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Authors: Irving Wallace

La Palabra (96 page)

BOOK: La Palabra
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—Una declaración sencilla, hecha franca y humildemente, retractándose de su testimonio anterior. Diga que usted había oído que en Roma habían descubierto una parte que faltaba en el documento de Santiago, un fragmento auténtico de papiro y que, como miembro devoto de Resurrección Dos, usted se dispuso a recobrarlo para devolvérselo a su legítimo propietario. En Roma, halló el fragmento en poder de un criminal empedernido, Robert Lebrun, que se lo había robado al profesor Monti. Usted compró a Lebrun por una bagatela, sin tener idea de que el Gobierno italiano se opondría a que sacara el fragmento de Italia. Usted simplemente lo consideró como una parte faltante de los papiros de Santiago que estaban en Amsterdam, y se lo trajo a Francia con toda naturalidad para someterlo a una prueba rutinaria de autenticidad. Usted no tenía intención alguna de introducirlo de contrabando, así que cuando se lo encontraron, perdió la cabeza. No sabía que hubiera quebrantada ninguna ley, y se asustó, fingiendo que el fragmento era una falsificación que carecía de valor, meramente para probar que no llevaba usted encima un tesoro nacional, e inventando ese cuento para protegerse a sí mismo. Fue un error propiciado por su ignorancia de la Ley y por un exagerado entusiasmo por nuestro proyecto. Diga usted que está arrepentido, y pida que la corte lo perdone. Eso es todo lo que tiene que decir.

—Y si lo hago, ¿qué dirá el juez?

—Consultará con nosotros cinco y con el representante del Gobierno italiano, y ya no habrá problema. El magistrado aceptará nuestra recomendación. Le reducirá a usted la multa y le suspenderá la sentencia, y podrá salir de aquí en calidad de hombre libre, con la cabeza alta, y reunirse nuevamente con nosotros para la presentación del gran espectáculo que ofreceremos a la Prensa y el inolvidable drama histórico que se desarrollará pasado mañana por la mañana, desde el palacio real de Amsterdam.

—Suena interesante, debo admitirlo. Sin embargo, ¿qué si me rehusó a retractarme?

La sonrisa desapareció del rostro de Wheeler.

—Nos lavamos las manos en lo que a usted toca. Lo dejamos a merced del tribunal. No podremos ocultar su comportamiento, ni siquiera a Ogden Towery y Cosmos Enterprises esperó un momento—. ¿Qué dice, Steven?

Randall se encogió de hombros.

—No sé.

—Después de todo esto, ¿no lo sabe usted?

—Es que no sé qué decir.

Wheeler frunció el ceño y miró su áureo reloj de pulsera.

—Tiene usted diez minutos para decidirse —dijo austeramente—. Tal vez sea mejor que pase esos diez minutos con alguien que tenga más influencia sobre usted —se dirigió hacia la puerta—. Tal vez a ella sí sepa qué decirle —abrió la puerta, hizo una seña a alguien que estaba fuera y miró de nuevo a Randall—. Es su última oportunidad, Steven. Aprovéchela.

Wheeler salió, y un momento después entraba Ángela Monti, titubeante, cerrando la puerta tras de sí.

Randall se puso en pie lentamente. Le parecía que no la había visto hacía toda una vida. Ángela se veía desconcertantemente igual al día cuando él la miró por primera vez (siglos atrás, según el calendario de la pasión) en Milán. Llevaba una blusa de seda, lo bastante delgada como para revelar su sostén de media copa de encaje blanco, un ancho cinturón de ante y una corta faldita veraniega. Ángela se quitó los lentes oscuros de sol, y sus verdes ojos almendrados examinaron a Randall con inquietud, en espera de una palabra de bienvenida.

Su primer impulso había sido tomarla en sus brazos, apretarla contra sí y hablarle con el corazón.

Pero su corazón estaba corroído por la desconfianza. Wheeler le había dicho que podría pasar sus diez minutos con alguien que pudiera influir en él. Ángela estaba allí para ejercer esa influencia.

