Era éste, como creo haber dicho, de bronce. No se trataba de un simple bloque, sino que estaba ambiciosamente adornado con unos paneles hondos a cada lado.
Me acerqué a golpearlos. El pedestal era hueco. Examinando los paneles minuciosamente, observé que quedaba una abertura entre ellos y el marco. No había allí asas ni cerraduras, pero era posible que aquellos paneles, si eran puertas como yo suponía, se abriesen hacia dentro. Una cosa aparecía clara a mi inteligencia. No necesité un gran esfuerzo mental para inferir que mi Máquina del Tiempo estaba dentro de aquel pedestal. Pero cómo había llegado hasta allí era un problema diferente.
Vi las cabezas de dos seres vestidos color naranja, entre las matas y bajo unos manzanos cubiertos de flores, venir hacia mí. Me volví a ellos sonriendo y llamándoles por señas. Llegaron a mi lado, y entonces, señalando el pedestal de bronce, intenté darles a entender mi deseo de abrirlo. Pero a mi primer gesto hacia allí se comportaron de un modo muy extraño. No sé cómo describirles a ustedes su expresión. Supongan que hacen a una dama de fino temperamento unos gestos groseros e impropios; la actitud que esa dama adoptaría fue la de ellos. Se alejaron como si hubiesen recibido el último insulto. Intenté una amable mímica parecida ante un mocito vestido de blanco, con el mismo resultado exactamente. De un modo u otro su actitud me dejó avergonzado de mí mismo. Pero, como ustedes comprenderán, yo deseaba recuperar la Máquina del Tiempo, e hice una nueva tentativa. Cuando le vi a éste dar la vuelta, como los otros, mi mal humor predominó. En tres zancadas le alcancé, le cogí por la parte suelta de su vestido alrededor del cuello, y le empecé a arrastrar hacia la esfinge. Entonces vi tal horror y tal repugnancia en su rostro que le solté de repente.
Pero no quería declararme vencido aún. Golpeé con los puños los paneles de bronce. Creí oír algún movimiento dentro —para ser más claro, creí percibir un ruido como de risas sofocadas—, pero debí equivocarme. Entonces fui a buscar una gruesa piedra al río, y volví a martillar con ella los paneles hasta que hube aplastado una espiral de los adornos, y cayó el verdín en laminillas polvorientas. La delicada gentecilla debió de oírme golpear en violentas arremetidas hasta una milla, pero no se acercó. Vi una multitud de ellos por las laderas, mirándome furtivamente. Al final, sofocado y rendido, me senté para vigilar aquel sitio. Pero estaba demasiado inquieto para vigilar largo rato. soy demasiado occidental para una larga vigilancia. Puedo trabajar durante años enteros en un problema, pero aguardar inactivo durante veinticuatro horas es otra cuestión.
Después de un rato me levanté, y empecé a caminar a la ventura entre la maleza, hacia la colina otra vez.
—«Paciencia
—me dije—
; si quieres recuperar tu máquina debes dejar sola a la esfinge. Si piensan quitártela, de poco sirve destrozar sus paneles de bronce, y si no piensan hacerlo, te la devolverán tan pronto como se la pidas. Velar entre todas esas cosas desconocidas ante un rompecabezas como éste es desesperante. Representa una línea de conducta que lleva a la demencia. Enfréntate con este mundo. Aprende sus usos, obsérvale, abstente de hacer conjeturas demasiado precipitadas en cuanto a sus intenciones; al final encontrarás la pista de todo esto.»
Entonces, me di cuenta de repente de lo cómico de la situación: el recuerdo de los años que había gastado en estudios y trabajos para adentrarme en el tiempo futuro y, ahora, una ardiente ansiedad por salir de él. Me había creado la más complicada y desesperante trampa que haya podido inventar nunca un hombre. Aunque era a mi propia costa, no pude remediarlo. Me reí a carcajadas.
Cuando cruzaba el enorme palacio, me pareció que aquellas gentecillas me esquivaban. Podían ser figuraciones mías, o algo relacionado con mis golpes en las puertas de bronce. Estaba, sin embargo, casi seguro de que me rehuían. Pese a lo cual tuve buen cuidado de mostrar que no me importaba, y de abstenerme de perseguirles, y en el transcurso de uno o dos días las cosas volvieron a su antiguo estado. Hice todos los progresos que pude en su lengua, y, además, proseguí mis exploraciones aquí y allá. A menos que no haya tenido en cuenta algún punto sutil, su lengua parecía excesivamente simple, compuesta casi exclusivamente de substantivos concretos y verbos. En lo relativo a los substantivos abstractos, parecía haber pocos (si los había). Empleaban escasamente el lenguaje figurado. Como sus frases eran por lo general simples y de dos palabras, no pude darles a entender ni comprender yo sino las cosas más sencillas. Decidí apartar la idea de mi Máquina del Tiempo y el misterio de las puertas de bronce de la esfinge hasta donde fuera posible, en un rincón de mi memoria, esperando que mi creciente conocimiento me llevase a ella por un camino natural. Sin embargo, cierto sentimiento, como podrán ustedes comprender, me retenía en un círculo de unas cuantas millas alrededor del sitio de mi llegada.
