Mientras miraba con asombro aquella siniestra aparición que se arrastraba hacia mí, sentí sobre mi mejilla un cosquilleo como si una mosca se posase en ella. Intenté apartarla con la mano, pero al momento volvió, y casi inmediatamente sentí otra sobre mi oreja. La apresé y cogí algo parecido a un hilo. Se me escapó rápidamente de la mano. Con una náusea atroz me volví y pude ver que había atrapado la antena de otro monstruoso cangrejo que estaba detrás de mí. Sus ojos malignos ondulaban sus pedúnculos, su boca estaba animada de voracidad, y sus recias pinzas torpes, untadas de un limo algáceo, iban a caer sobre mí. En un instante mi mano asió la palanca y puse un mes de intervalo entre aquellos monstruos y yo. Pero me encontré aún en la misma playa y los vi claramente en cuanto paré. Docenas de ellos parecían arrastrarse aquí y allá, en la sombría luz, entre las capas superpuestas de un verde intenso.
No puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el Mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre Mar Muerto, la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones: todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. Hice que la máquina me llevase cien años hacia delante; y había allí el mismo Sol rojo —un poco más grande, un poco más empañado—, el mismo mar moribundo, el mismo aire helado y el mismo amontonamiento de los bastos crustáceos entre la verde hierba y las rojas rocas. Y en el cielo occidental vi una pálida línea curva como una enorme Luna nueva.
Viajé así, deteniéndome de vez en cuando, a grandes zancadas de mil años o más, arrastrado por el misterio del destino de la Tierra, viendo con una extraña fascinación cómo el Sol se tornaba más grande y más empañado en el cielo de occidente, y la vida de la vieja Tierra iba decayendo. Al final, a más de treinta millones de años de aquí, la inmensa e intensamente roja cúpula del Sol acabó por obscurecer cerca de una décima parte de los cielos sombríos. Entonces me detuve una vez más, pues la multitud de cangrejos había desaparecido, y la rojiza playa, salvo por sus plantas hepáticas y sus líquenes de un verde lívido, parecía sin vida. Y ahora estaba cubierta de una capa blanca. Un frío penetrante me asaltó. Escasos copos blancos caían de vez en cuando, remolineando. Hacia el nordeste, el relumbrar de la nieve se extendía bajo la luz de las estrellas de un cielo negro, y pude ver las cumbres ondulantes de unas lomas de un blanco rosado. Había allí flecos de hielo a lo largo de la orilla del mar, con masas flotantes más lejos; pero la mayor extensión de aquel océano salado, todo sangriento bajo el eterno Sol poniente, no estaba helada aún.
Miré a mi alrededor para ver si quedaban rastros de alguna vida animal. Cierta indefinible aprensión me mantenía en el sillín de la máquina. Pero no vi moverse nada, ni en la tierra, ni en el cielo, ni en el mar. Sólo el légamo verde sobre las rocas atestiguaba que la vida no se había extinguido. Un banco de arena apareció en el mar y el agua se había retirado de la costa. Creí ver algún objeto negro aleteando sobre aquel banco, pero cuando lo observé permaneció inmóvil. Juzgué que mis ojos se habían engañado y que el negro objeto era simplemente una roca. Las estrellas en el cielo brillaban con intensidad, y me pareció que centelleaban muy levemente.
De repente noté que el contorno occidental del Sol había cambiado; que una concavidad, una bahía, aparecía en la curva. Vi que se ensanchaba. Durante un minuto, quizá, contemplé horrorizado aquellas tinieblas que invadían lentamente el día, y entonces comprendí que comenzaba un eclipse. La luna o el planeta Mercurio pasaban ante el disco solar. Naturalmente, al principio me pareció que era la Luna, pero me inclino grandemente a creer que lo que vi en realidad era el tránsito de un planeta interior que pasaba muy próximo a la Tierra.
La obscuridad aumentaba rápidamente; un viento frío comenzó a soplar en ráfagas refrescantes del este, y la caída de los copos blancos en el aire creció en número. De la orilla del mar vinieron una agitación y un murmullo. Fuera de estos ruidos inanimados el Mundo estaba silencioso. ¿Silencioso? Sería difícil describir aquella calma. Todos los ruidos humanos, el balido del rebaño, los gritos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el bullicio que forma el fondo de nuestras vidas, todo eso había desaparecido. Cuando las tinieblas se adensaron, los copos remolineantes cayeron más abundantes, danzando ante mis ojos. Al final, rápidamente, uno tras otro, los blancos picachos de las lejanas colinas se desvanecieron en la obscuridad. La brisa se convirtió en un viento quejumbroso. Vi la negra sombra central del eclipse difundirse hacia mí. En otro momento sólo las pálidas estrellas fueron visibles. Todo lo demás estaba sumido en las tinieblas. El cielo era completamente negro.
