se detuvo abruptamente y estiró la palma de su mano.

—Págame ahora —le dijo.

Él depositó el fajo de liras en la mano de María, que soltó a Randall con la otra mano mientras contaba cuidadosamente los billetes. Satisfecha, metió el dinero en su bolso blanco.

—Te llevaré con tu amigo —dijo ella.

María comenzó a caminar de nuevo, volviendo a tararear, y Randall caminó a su lado. Al llegar a la tercera manzana, él dijo:

—¿Cómo sabes tú dónde vive el Duca?

—Te lo diré, pero no se lo repitas a él. Es muy orgulloso. Algunas veces, cuando Gravina o yo, y una o dos de las otras chicas también, no podemos conseguir cuarto en un hotel porque está lleno, hacemos un arreglo con el Duca para usar su habitación para atender nuestros clientes. Le pagamos a él la mitad de nuestros ingresos por usar su cuarto. A nosotros no nos importa. Él es amable, y eso le ayuda a pagar su renta.

—¿Cuánto paga de renta?

—Por una habitación con baño y una pequeña cocina, cincuenta mil liras al mes.

—¿Cincuenta mil? Eso equivale, aproximadamente, a ochenta dólares? ¿Puede él con ese gasto?

—Ha vivido aquí durante muchos años, dice él. Desde que era rico.

Estaban cruzando una intersección, la Via Piemonte, y llegando a la cuarta manzana.

—¿Cuándo fue rico? —preguntó Randall.

—Él dice que hace cuatro o cinco años.

Eso concordaba, pensó Randall. Hacía cinco años que Lebrun había recibido su parte de la transacción con Monti por el descubrimiento de Ostia Antica.

—Aquí es —anunció María.

Se habían detenido frente a un edificio de apartamentos de seis pisos que tenía la fachada de piedra manchada de hollín. La entrada del edificio estaba entre la Iranian Express Company y un local con un letrero de BARBIERE y el típico poste de peluquería frente a la tienda.

Sobre el edificio de apartamentos de Lebrun, cincelada en piedra, había sólo una palabra: CONDOMINIO.

Debajo estaban dos enormes puertas de madera completamente abiertas, y más adentro había una puerta de vidrio y un pasillo de entrada con una especie de caseta, y hasta el fondo había un patio.

—Aquí te dejo —dijo María extendiéndole la mano—. Debo regresar a trabajar.

Randall le estrechó la mano.

—Gracias, María; pero, ¿dónde…?

—Entra. La caseta que ves a la derecha es donde el
portiere
deposita el correo. A la izquierda está el ascensor y también hay una escalera. Pero primero debes ver al
portiere
para decirle que quieres ver al Duca. Si no está en la caseta, ve al patio. A un lado están unas ventanas con macetas y plantas, frente a donde el
portiere
y su esposa viven. Llamas allí. Ellos te llevarán con tu amigo.
Buona fortuna
. —Ella empezó a alejarse, pero se detuvo y regresó para decirle—: Cuando le veas, no le digas que María te trajo hasta aquí.

—No se lo diré, María. Te lo prometo.

Randall la vio alejarse hacia la Via Veneto, meciendo sus desfajadas nalgas y su bolsa blanca, y luego se volvió hacia el edificio de apartamentos.

Robert Lebrun, pensó él. ¡Por fin!

A grandes zancadas cruzó la sucia entrada con piso de mármol, abrió la puerta de vidrio y penetró. La caseta del portero estaba vacía. Randall continuó hacia el oscuro patio.

Un montón de plantas de hule llenaban el centro del patio, y a la izquierda, desde una ventana abierta, un hombre joven, bastante moreno y de apariencia siciliana, estaba regando una hilera de plantas que había en el pretil de la ventana. De repente, dejó de regar para observar a Randall con curiosidad.

—Hola —dijo Steven—. ¿Habla usted inglés?

—Sí, un poco.

—¿Dónde puedo encontrar al portero?

—Yo soy el portero. ¿Quiere algo?

—Un amigo mío vive aquí y yo quisiera…

—Un momento.