Hasta donde podía ver, el Mundo entero desplegaba la misma exuberante riqueza que el valle del Támesis. Desde cada colina a la que yo subía, vi la misma profusión de edificios espléndidos, infinitamente variados de materiales y de estilos; los mismos amontonamientos de árboles de hoja perenne, los mismos árboles cargados de flores, y los mismos altos helechos. Aquí y allá el agua brillaba como plata, y más lejos la tierra se elevaba en azules ondulaciones de colinas, y desaparecía así en la serenidad del cielo. Un rasgo peculiar que pronto atrajo mi atención fue la presencia de ciertos pozos circulares, varios de ellos, según me pareció, de una profundidad muy grande. Uno se hallaba situado cerca del sendero que subía a la colina, y que yo había seguido durante mi primera caminata. Como los otros, estaba bordeado de bronce, curiosamente forjado, y protegido de la lluvia por una pequeña cúpula. Sentado sobre el borde de aquellos pozos, y escrutando su obscuro fondo, no pude divisar ningún centelleo de agua, ni conseguir ningún reflejo con la llama de una cerilla. Pero en todos ellos oí cierto ruido: un toc-toc-toc, parecido a la pulsación de alguna enorme máquina; y descubrí, por la llama de mis cerillas, que una corriente continua de aire soplaba abajo, dentro del hueco de los pozos. Además, arrojé un pedazo de papel en el orificio de uno de ellos; y en vez de descender revoloteando lentamente, fue velozmente aspirado y se perdió de vista.
También, después de un rato, llegué a relacionar aquellos pozos con altas torres que se elevaban aquí y allá sobre las laderas; pues había con frecuencia por encima de ellas esa misma fluctuación que se percibe en un día caluroso sobre una playa abrasada por el Sol. Enlazando estas cosas, llegué a la firme presunción de un amplio sistema de ventilación subterránea, cuya verdadera significación me resultaba difícil imaginar. Me incliné al principio a asociarlo con la instalación sanitaria de aquellas gentes. Era una conclusión evidente, pero absolutamente equivocada.
Y aquí debo admitir que he aprendido muy poco de desagües, de campanas y de modos de transporte, y de comodidades parecidas, durante el tiempo de mi estancia en aquel futuro real. En algunas de aquellas visiones de
Utopía
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y de los tiempos por venir que he leído, hay una gran cantidad de detalles sobre la construcción, las ordenaciones sociales, y demás cosas de ese género. Pero aunque tales detalles son bastante fáciles de obtener cuando el Mundo entero se halla contenido en la sola imaginación, son por completo inaccesibles para un auténtico viajero mezclado con la realidad, como me encontré allí.
¡Imagínense ustedes lo que contaría de Londres un negro recién llegado del África central al regresar a su tribu! ¿Qué podría él saber de las compañías de ferrocarriles, de los movimientos sociales, del teléfono y el telégrafo, de la compañía de envío de paquetes a domicilio, de los giros postales y de otras cosas parecidas? ¡Sin embargo, nosotros accederíamos, cuando menos, a explicarle esas cosas! E incluso de lo que él supiese, ¿qué le haría comprender o creer a su amigo que no hubiese viajado? ¡Piensen, además, qué escasa distancia hay entre un negro y un blanco de nuestro propio tiempo, y qué extenso espacio existía entre aquellos seres de la Edad de oro y yo! Me daba cuenta de muchas cosas invisibles que contribuían a mi bienestar; pero salvo por una impresión general de organización automática, temo no poder hacerles comprender a ustedes sino muy poco de esa diferencia.
En lo referente a la sepultura, por ejemplo, no podía yo ver signos de cremación, ni nada que sugiriese tumbas. Pero se me ocurrió que, posiblemente, habría cementerios (u hornos crematorios) en alguna parte, más allá de mi línea de exploración. Fue ésta, de nuevo, una pregunta que me planteé deliberadamente y mi curiosidad sufrió un completo fracaso al principio con respecto a ese punto. La cosa me desconcertaba, y acabé por hacer una observación ulterior que me desconcertó más aún: que no había entre aquella gente ningún ser anciano o achacoso.