No le dio la bienvenida.

—¡Qué sorpresa! —dijo él.

—Hola, Steven. No tenemos mucho tiempo.

Ángela atravesó la oscura pieza. Como Randall seguía sin hacer esfuerzo alguno por saludarla, ella se dirigió a la silla que estaba frente a él y, quedando en suspenso, se sentó.

—¿Quién te envió aquí? —preguntó él ásperamente—. ¿Wheeler y toda su mafia de Galilea?

Ángela apretó los dedos sobre su bolso de ante.

—Ya veo que nada ha cambiado, salvo que estás más amargado. No, Steven, yo vine aquí desde Amsterdam porque quise hacerlo. Supe lo que había sucedido. Anoche, después de que te detuvieron, Naomí me telefoneó para pedirme alguna información, y me lo explicó. Al parecer, el
dominee
De Vroome había llamado a los editores desde París. Todos iban a salir de inmediato para reunirse con De Vroome. Como Naomí se sumó al grupo, yo pregunté si también podría venir.

—¿No estuviste en la sala de audiencias?

—No. No quise estar ahí. Yo no soy la Virgen María. No me gustan los gólgotas. Sospechaba lo que pasaría. Anoche, ya tarde, después de que el señor Wheeler terminó su entrevista con De Vroome, me fue a ver y me dijo todo lo que él y los demás editores habían escuchado decir a De Vroome. Luego, hace un rato, cuando el señor Wheeler estaba contigo, Naomí me puso al corriente de lo que había ocurrido durante la audiencia.

Randall se sentó.

—Entonces ya sabes que están tratando de crucificarme. No sólo Wheeler y sus cohortes, sino De Vroome también.

—Sí, Steven; como te dije, ya me temía que eso iba a suceder. Me lo dijo Naomí.

—¿Sabes que Wheeler acaba de pedirle al hereje que se retracte para que quede libre para volver a Resurrección Dos?

—No me sorprende —dijo Ángela—. Te necesitan.

—Lo que necesitan es unanimidad. No quieren aguafiestas —Randall notó que Ángela estaba a disgusto, y quiso desafiarla—. Y tú, ¿qué quieres?

—Quiero que sepas que, decidas lo que decidas, mis sentimientos por ti no cambiarán.

—¿Aunque continúe yo atacando el descubrimiento de tu padre? ¿Aunque logre desenmascararlo y destruirlo… y con él la reputación de tu padre?

El hermoso rostro italiano se puso tenso.

—Ya no se trata de la reputación de mi padre. Se trata de la vida o la muerte de la esperanza. Sé que hallaste a Robert Lebrun y que te pusiste de su lado, como De Vroome al principio. Eso no me hizo volverte las espaldas. Aquí estoy.

—¿Por qué?

—Para hacerte saber que aunque tú no tengas fe (fe en lo que mi padre descubrió, en aquellos que lo apoyan, o siquiera en mí) todavía puedes hallar el buen camino.

—¿El buen camino? —repitió Randall con enojo, alzando la voz—. ¿Quieres decir que como lo encontró el
dominee
De Vroome? ¿Quieres decir que te gustaría que yo me vendiera como De Vroome se vendió?

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que De Vroome se vendió? —Ángela trataba de ser razonable—. ¿No crees que De Vroome es un hombre honesto y de buena fe?

—Tal vez lo sea —concedió Randall—, pero de todos modos obtuvo su recompensa… el Consejo Mundial de Iglesias. Claro que tú puedes decir que es honesto si te parece que un fin valioso, cualquiera que sea, justifica los medios, sin importar cuáles se utilicen.

—¿No crees eso tú también, Steven? ¿No crees que el fin es lo que verdaderamente cuenta… si los medios empleados no perjudican a nadie?

—No —dijo él firmemente—, no si el fin es una mentira. Porque entonces lo que se logra perjudicará a todos.

—Steven, Steven —suplicó ella— no tienes evidencia alguna, ni la más remota prueba de que lo que dicen Santiago y Petronio acerca de Jesús son mentiras. Sólo tienes sospechas. Y tú eres el único.