El portero desapareció de la ventana y segundos después volvió a aparecer a través de una puerta lateral que daba al patio. Era un hombre pequeño y gallardo que vestía una camisa azul de trabajo y unos parcheados pantalones de mezclilla. Se enfrentó a Randall con las manos en las caderas.

—¿Quiere usted ver a alguien?

—A un amigo —Randall se preguntó qué nombre debería usar, lamentándose de no haberle preguntado a María bajo qué nombre conocían al anciano. Probablemente el italiano—. Signore Toti.

—Toti. Lo siento, pero no. No hay ningún Toti.

—Tiene un apodo. Duca Minimo.

—¿Duca…? —El portero sacudió vigorosamente la cabeza—. No hay nadie aquí con ese nombre.

«Entonces debe ser Lebrun», decidió Randall.

—Bueno, en realidad, él es francés… casi todos lo conocemos como Robert Lebrun.

El portero miró a Randall.

—Hay un Robert… un francés… pero no es Lebrun. ¿Tal vez se refiere usted a Laforgue? ¿Robert Laforgue?

Laforgue, por supuesto. Ése era el nombre bajo el cual Sam Halsey, de la Prensa Asociada en París, había encontrado a Lebrun enlistado en los archivos del Service Historique. Era el nombre verdadero de Lebrun.

—Sí —exclamó Randall—. Ése es. Siempre confundo su apellido. A Robert Laforgue es a quien quiero ver.

El portero miró de una manera extraña a Randall.

—¿Es usted pariente de él? —le preguntó.

—Soy un amigo cercano. El señor Laforgue me está esperando para discutir un asunto de negocios muy importante.

—Pero eso es imposible —dijo el portero—. Ayer al mediodía tuvo un accidente grave frente a la Stazione Ostiense. Fue atropellado por un automóvil cuyo chófer huyó. Murió instantáneamente. Mis condolencias, Signore. Su amigo está muerto.

 

 

 

Un joven y solícito oficial de Policía había conducido a Steven Randall hacia fuera de la Questura, el cuartel general de la Policía romana, y le había llamado un taxi, dándole instrucciones al chófer:

—Obitorio, Viale dell' Universitá —y rápidamente dijo algo más en italiano, repitiendo la palabra «Obitorio» y especificando la dirección exacta—, Piazza del Verano 38.

El chófer del taxi hizo rápidamente la señal de la cruz, accionó la palanca de velocidades y el automóvil inició la marcha veloz hacia el gran conjunto universitario romano donde estaba situado el depósito de cadáveres no identificados.

Meciéndose de un lado al otro mientras el taxi se traqueteaba al virar en las esquinas, Randall estaba todavía alterado por el impacto de la impresión, pero se iba recuperando gradualmente.

La mayoría de las personas, reflexionó Randall, experimentan pocos momentos de shock en toda su vida. Sin embargo, en poco más de un mes, él los había soportado (el impacto de la sorpresa o el horror, el repentino sacudimiento de los sentidos o las emociones) una y otra vez. Había soportado el ataque sufrido por su padre; lo de Bárbara y el divorcio; el problema de la drogadicción de Judy. Y detrás de todo eso estaban la ocasión en que lo habían inducido a creer que Ángela era la traidora en el proyecto y la vez en que se había enterado del fallo descubierto por Bogardus. Estaban también el momento reciente en que se había enterado que el profesor Monti estaba recluido en un manicomio y la ocasión cuando el
dominee
De Vroome le había revelado, en el ascensor, que acababa de ver al falsificador de los documentos de Santiago y de Petronio. Y habían habido otras ocasiones en las que una cierta información había hecho que la cabeza le diera vueltas y que la sangre se le helara. Para él, era como si el shock se hubiera convertido en un modo de vida.

Pero en ningún momento había sufrido un revés más grande que el recibido hacía dos horas, cuando el portero le había dicho que Robert Lebrun estaba muerto.

El golpe había sido tan inesperado que lo había dejado casi mudo. No obstante, horrorizado como estaba, había resistido la noticia, y hasta había recobrado la compostura, porque sus experiencias con Resurrección Dos lo habían condicionado a esos asaltos a su sensibilidad.

