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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (17 page)

BOOK: La meta
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Lo que está pasando puede verse, también, de esta manera: Herbie camina a su paso, que es inferior a mi velocidad potencial. Debido a esta dependencia, mi velocidad máxima es igual al paso de Herbie. Resulta que lo que yo ando son los «ingresos», pero como el paso de Herbie gobierna al mío, Herbie resulta ser quien determina los «ingresos».

Creo que empiezo a aclararme.

En realidad, no importa a qué velocidad vaya, o pueda ir, cualquiera de nosotros. Alguien, a la cabecera de la fila, avanza a una velocidad superior a la media, digamos a tres millas por hora. ¿Y qué? ¿Sirve esta velocidad para que el grupo en su conjunto se mueva más rápido, aumente sus «ingresos»? En absoluto. Cada chico camina un poco más deprisa que el siguiente, según se va hacia atrás en la fila. ¿Ayuda alguno de ellos a ir más rápido al grupo? Nada de eso. Herbie sigue andando a su propio paso. Es el único que determina la marcha del grupo en su conjunto.

De hecho, el más lento del grupo es el que determina la velocidad del conjunto. No siempre tiene que ser Herbie. Antes de parar para almorzar, Herbie caminaba bastante rápido. No resultaba tan evidente quién era el más lento del grupo. Así que el papel de Herbie, el tope máximo de «ingresos», oscilaba, por así decirlo, en el grupo, dependiendo del que fuera el más lento en un momento determinado. Pero, en general, Herbie es quien tiene la menor capacidad para caminar. En última instancia, es él quien determina la velocidad del grupo. Lo que significa…

—¡Eh!, ¡fíjese en eso, señor Rogo! — Herbie señala un indicador de cemento al borde del sendero.

—Pero, parece…, ¡sí!, es un auténtico indicador de millas. La cantidad de veces que he oído hablar de ellos, y hoy tropiezo con uno.

En este pone…

—Cinco… millas.

Lo que significa que nos queda la mitad del camino. Son las… ¡vaya!, las dos y media. Como salimos a las ocho y media, y quitando la hora que estuvimos comiendo…, eso significa que hemos andado cinco millas en… ¡cinco horas! Y yo que pensaba hacer dos millas a la hora. Estamos haciendo una media de una milla por hora. Y nos quedan ¡cinco!

Se va a hacer de noche para cuando lleguemos. Encima, Herbie retrasa a todo el grupo.

—¡Vamos, vamos! — comienzo a apurarles.

—Vale, vale — dice Herbie, apretando el paso. ¿Qué es lo que puedo hacer?

Estás perdido, Rogo. No eres capaz ni de conducir a un grupo de boys-scouts. Delante tienes a cierto muchacho obstinado en romper un nuevo récord mundial y detrás arrastras al «Lisiado del Bosque». Si sigues así, dentro de una hora la cabeza estará a dos millas de la cola. O lo que es lo mismo, tendrás que correr dos millas para alcanzar a la cabeza.

Ni tres meses me daría Peach si fuese así la fábrica. A estas horas estaría en la calle. La demanda sería de diez millas en cinco horas y hemos cubierto cinco. El inventario llegaría ya a las nubes, y los gastos corrientes de ese inventario lo mismo. Estaríamos arruinando a la compañía.

Pero no puedo hacer nada con Herbie. Podría colocarle en otro lado de la fila. Aunque eso no le haría correr más. No habría diferencia. Un momento… ¿Y si…?

—¡Eh! — me pongo a gritar—. ¡EL QUE VA EN CABEZA, QUE SE PARE!

La fila pasa el mensaje.

—¡QUE TODO EL MUNDO PERMANEZCA EN FILA! — grito—. ¡QUEDAROS TODOS EN VUESTROS PUESTOS!

Quince minutos después consigo reagrupar el grupo. Es Andy el que ha usurpado el puesto de Ron. Le indico que nadie cambie de sitio.