Debo confesar que la satisfacción que sentí por mi primera teoría de una civilización automática y de una Humanidad en decadencia, no duró mucho tiempo. Sin embargo, no podía yo imaginar otra. Los diversos enormes palacios que había yo explorado eran simples viviendas, grandes salones comedores y amplios dormitorios. No pude encontrar ni máquinas ni herramientas de ninguna clase. Sin embargo, aquella gente iba vestida con bellos tejidos, que deberían necesariamente renovar de vez en cuando, y sus sandalias, aunque sin adornos, eran muestras bastante complejas de labor metálica. De un modo o de otro tales cosas debían ser fabricadas. Y aquella gentecilla no revelaba indicio alguno de tendencia creadora. No había tiendas, ni talleres, ni señal ninguna de importaciones entre ellos. Gastaban todo su tiempo en retozar lindamente, en bañarse en el río, en hacerse el amor de una manera semijuguetona, en comer frutas, y en dormir. No pude ver cómo se conseguía que las cosas siguieran marchando.
Volvamos, entonces, a la Máquina del Tiempo: alguien, no sabía yo quién, la había encerrado en el pedestal hueco de la Esfinge Blanca.
¿Por qué?
A fe mía no pude imaginarlo. Había también aquellos pozos sin agua, aquellas columnas de aireación. Comprendí que me faltaba una pista. Comprendí..., ¿cómo les explicaría aquello? Supónganse que encuentran ustedes una inscripción, con frases aquí y allá en un excelente y claro inglés, e, interpoladas con esto, otras compuestas de palabras, incluso de letras, absolutamente desconocidas para ustedes. ¡Pues bien, al tercer día de mi visita, así era como se me presentaba el Mundo del año 802.701!
Ese día, también, hice una amiga... en cierto modo. Sucedió que, cuando estaba yo contemplando a algunos de aquellos seres bañándose en un bajío, uno de ellos sufrió un calambre, y empezó a ser arrastrado por el agua. La corriente principal era más bien rápida, aunque no demasiado fuerte para un nadador regular. Les daré a ustedes una idea, por tanto, de la extraña imperfección de aquellas criaturas, cuando les diga que ninguna hizo el más leve gesto para intentar salvar al pequeño ser que gritando débilmente se estaba ahogando ante sus ojos. Cuando me di cuenta de ello, me despojé rápidamente de la ropa, y vadeando el agua por un sitio más abajo, agarré aquella cosa menuda y la puse a salvo en la orilla. Unas ligeras fricciones en sus miembros la reanimaron pronto, y tuve la satisfacción de verla completamente bien antes de separarme de ella. Tenía tan poca estimación por los de su raza que no esperé ninguna gratitud de la muchachita. Sin embargo, en esto me equivocaba.
Lo relatado ocurrió por la mañana. Por la tarde encontré a mi mujercilla —eso supuse que era— cuando regresaba yo hacia mi centro de una exploración. Me recibió con gritos de deleite, y me ofreció una gran guirnalda de flores, hecha evidentemente para mí. Aquello impresionó mi imaginación. Es muy posible que me sintiese solo. Sea como fuere, hice cuanto pude para mostrar mi reconocimiento por su regalo. Pronto estuvimos sentados juntos bajo un árbol sosteniendo una conversación compuesta principalmente de sonrisas. La amistad de aquella criatura me afectaba exactamente como puede afectar la de una niña. Nos dábamos flores uno a otro, y ella me besaba las manos. Le besé yo también las suyas. Luego intenté hablar y supe que se llamaba Weena, nombre que a pesar de no saber yo lo que significaba me pareció en cierto modo muy apropiado. Este fue el comienzo de una extraña amistad que duró una semana, ¡y que terminó como les diré!
Era ella exactamente parecida a una niña. Quería estar siempre conmigo. Intentaba seguirme por todas partes, y en mi viaje siguiente sentí el corazón oprimido, teniendo que dejarla, al final, exhausta y llamándome quejumbrosamente, Pues me era preciso conocer a fondo los problemas de aquel Mundo. No había llegado, me dije a mí mismo, al futuro para mantener un flirteo en miniatura. Sin embargo, su angustia cuando la dejé era muy grande, sus reproches al separarnos eran a veces frenéticos, y creo plenamente que sentí tanta inquietud como consuelo con su afecto. Sin embargo, significaba ella, de todos modos, un gran alivio para mí. Creí que era un simple cariño infantil el que la hacía apegarse a mí. Hasta que fue demasiado tarde, no supe claramente qué pena le había infligido al abandonarla. Hasta entonces no supe tampoco claramente lo que era ella para mí. Pues, por estar simplemente en apariencia enamorada de mí, por su manera fútil de mostrar que yo le preocupaba, aquella humana muñequita pronto dio a mi regreso a las proximidades de la Esfinge Blanca casi el sentimiento de la vuelta al hogar; y acechaba la aparición de su delicada figurita, blanca y oro, no bien llegaba yo a la colina.