Podía recordar (todavía como si fuera un sueño) cómo el portero le había narrado los acontecimientos del domingo por la tarde, que apenas fue ayer. La Policía se había presentado en el edificio de apartamentos de la Via Bocampagni para averiguar si un tal Signore Robert Laforgue residía allí. Habiéndose asegurado de que ese edificio era en realidad donde Laforgue Lebrun vivía, los oficiales habían informado al
portiere
que el anciano había muerto en un accidente hacía tres horas.

La víctima estaba cruzando la plaza de la Piramide di Caio Cestio hacia la Porta San Paolo, la estación del Metro y del ferrocarril, en dirección a la pequeña estación conocida como Stazione Ostiense, cuando un automóvil grande y negro (un testigo creía que había sido un «Pontiac» norteamericano; otro pensaba que había sido un «Aston Martin» británico) se había precipitado hacia la plaza, golpeando a la víctima de frente, arrojándolo por lo menos a diez metros de distancia y desapareciendo de la vista en la confusión. La víctima, con el cuerpo aplastado y destrozado, había muerto instantáneamente.

La Policía había explicado al portero que, a pesar de que los efectos personales del muerto llevaban el nombre de Robert Laforgue y esta dirección, no habían encontrado en su persona nada más que indicara el nombre de algún familiar o amigo o compañía de seguros. ¿Sabía el portero de algún pariente o amigo que debiera ser notificado o que pudiera encargarse del cadáver? El portero no había podido recordar el nombre de ninguna persona allegada a la víctima. Rutinariamente, la Policía había subido al apartamento de Lebrun en busca de alguna pista. Aparentemente, no había ninguna.

Randall recordó que había solicitado permiso para ver las habitaciones de Lebrun. Como sonámbulo, había seguido al portero hacia el ascensor, que tenía una hendidura para monedas («todo aquel que use la electricidad debe pagarla», había murmurado el portero), y éste había depositado una moneda de diez liras en la alcancía, empujando el botón correspondiente al piso de Lebrun.

En el tercer piso, a la izquierda del ascensor, el portero había abierto el cerrojo de una puerta verde. Entraron a un cuarto sencillo que también había sido verde alguna vez, y que ahora estaba manchado, desteñido y desconchado, y que tenía un desvencijado sofá cama, dos lámparas de pie con feas manchas color beige, una cómoda muy gastada, una radio, un espejo roto, un refrigerador portátil que todavía zumbaba ruidosamente (el portero lo desconectó de inmediato), unos cuantos anaqueles apoyados sobre ladrillos y que contenían varios libros muy manoseados, encuadernados en rústica (la mayoría eran novelas y obras sobre política, y ninguno relacionado con la teología en Palestina o Roma), en francés y en italiano. Arriba, en el techo, había una instalación vulgar con un foco mortecino. Junto al cuarto había una reducida despensa y una minúscula cocina con un tablero de madera que tenía una plancha para cocinar y un fregadero. Más allá estaba un pequeño baño.

Renuentemente, bajo el ojo vigilante del portero, Randall recorrió con detenimiento las habitaciones de Lebrun, examinando sus dolorosamente escasas pertenencias… Dos raídos trajes y una andrajosa trinchera, algunas ropas en los cajones y los gastados libros. Excepción hecha de varias notas de comestibles sin pagar y una libreta de anotaciones en blanco, no habían ni papeles personales ni tarjetas, ni siquiera correspondencia que diera alguna pista de la relación o asociación de Robert Lebrun con cualquier otro ser humano sobre la Tierra.

—Nada —había dicho Randall desanimadamente—. Ni fotografías, ni anotaciones; nada escrito por él.

—Tenía unas cuantas amigas en la calle. Por lo demás, vivía como un ermitaño —había dicho el portero.

—Es como si alguien hubiera estado aquí y hubiera borrado totalmente la identidad del anciano.

—No ha habido visitantes, que yo sepa, excepto la Policía, y usted, Signore.

—Así que todo lo que queda de Robert Lebrun es el cadáver —había dicho Randall, apesadumbrado—. ¿Dónde está el cuerpo?

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