—Bueno, ahora quiero que os cojáis todos de la mano. Y sin soltarse.

Por mi parte tomo a Herbie de la suya. Y, como si estuviese tirando de una cadena, el resto de la columna me sigue. Llego hasta donde está Andy, le paso y continúo andando, hasta que me encuentro a una distancia dos veces el tamaño de la fila. Lo que he hecho ha sido invertir exactamente el orden de la marcha que llevábamos hasta ahora.

—¡Escuchad con atención! Este va a ser el orden hasta que lleguemos a nuestra meta. ¿Entendido? No quiero que nadie pase a nadie. Que todo el mundo lleve el paso con el compañero de delante. Herbie va a ser el guía.

Herbie palidece con la responsabilidad.

—¿Yo?

Los demás parecen tan espantados por la idea como Herbie.

—¿Quiere que él sea el primero? — exclama Andy—. ¡Pero si es una tortuga!

—Nuestro propósito no es ver quién llega antes, sino que todos lleguemos juntos. Esto no es una labor individual, sino un trabajo de equipo. Y un equipo no llega a su meta, hasta que no lo han hecho todos sus miembros.

Y así emprendemos de nuevo nuestro camino. ¡Parece que funciona! La fila permanece compacta, detrás de Herbie. Yo me coloco al final para no perder a nadie de vista, esperando el momento en que los huecos empiecen a formarse. Pero nada, no hay huecos. En la mitad de la fila alguien parece estar ajustándose las correas; poco después la fila se cierra de nuevo. Y nadie se queda sin aliento, como antes. ¡Qué diferencia!

Claro que los velocistas que están en la cola no tardan mucho en empezar a refunfuñar.

—A ver, «Herpes», nos vamos a dormir aquí atrás. ¡Acelera!

—Hace lo que puede, déjale en paz — el chico detrás de Herbie sale en su ayuda.

—Señor Rogo, ¿no podría usted poner a alguien más rápido delante, eh?

—Escuchadme, si queréis ir más rápido vais a tener que encontrar un medio para que Herbie se apresure.

Hay unos momentos de silencio y meditación. Uno de los chicos de atrás dice:

—¡Eh, Herbie!, ¿qué llevas en la mochila? — Nada que te importe — contesta Herbie.

—Un momento, vamos a parar un momento — digo. Le pido a Herbie que venga al final de la fila, cojo su mochila, que casi se me cae al suelo.

—Pero, Herbie, ¡esto pesa una tonelada! ¿Se puede saber qué llevas dentro?

—Nada del otro mundo.

La abro y meto la mano. Como si fuera un prestidigitador, empiezo a sacar un montón de cosas: seis botes de refresco, unas latas de spaguetti, una caja de caramelos, un frasco de pepinillos, dos latas de atún, el chubasquero, las botas de agua y los palos de una tienda, una gran sartén de hierro y, en los laterales, una pala plegable de las que se usan en el ejército.

—Herbie, ¿querrías decirme quién te ha dicho que metieses todas esas cosas en la mochila?

—Se supone que hay que ir preparado. — El muchacho parece avergonzado.

—Ay, ay.., bueno, vamos a repartirnos este peso.

—Pero si lo puedo llevar yo.

—Mira, creo que ya has trabajado bastante llevando hasta aquí todo esto, pero hay que hacerte ir más ligero. Si te ayudamos a llevar estas cosas, vas a ver cómo puedes hacer mejor tu trabajo al frente de la fila.

Parece que lo entiende. Andy carga con la sartén, otros cogen algunas cosas y yo, como el mayor de ellos, todo lo demás. El chico regresa a la cabeza de la fila.

De nuevo en camino, pero ahora Herbie sí que se da prisa. Liberado de su carga, parece ligero como una pluma. ¡Volamos! A lo mejor, dos veces más deprisa que antes y ¡todos juntos! El «inventario» disminuye y los «ingresos» crecen.

