Creo que fue después de aquello cuando llegué a un pequeño patio abierto del palacio. Estaba tapizado de césped y habían crecido tres árboles frutales en su centro. De modo que descansamos y nos refrescamos allí. Hacia el ocaso empecé a pensar en nuestra situación. La noche se arrastraba a nuestro alrededor y aún tenía que encontrar nuestro inaccesible escondite. Pero aquello me inquietaba ahora muy poco. Tenía en mi poder una cosa que era, quizá, la mejor de todas las defensas contra los Morlocks: ¡tenía cerillas!
Llevaba también el alcanfor en el bolsillo, por si era necesario una llamarada. Me parecía que lo mejor que podíamos hacer era pasar la noche al aire libre, protegido, por el fuego. Por la mañana recuperaría la Máquina del Tiempo. Para ello, hasta entonces, tenía yo solamente mi maza de hierro. Pero ahora, con mi creciente conocimiento, mis sentimientos respecto a aquellas puertas de bronce eran muy diferentes. Hasta aquel momento, me había abstenido de forzarlas, en gran parte a causa del misterio del otro lado. No me habían hecho nunca la impresión de ser muy resistentes, y esperaba que mi barra de hierro no sería del todo inadecuada para aquella obra.
Salimos del palacio cuando el Sol estaba aún en parte sobre el horizonte. Había yo decidido llegar a la Esfinge Blanca a la mañana siguiente muy temprano y tenía el propósito de atravesar antes de anochecer el bosque que me había detenido en mi anterior trayecto. Mi plan era ir lo más lejos posible aquella noche, y, luego, hacer un fuego y dormir bajo la protección de su resplandor. De acuerdo con esto, mientras caminábamos recogí cuantas ramas y hierbas secas vi, y pronto tuve los brazos repletos de tales elementos. Así cargado, avanzábamos más lentamente de lo que había previsto —y además Weena estaba rendida y yo empezaba también a tener sueño— de modo que era noche cerrada cuando llegamos al bosque. Weena hubiera querido detenerse en un altozano con arbustos que había en su lindero, temiendo que la obscuridad se nos anticipase; pero una singular sensación de calamidad inminente, que hubiera debido realmente servirme de advertencia, me impulsó hacia adelante. Había estado sin dormir durante dos días y una noche y me sentía febril e irritable. Sentía que el sueño me invadía, y que con él vendrían los Morlocks.
Mientras vacilábamos, vi entre la negra maleza, a nuestra espalda, confusas en la obscuridad, tres figuras agachadas. Había matas y altas hierbas a nuestro alrededor, y yo no me sentía a salvo de su ataque insidioso. El bosque, según mi cálculo, debía tener menos de una milla de largo. Si podíamos atravesarla y llegar a la ladera pelada, me parecía que encontraríamos un sitio donde descansar con plena seguridad; pensé que con mis cerillas y mi alcanfor lograría iluminar mi camino por el bosque. Sin embargo, era evidente que si tenía que agitar las cerillas con mis manos debería abandonar mi leña; así pues, la dejé en el suelo, más bien de mala gana. Y entonces se me ocurrió la idea de prenderle fuego para asombrar a los seres ocultos a nuestra espalda. Pronto iba a descubrir la atroz locura de aquel acto; pero entonces se presentó a mi mente como un recurso ingenioso para cubrir nuestra retirada.
No sé si han pensado ustedes alguna vez qué extraña cosa es la llama en ausencia del hombre y en un clima templado. El calor del Sol es rara vez lo bastante fuerte para producir llama, aunque esté concentrado por gotas de rocío, como ocurre a veces en las comarcas más tropicales. El rayo puede destrozar y carbonizar, mas con poca frecuencia es causa de incendios extensos. La vegetación que se descompone puede casualmente arder con el calor de su fermentación, pero es raro que produzca llama. En aquella época de decadencia, además, el arte de hacer fuego había sido olvidado en la Tierra. Las rojas lenguas que subían lamiendo mi montón de leña eran para Weena algo nuevo y extraño por completo.
Quería cogerlas y jugar con ellas. Creo que se hubiese arrojado dentro de no haberla yo contenido. Pero la levanté y, pese a sus esfuerzos, me adentré osadamente en el bosque. Durante un breve rato, el resplandor de aquel fuego iluminó mi camino. Al mirar luego hacia atrás, pude ver, entre los apiñados troncos, que de mi montón de ramaje la llama se había extendido a algunas matas contiguas y que una línea curva de fuego se arrastraba por la hierba de la colina. Aquello me hizo reír y volví de nuevo a caminar avanzando entre los árboles obscuros. La obscuridad era completa, Y Weena se aferraba a mí convulsivamente; pero como mis ojos se iban acostumbrando a las tinieblas, había aún la suficiente luz para permitirme evitar los troncos. Sobre mi cabeza todo estaba negro, excepto algún resquicio de cielo azul que brillaba aquí y allá sobre nosotros. No encendí ninguna de mis cerillas, porque no tenía las manos libres. Con mi brazo izquierdo sostenía a mi amiguita, y en la mano derecha llevaba mi barra de hierro.