Me invadió el horror de aquellas grandes tinieblas. El frío que me penetraba hasta los tuétanos y el dolor que sentía al respirar me vencieron. Me estremecí, y una náusea mortal se apoderó de mí. Entonces, como un arco candente en el cielo, apareció el borde del Sol. Bajé de la máquina para reanimarme. Me sentía aturdido e incapaz de afrontar el viaje de vuelta. Mientras permanecía así, angustiado y confuso, vi de nuevo aquella cosa movible sobre el banco —no había ahora equivocación posible de que la cosa se movía— resaltar contra el agua roja del mar. Era una cosa redonda, del tamaño de un balón de fútbol, quizá, o acaso mayor, con unos tentáculos que le arrastraban por detrás; parecía negra contra las agitadas aguas rojo sangre, y brincaba torpemente de aquí para allá. Entonces sentí que me iba a desmayar. Pero un terror espantoso a quedar tendido e impotente en aquel crepúsculo remoto y tremendo me sostuvo mientras trepaba sobre el sillín.
Y así he vuelto. Debí permanecer largo tiempo insensible sobre la máquina. La sucesión intermitente de los días y las noches se reanudó, el Sol salió dorado de nuevo, el cielo volvió a ser azul. Respiré con mayor facilidad. Los contornos fluctuantes de la Tierra fluyeron y refluyeron. Las agujas giraron hacia atrás sobre los cuadrantes. Al final vi otra vez vagas sombras de casas, los testimonios de la Humanidad decadente. Estas también cambiaron y pasaron; aparecieron otras. Luego, cuando el cuadrante del millón estuvo a cero, aminoré la velocidad. Empecé a reconocer nuestra mezquina y familiar arquitectura, la aguja de los millares volvió rápidamente a su punto de partida, la noche y el día alternaban cada vez más despacio. Luego los viejos muros del laboratorio me rodearon. Muy suavemente, ahora, fui parando el mecanismo.
Observé una cosa insignificante que me pareció rara. Creo haberles dicho a ustedes que, cuando partí, antes de que mi velocidad llegase a ser muy grande, la señora Watchets, mi ama de llaves, había cruzado la habitación, moviéndose, eso me pareció a mí, como un cohete. A mi regreso pasé de nuevo en el minuto en que ella cruzaba el laboratorio. Pero ahora cada movimiento suyo pareció ser exactamente la inversa de los que había ella hecho antes. La puerta del extremo inferior se abrió, y ella se deslizó tranquilamente en el laboratorio, de espaldas, y desapareció detrás de la puerta por donde había entrado antes. Exactamente en el minuto precedente me pareció ver un momento a Hilleter; pero él pasó como un relámpago. Entonces detuve la máquina, y vi otra vez a mi alrededor el viejo laboratorio familiar, mis instrumentos mis aparatos exactamente tales como los dejé. Bajé de la máquina todo trémulo, y me senté en mi banco. Durante varios minutos estuve temblando violentamente. Luego me calmé. A mi alrededor estaba de nuevo mi antiguo taller exactamente como se hallaba antes. Debí haberme dormido allí, y todo esto había sido un sueño.
¡Y, sin embargo, no era así exactamente! La máquina había partido del rincón sudeste del laboratorio. Estaba arrimada de nuevo al noroeste, contra la pared donde la han visto ustedes. Esto les indicará la distancia exacta que había desde la praderita hasta el pedestal de la Esfinge Blanca, a cuyo interior habían trasladado mi máquina los Morlocks.
Durante un rato mi cerebro quedó paralizado. Luego me levanté y vine aquí por el pasadizo, cojeando, pues me sigue doliendo el talón, y sintiéndome desagradablemente desaseado. Vi la
Pall Mall Gazette
sobre la mesa junto a la puerta. Descubrí que la fecha era, en efecto, la de hoy, y mirando el reloj vi que marcaba casi las ocho. Oí las voces de ustedes y el ruido de los platos. Vacilé. ¡Me sentía tan extenuado y débil! Entonces olí una buena y sana comida, abrí la puerta y aparecí ante ustedes. Ya conocen el resto. Me lavé, comí, y ahora les he contado la aventura.