Randall se estaba exasperando.

—Ángela, si yo no hubiera estado solo en Roma… si tú hubieras estado conmigo en esos últimos días… ahora estarías de mi parte. Si tú hubieras visto y oído a Lebrun, y hubieras presenciado lo que pasó después, se te habrían abierto los ojos y tu fe ya no sería ciega. Te habrías planteado preguntas difíciles, como lo hice yo, y habrías descubierto respuestas difíciles. ¿Cómo es posible que a Lebrun, un hombre que había sobrevivido a toda clase de brutalidades, que había llegado activo y vigoroso a los ochenta y tantos años de edad y que había vivido en Roma durante tanto tiempo, lo sorprendiera vagando un automovilista que huyera después de atropellado, y que el anciano muriera accidentalmente justo el día en que iba a recobrar, para entregármela después, su prueba de la falsificación? Ya me imagino cómo sucedió aquello. Wheeler y los editores, o De Vroome (ya puedo ponerlos juntos) me tenían vigilado. Así como De Vroome sabía que yo había visto a tu padre en el manicomio, también tenía manera de saber que yo intentaría hallar a Lebrun. Probablemente me estaban siguiendo. Estoy seguro de que supieron de mi encuentro con Lebrun en el Doney y en el «Excelsior». A Lebrun probablemente lo siguieron desde el «Excelsior» hasta su casa, y el día siguiente fue atropellado y eliminado sin piedad. Ángela, no vivimos en un mundo dulce, amable, de cuento de hadas cuando entran en juego intereses tan poderosos. La vida de un oscuro ex presidiario no vale nada cuando se trata de promover la gloria de Cristo, de salvar a la Iglesia, de reforzar la venta de millones de Biblias nuevas y de elevar a un nuevo conspirador al más alto sitial de la jerarquía protestante.

—Steven…

—No, espera. Déjame terminar. Hay otra cuestión… es decir, hay varias cuestiones más. ¿Quién sabía que yo había ido a Ostia Antica, quién sabía que yo había hallado el fragmento de papiro, y quién hizo que el Gobierno italiano avisara a la aduana de París que yo llevaba conmigo la prueba de la falsificación? Las respuestas son claras ahora. De Vroome sabía que Lebrun poseía ese fragmento. Después, por mi conducto, De Vroome se enteró de que yo lo tenía en mi poder. De Vroome fue a ver a Wheeler, Deichhardt, Fontaine y los demás e hizo su trato (o lo remachó) y se dispusieron a atraparme en Orly y a eliminar la prueba de la falsificación, eliminándome a mí de paso. Ésas son las cuestiones. No me digas que tampoco te inquietan, Ángela…

Durante algunos segundos, ella jugueteó nerviosamente con sus lentes.

—Steven, ¿cómo puedo hablarte? Hablamos dos idiomas distintos: el tuyo es el del escepticismo, y el mío el de la fe… por eso nuestras respuestas a la misma pregunta se traducen de manera diferente. ¿La muerte de Lebrun la víspera del día en que iba a ayudarte? ¿Acaso es tan insólito que un anciano de más de ochenta años, vagando por las transitadas calles de Roma, sea atropellado por un automóvil? Steven, yo soy romana. Eso sucede en nuestra ciudad todos los días. Allí hay un coche por cada cuatro habitantes, y los chóferes son los más salvajes y temerarios de toda Europa. ¿Que uno de ellos atropellara a un anciano? Es cosa común y corriente; un accidente normal, no un complot ni un asesinato. ¿De Vroome y Wheeler y el doctor Jeffries asesinos? Es absurdo imaginarlo. En cuanto a que a ti te hayan cogido en la aduana, el Gobierno italiano tiene muchos agentes y espías que vigilan los tesoros nacionales. Te vieron salir huyendo de Ostia Antica. Eso hubiera sido suficiente para poner sobre aviso a cualquiera. Pero suponiendo que hubieran sido los de Resurrección Dos quienes prepararon tu detención, ¿sería eso malo o ilógico? Ellos tenían que ver lo que habías descubierto, antes de que tú sacaras tus propias conclusiones e hicieras mal uso de ello. Tenían que confiscártelo y someterlo a pruebas, examinarlo. Si hubiera sido prueba de una falsificación, sin duda habrían cedido, se habrían dado por vencidos y habrían pospuesto o suspendido la publicación del Nuevo Testamento Internacional. Pero cuando la mismísima persona que tú habías elegido como experto les dijo que el documento era tan auténtico como los papiros que mi padre había ya descubierto, tenían que detenerte, que proceder en tu contra e impedir un escándalo inmerecido. ¿No lo comprendes, Steven? El lenguaje de la fe ofrece respuestas diferentes.