Durante un rato no oí más que los crujidos de las ramitas bajo mis pies, el débil susurro de la brisa sobre mí, mi propia respiración y los latidos de los vasos sanguíneos en mis oídos. Luego me pareció percibir unos leves ruidos a mi alrededor. Apresuré el paso, ceñudo. Los ruidos se hicieron más claros, y capté los mismos extraños sonidos y las voces que había oído en el Mundo Subterráneo. Debían estar allí evidentemente varios Morlocks, y me iban rodeando. En efecto, un minuto después sentí un tirón de mi chaqueta, y luego de mi brazo. Y Weena se estremeció violentamente, quedando inmóvil en absoluto.
Era el momento de encender una cerilla. Pero para ello tuve que dejar a Weena en el suelo. Así lo hice, y mientras registraba mi bolsillo, se inició una lucha en la obscuridad cerca de mis rodillas, completamente silenciosa por parte de ella y con los mismos peculiares sonidos arrulladores por parte de los Morlocks. Unas suaves manitas se deslizaban también sobre mi chaqueta y mi espalda, incluso mi cuello. Entonces rasqué y encendí la cerilla. La levanté flameante, y vi las blancas espaldas de los Morlocks que huían entre los árboles. Cogí presuroso un trozo de alcanfor de mi bolsillo, Y me preparé a encenderlo tan pronto como la cerilla se apagase. Luego examiné a Weena. Yacía en tierra, agarrada a mis pies, completamente inanimada, de bruces sobre el suelo. Con un terror repentino me incliné hacia ella. Parecía respirar apenas. Encendí el trozo de alcanfor y, lo puse sobre el suelo; y mientras estallaba y llameaba, alejando los Morlocks y las sombras, me arrodillé y la incorporé. ¡El bosque, a mi espalda, parecía lleno de la agitación y del murmullo de una gran multitud!
Weena parecía estar desmayada. La coloqué con sumo cuidado sobre mi hombro y me levanté para caminar; y entonces se me apareció la horrible realidad. Al maniobrar con mis cerillas y con Weena, había yo dado varias vueltas sobre mí mismo, y ahora no tenía ni la más ligera idea de la dirección en que estaba mi camino. Todo lo que pude saber es que debía hallarme de cara al Palacio de Porcelana Verde. Sentí un sudor frío por mi cuerpo. Era preciso pensar rápidamente qué debía hacer. Decidí encender un fuego y acampar donde estábamos. Apoyé a Weena, todavía inanimada, sobre un tronco cubierto de musgo, y a toda prisa, cuando mi primer trozo de alcanfor iba a apagarse, empecé a amontonar ramas y hojas. Aquí y allá en las tinieblas, a mi alrededor, los ojos de los Morlocks brillaban como carbunclos.
El alcanfor vaciló y se extinguió. Encendí una cerilla, y mientras lo hacía, dos formas blancas que se habían acercado a Weena, huyeron apresuradamente. Una de ellas quedó tan cegada por la luz que vino en derechura hacia mí, y sentí sus huesos partirse bajo mi violento puñetazo. Lanzó un grito de espanto, se tambaleó un momento y se desplomó. Encendí otro trozo de alcanfor y seguí acumulando la leña de mi hoguera. Pronto noté lo seco que estaba el follaje encima de mí, pues desde mi llegada en la Máquina del Tiempo, una semana antes, no había llovido. Por eso, en lugar de buscar entre los árboles caídos, empecé a alcanzar y a partir ramas. Conseguí en seguida un fuego sofocante de leña verde y de ramas secas, y pude economizar mi alcanfor. Entonces volví donde Weena yacía junto a mi maza de hierro. Intenté todo cuanto pude para reanimarla, pero estaba como muerta. No logré siquiera comprobar si respiraba o no.
Ahora el humo del fuego me envolvía y debió dejarme como embotado de pronto. Además, los vapores del alcanfor flotaban en el aire. Mi fuego podía durar aún una hora, aproximadamente. Me sentía muy débil después de aquellos esfuerzos, y me senté. El bosque también estaba lleno de un soñoliento murmullo que no podía yo comprender. Me pareció realmente que dormitaba y abrí los ojos. Pero todo estaba obscuro, y los Morlocks tenían sus manos sobre mí. Rechazando sus dedos que me asían, busqué apresuradamente la caja de cerillas de mi bolsillo, y... ¡había desaparecido! Entonces me agarraron y cayeron sobre mí de nuevo. En un instante supe lo sucedido. Me había dormido, y mi fuego se extinguió; la amargura de la muerte invadió mi alma. La selva parecía llena del olor a madera quemada. Fui cogido del cuello, del pelo, de los brazos y derribado. Era de un horror indecible sentir en las tinieblas todos aquellos seres amontonados sobre mí. Tuve la sensación de hallarme apresado en una monstruosa telaraña. Estaba vencido y me abandoné. Sentí que unos dientecillos me mordían en el cuello. Rodé hacia un lado y mi mano cayó por casualidad sobre mi palanca de hierro. Esto me dio nuevas fuerzas. Luché, apartando de mí aquellas ratas humanas, y sujetando la barra con fuerza, la hundí donde juzgué que debían estar sus caras. Sentía bajo mis golpes el magnífico aplastamiento de la carne y de los huesos y por un instante estuve libre.