—Sé —dijo el Viajero a través del Tiempo después de una pausa— que todo esto les parecerá completamente increíble. Para mí la única cosa increíble es estar aquí esta noche, en esta vieja y familiar habitación, viendo sus caras amigas y contándoles estas extrañas aventuras.
Miró al Doctor.
—No. No puedo esperar que usted crea esto. Tome mi relato como una patraña o como una profecía. Diga usted que he soñado en mi taller. Piense que he meditado sobre los destinos de nuestra raza hasta haber tramado esta ficción. Considere mi afirmación de su autenticidad como una simple pincelada artística para aumentar su interés. Y tomando así el relato, ¿qué piensa usted de él?
Cogió su pipa y comenzó, de acuerdo con su antigua manera, a dar con ella nerviosamente sobre las barras de la parrilla. Hubo un silencio momentáneo. Luego las sillas empezaron a crujir y los pies a restregarse sobre la alfombra. Aparté los ojos de la cara del Viajero a través del Tiempo y miré a los oyentes a mi alrededor. Estaban en la obscuridad, y pequeñas manchas de color flotaban ante ellos. El Doctor Parecía absorto en la contemplación de nuestro anfitrión. El Director del periódico miraba con obstinación la punta de su cigarro, el sexto. El Periodista sacó su reloj. Los otros, si mal no recuerdo, estaban inmóviles.
El Director se puso en pie con un suspiro y dijo:
—¡Lástima que no sea usted escritor de cuentos! —y puso su mano en el hombro del Viajero a través del Tiempo.
—¿No cree usted esto?
—Pues yo...
—Me lo figuraba.
El Viajero a través del Tiempo se volvió hacia nosotros
—¿Dónde están las cerillas? —dijo: encendió una y entre bocanadas de humo de su pipa habló—: Si he decirles la verdad... apenas creo yo mismo en ello... Y sin embargo...
Sus ojos cayeron con una muda interrogación sobre las flores blancas marchitas que había sobre la mesita. Luego volvió la mano con que asía la pipa, y vi que examinaba unas cicatrices, a medio curar, sobre sus nudillos.
El Doctor se levantó, fue hacia la lámpara, y examinó las flores.
—El gineceo es raro — dijo.
El Psicólogo se inclinó para ver y tendió la mano para coger una de ellas.
—¡Que me cuelguen! ¡Es la una menos cuarto! —exclamó el Periodista—. ¿Cómo voy a volver a mi casa?
—Hay muchos taxis en la estación —dijo el Psicólogo.
—Es una cosa curiosísima —dijo el Doctor—, pero no sé realmente a qué género pertenecen estas flores. ¿Puedo llevármelas?
El Viajero a través del Tiempo titubeó. Y luego de pronto:
—¡De ningún modo! —contestó.
—¿Dónde las ha encontrado usted en realidad? —preguntó el Doctor.
El Viajero a través del Tiempo se llevó la mano a la cabeza. Habló como quien intenta mantener asida una idea que se le escapa.
—Me las metió en el bolsillo Weena, cuando viajé a través del tiempo.
Miró desconcertado a su alrededor.
—¡Desdichado de mí si todo esto no se borra! Esta habitación, ustedes y esta atmósfera de la vida diaria son demasiado para mi memoria. ¿He construido yo alguna vez una Máquina del Tiempo, o un modelo de ella? ¿O es esto solamente un sueño? Dicen que la vida es un sueño, un pobre sueño a veces precioso... pero no puedo hallar otro que encaje. Es una locura. ¿Y de dónde me ha venido este sueño...? Tengo que ir a ver esa máquina ¡Si es que la hay! Cogió presuroso la lámpara, franqueó la puerta y la llevó, con su luz roja, a lo largo del corredor. Le seguimos. Allí, bajo la vacilante luz de la lámpara, estaba en toda su realidad la máquina, rechoncha, fea y sesgada; un artefacto de bronce, ébano, marfil y cuarzo translúcido y reluciente. Sólida al tacto pues alargué la mano y palpé sus barras con manchas y tiznes color marrón sobre el marfil, y briznas de hierba y mechones de musgo adheridos a su parte inferior, y una de las barras torcida oblicuamente.