—¿Ofrece una respuesta a la única pregunta que no he formulado?

Ella lo miró sorprendida.

—¿Cuál es? Plantéala.

—¿Cómo fue que un tal profesor Augusto Monti llegó a realizar excavaciones en Ostia Antica?

Ángela pareció confusa, y respondió:

—Porque alguien halló un trozo de papiro fuera de las ruinas hace seis años y se lo mostró a él.

—¿No sabías tú que fue Lebrun quien proporcionó el indicio a tu padre?

—No. Nunca oí su nombre hasta que el señor Wheeler lo mencionó anoche.

—¿No sabías que Lebrun se vio con tu padre en el Doney el año pasado, el día en que tu padre… sufrió el colapso?

—No. Nunca lo supe hasta ayer, cuando el señor Wheeler me dijo que tú afirmaste haber visto una anotación de esa reunión en la agenda de mi padre.

—¿Y no ves nada extraño en eso? ¿Nada sospechoso?

—No, mi padre tuvo tratos con muchas personas diferentes aquel día y los días anteriores.

—Muy bien, Ángela. Déjame poner a prueba tu fe. ¿Estarías dispuesta a decir al magistrado que tu padre se entrevistó con Lebrun en el Doney el año pasado? Eso establecería la relación entre tu padre y Lebrun, plantearía nuevas dudas en torno al caso y podría conducir a una nueva investigación en busca de la verdad final. ¿Tienes suficiente fe para hacer eso?

Ella sacudió la cabeza:

—Steven —dijo—, ya he revelado al magistrado lo que sabía, en la declaración que le entregaron los directores del proyecto. Anoche llamé a Lucrezia a Roma y le pedí que nos leyera la anotación de mi padre en su agenda. A todos, incluso al magistrado, les pareció que las iniciales «R. L.» difícilmente podían considerarse como evidencia concluyente. Pero, aun cuando esas iniciales se refirieran a Robert Lebrun, ¿qué probaría eso en realidad? No obstante, quise que el magistrado lo supiera. Ya ves, Steven, que yo no tengo miedo. Cuando uno tiene fe, no le teme a la verdad.

Él se había quedado sin aliento. Permaneció sentado, sintiéndose perdido. Un último jadeo:

—¿Estarías dispuesta a ofrecer esa información a otra persona?

—¿A quién?

—A Cedric Plummer. ¿Estarías dispuesta a continuar lo que Plummer sólo oyó decir a Lebrun: que tu padre realmente se entrevistó con él?

Ella levantó las manos.

—Steven, Steven, él también lo sabe ya. Plummer lo sabe todo. No vería nada sospechoso en ello. Cuando el
dominee
De Vroome se unió a Resurrección Dos, Plummer también lo hizo. Se convirtió, por decirlo así. Dejó de lado su pluma venenosa y ahora escribirá la historia exclusiva de todo el proyecto, desde hace seis años hasta el día de hoy.

Randall se hundió en su silla. Era demasiado. No quedaba centímetro de territorio enemigo que no hubiera sido invadido y ocupado, lo cual significaba que Herr Hennig salvaría el cuello. El chantaje de que hiciera objeto Plummer a Hennig para tratar de obtener por adelantado el Nuevo Testamento Internacional, y descubrirlo al público, había resultado completamente innecesario.

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