La extraña exultación que con tanta frecuencia parece acompañar una lucha encarnizada me invadió. Sabía que Weena y yo estábamos perdidos, pero decidí hacerles pagar caro su alimento a los Morlocks. Me levanté, y apoyándome contra un árbol, blandí la barra de hierro ante mí. El bosque entero estaba lleno de la agitación y del griterío de aquellos seres. Pasó un minuto. Sus voces parecieron elevarse hasta un alto grado de excitación y sus movimientos se hicieron más rápidos. Sin embargo, ninguno se puso a mi alcance.
Permanecí mirando fijamente en las tinieblas. Luego tuve de repente una esperanza. ¿Qué era lo que podía espantar a los Morlocks? Y pisándole los talones a esta pregunta sucedió una extraña cosa. Las tinieblas parecieron tomarse luminosas. Muy confusamente comencé a ver a los Morlocks a mi alrededor —tres de ellos derribados a mis pies— y entonces reconocí con una sorpresa incrédula que los otros huían, en una oleada incesante, al parecer, por detrás de mí y que desaparecían en el bosque. Sus espaldas no eran ya blancas sino rojizas. Mientras permanecía con la boca abierta, vi una chispita roja revolotear y disiparse, en un retazo de cielo estrellado, a través de las ramas. Y por ello comprendí el olor a madera quemada, el murmullo monótono que se había convertido ahora en un borrascoso estruendo, el resplandor rojizo y la huida de los Morlocks.
Separándome del tronco de mi árbol y mirando hacia atrás, vi entre las negras columnas de los árboles más cercanos las llamas del bosque incendiado. Era mi primer fuego que me seguía. Por eso busqué a Weena, pero había desaparecido. Detrás de mí los silbidos y las crepitaciones, el ruido estallante de cada árbol que se prendía me dejaban poco tiempo para reflexionar. Con mi barra de hierro asida aún seguí la trayectoria de los Morlocks. Fue una carrera precipitada. En una ocasión las llamas avanzaron tan rápidamente a mi derecha, mientras corría, que fui adelantado y tuve que desviarme hacia la izquierda. Pero al fin salí a un pequeño claro, y en el mismo momento un Morlock vino equivocado hacia mi, me pasó, ¡y se precipitó derechamente en el fuego!
Ahora iba yo a contemplar la cosa más fantasmagórica y horripilante, creo, de todas las que había visto en aquella edad futura. Todo el espacio descubierto estaba tan iluminado como si fuese de día por el reflejo del incendio. En el centro había un montículo o túmulo, coronado por un espino abrasado. Detrás, otra parte del bosque incendiado, con lenguas amarillas que se retorcían, cercando por completo el espacio con una barrera de fuego. Sobre la ladera de la colina estaban treinta o cuarenta Morlocks, cegados por la luz y el calor, corriendo desatinadamente de un lado para otro, chocando entre ellos en su trastorno.
Al principio no pensé que estuvieran cegados, y cuando se acercaron los golpeé furiosamente con mi barra, en un frenesí de pavor, matando a uno y lisiando a varios más. Pero cuando hube observado los gestos de uno de ellos, yendo a tientas entre el espino bajo el rojo cielo, y oí sus quejidos, me convencí de su absoluta y desdichada impotencia bajo aquel resplandor, y no los golpeé más.
Sin embargo, de vez en cuando uno de ellos venía directamente hacia mí, causándome un estremecimiento de horror que hacía que le rehuyese con toda premura. En un momento dado las llamas bajaron algo, y temí que aquellos inmundos seres consiguieran pronto verme. Pensé incluso entablar la lucha matando a algunos de ellos antes de que sucediese aquello; pero el fuego volvió a brillar voraz, y contuve mi mano. Me paseé alrededor de la colina entre ellos, rehuyéndolos, buscando alguna huella de Weena. Pero Weena había desaparecido.
Al final me senté en la cima del montículo y contemplé aquel increíble tropel de seres ciegos arrastrándose de aquí para allá, y lanzando pavorosos gritos mientras el resplandor del incendio los envolvía. Las densas volutas de humo ascendían hacia el cielo, y a través de los raros resquicios de aquel rojo dosel, lejanas como si perteneciesen a otro Universo, brillaban menudas las estrellas. Dos o tres Morlocks vinieron a tropezar conmigo; los rechacé a puñetazos, temblando al hacerlo.