El Barranco del Diablo, al atardecer, es todo un espectáculo. Por la garganta abierta entre los peñascos corre ensordecedor el Río Revuelto. Los rayos del sol se dispersan y guiñan entre las copas de los árboles. Suenan, alegres, los trinos de los pájaros entre las ramas. A cierta distancia se eleva el rumor inequívoco del tráfico de una autopista.

—¡Eh!, mirad, ahí abajo hay un supermercado! — grita Andy subido a un promontorio.

—¿Con Burger King? — pregunta esperanzado Herbie.

—Jo, esto no tiene nada de inexplorado… — se queja Dave.

—Ya no es como antes, hijo. Hay que conformarse con lo que tenemos. Anda, vamos a montar el campamento.

Son las cinco. Cuatro millas en dos horas, después de haber aligerado la mochila de Herbie. Ha sido la clave para controlar a todo el grupo.

Puestas las tiendas, preparamos una cena a base de spaguetti.

Como me siento un poco culpable por haber decidido las reglas del juego, echo una mano a Evan y Dave, cuando tienen que ponerse a fregar los platos.

Dave y yo compartimos la tienda esa noche. Al principio está callado, pero luego me dice:

—Papá, me siento orgulloso de ti.

—¿Yeso?

—La forma en que supiste lo que ocurría en la fila, lo que hiciste para que no nos dispersáramos, poniendo a Herbie delante. Yo creo que estaríamos aún andando si no es por ti. Los padres de los otros chicos escurrieron el bulto, pero tú no.

—Gracias, Dave. Por cierto, yo también he aprendido hoy algunas cosas.

—¿Sí?

—Así es. Algo que me va a servir para enderezar la fábrica.

—¿De verdad? ¿Qué es lo que te va a servir?

—¿Te gustaría saberlo? ¿Seguro?

—Seguro.

Hablamos durante un buen rato. Dave me escucha, incluso pregunta algunas cosas. Cuando nos hemos despachado a gusto, lo único que se escucha en el campamento son los ronquidos de algunas tiendas, un cric allí y allá, y… de vez en cuando, los chirridos de neumáticos de algún conductor que confunde la autopista con un circuito de carreras.

16

A las cuatro y media de la tarde del domingo, llegamos Dave y yo a casa. Estamos cansados, pero nos sentimos a gusto, a pesar de las muchas millas recorridas. Dave salta del coche para abrir las puertas del garaje. Aparco de manera que se puedan sacar fácilmente las mochilas del maletero.

—¿Dónde está mamá? — pregunta Dave. Su coche no está en el garaje.

—Habrá ido de compras.

Dentro, Dave deshace las mochilas. Yo me quito la ropa en el dormitorio, impaciente de sentir el agua caliente corriéndome sobre la piel. Mientras el polvo de las «amplias extensiones inexploradas» corre por el desagüe de la ducha, decido llevar a todos a cenar fuera, para celebrar el feliz regreso de padre e hijo al hogar.

Una de las puertas del armario está entornada. La voy a cerrar, pero descubro que falta la mayor parte de los vestidos de Julie. Me quedo un rato mirando atónito al hueco del armario. Dave se ha acercado por detrás.

—¿Papá? Esto estaba sobre la mesa de la cocina. Creo que es de mamá. — Me entrega un sobre.

—Gracias, hijo.

Espero a que se marche antes de abrirlo. Contiene una nota manuscrita.

«Al, no pude soportar por más tiempo ser para ti la última de todo. Necesito que me prestes más atención, pero tú no vas a cambiar nunca. Me voy unos días para pensar sobre todo esto. Perdona por lo que acabo de hacer. Ya sé que estás muy ocupado.

Julie P.D.— He dejado a Sharon con tu madre.»

Cuando recupero la capacidad de moverme, guardo la nota en el bolsillo y voy a hablar con Dave. Le digo que espere mientras voy a recoger a Sharon. Si su madre llama, deberá preguntarle desde dónde lo hace, y que le dé un teléfono para ponernos en contacto con ella. Dave quiere saber si algo va mal. Le digo que espere aquí hasta que vuelva, que le explicaré todo luego.

Salgo disparado hacia la casa de mi madre. Me abre la puerta y comienza a hablarme de Julie antes de que yo pueda decir nada.

—Alex, tu mujer se ha comportado de la forma más extraña. Estaba haciendo la comida, cuando alguien llama a la puerta. Abro y me encuentro a Sharon con una maletita en las manos. Y tu mujer en el coche, empeñada en no querer entrar. Cuando intento acercarme al coche para hablar, arranca y desaparece.

Ahora soy yo el que está en la puerta. Sharon deja de ver la tele en el cuarto de estar y corre para darme un beso. La levanto en brazos, se abraza a mí con todas sus fuerzas. Mi madre sigue hablando.

—¿Pero qué puede haber pasado?

—Ya hablaremos de esto más tarde, mamá.

—Si es que no logro entender…

—Más tarde, ¿quieres?

Miro a Sharon, que tiene la cara pálida y los ojos muy abiertos. Está asustada.

—Y qué, señorita. ¿Lo has pasado bien con la abuela? Asiente sin decir palabra.

—¿Nos vamos ahora a casa? Baja los ojos.

—¿No quieres ir a casa?

Levanta los hombros en un gesto de resignación.

—¿Prefieres quedarte con la abuela? — le pregunta, sonriendo, mi madre.

Sharon se echa a llorar.

Cojo a Sharon y su equipaje y nos metemos en el coche. Después de atravesar unas cuantas manzanas, miro su carita. Parece una pequeña estatua, con los ojos enrojecidos y la mirada perdida en el salpicadero del coche. Aprovechando un semáforo, la atraigo hacia mí.

Por unos momentos sigue muy quieta, pero luego levanta la mirada hasta mí y susurra:

"— ¿Está todavía mamá enfadada conmigo?

—¿Contigo? Mamá no está enfadada contigo.

—Sí, sí lo está. No me quería hablar.

—No…, no. No, Sharon. Tu madre no se ha enfadado contigo. Tú no has hecho nada malo.

—Entonces, ¿por qué …?

—Mira, vamos a esperar a llegar a casa y os contaré todo a tu hermano y a ti.

Siempre he sido partidario de mantener una apariencia de control en medio del caos, así que, sin desmoronarme un ápice, les cuento que Julie se ha marchado unos días, pero que volverá. Tiene que superar, les digo, un par de cosas desagradables que la están confundiendo. Les doy las seguridades habituales: «Vuestra madre os quiere mucho, yo os quiero mucho, no habéis hecho nada malo; todo se arreglará». Asienten como un par de muebles. Su actitud parece reflejar lo que yo siento por dentro.

Salimos a cenar pizza. Generalmente, esto es motivo de fiesta. Sin embargo, hoy no hay alegría. Nadie tiene nada que decir. Callamos, comemos y nos marchamos.

Al regresar, les obligo a ponerse con los deberes. No sé si me hacen caso. Yo dudo, vacilo y, por fin, me voy al teléfono y, tras una lucha conmigo mismo, decido hacer un par de llamadas.

Julie no tiene amigos en Bearington. No tiene sentido preguntar a los vecinos; no sabrían nada y sólo conseguirían que la noticia de nuestras dificultades corriera como la pólvora.

Intento averiguar algo llamando a Jane, la amiga del último lugar donde vivimos, con la que Julie dijo haber pasado la noche del jueves, pero no contesta nadie en su casa.

Luego llamo a los padres de Julie. Es el padre quien coge el teléfono. Hablamos del tiempo y de los niños. Resulta evidente que no va a contarme nada de lo que quiero saber. Llego a la conclusión de que no saben lo que está pasando. Pero antes de que pueda despedirme con alguna salida apropiada para evitar explicaciones, el padre me pregunta:

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