Este reajuste, digo yo, debe haber sido hecho y bien hecho, realmente para siempre, en el espacio de tiempo a través del cual mi máquina había saltado. El aire estaba libre de mosquitos, la tierra de malas hierbas y de hongos; por todas partes había frutas y flores deliciosas; brillantes mariposas revoloteaban aquí y allá. El ideal de la medicina preventiva estaba alcanzado. Las enfermedades, suprimidas. No vi ningún indicio de enfermedad contagiosa durante toda mi estancia allí. Y ya les contaré más adelante que hasta el proceso de la putrefacción y de la vejez había sido profundamente afectado por aquellos cambios.
Se habían conseguido también triunfos sociales. Veía yo la Humanidad alojada en espléndidas moradas, suntuosamente vestida; y, sin embargo, no había encontrado aquella gente ocupada en ninguna faena. Allí no había signo alguno de lucha, ni social ni económica. La tienda, el anuncio, el tráfico, todo ese comercio que constituye la realidad de nuestro Mundo había desaparecido. Era natural que en aquella noche preciosa me apresurase a aprovechar la idea de un Paraíso social. La dificultad del aumento de población había sido resuelta, supongo, y la población cesó de aumentar.
Pero con semejante cambio de condición vienen las inevitables adaptaciones a dicho cambio. A menos que la ciencia biológica sea un montón de errores, ¿cuál es la causa de la inteligencia y del vigor humanos? Las penalidades y la libertad: condiciones bajo las cuales el ser activo, fuerte y apto, sobrevive, y el débil sucumbe; condiciones que recompensan la alianza leal de los hombres capaces basadas en la autocontención, la paciencia y la decisión. Y la institución de la familia y las emociones que entraña, los celos feroces, la ternura por los hijos, la abnegación de los padres, todo ello encuentra su justificación y su apoyo en los peligros inminentes que amenazan a los jóvenes. Ahora, ¿dónde están esos peligros inminentes? Se origina aquí un sentimiento que crecerá contra los celos conyugales, contra la maternidad feroz, contra toda clase de pasiones; cosas inútiles ahora, cosas que nos hacen sentirnos molestos, supervivientes salvajes y discordantes en una vida refinada y grata.
Pensé en la pequeñez física de la gente, en su falta de inteligencia, en aquellas enormes y profundas ruinas; y esto fortaleció mi creencia en una conquista perfecta de la Naturaleza. Porque después de la batalla viene la calma. La Humanidad había sido fuerte, enérgica e inteligente, y había utilizado su abundante vitalidad para modificar las condiciones bajo las cuales vivía. Y ahora llegaba la reacción de aquellas condiciones cambiadas.
Bajo las nuevas condiciones de bienestar y de seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra fuerza, llegaría a ser debilidad. Hasta en nuestro tiempo ciertas inclinaciones y deseos, en otro tiempo necesarios para sobrevivir, son un constante origen de fracaso. La valentía física y el amor al combate, por ejemplo, no representan una gran ayuda —pueden incluso ser obstáculos— para el hombre civilizado. Y en un estado de equilibrio físico y de seguridad, la potencia, tanto intelectual como física, estaría fuera de lugar. Pensé que durante incontables años no había habido peligro alguno de guerra o de violencia aislada, ningún peligro de fieras, ninguna enfermedad agotadora que haya requerido una constitución vigorosa, ni necesitado un trabajo asiduo. Para una vida tal, los que llamaríamos débiles se hallan tan bien pertrechados como los fuertes, no son realmente débiles. Mejor pertrechados en realidad, pues los fuertes estarían gastados por una energía para la cual no hay salida. Era indudable que la exquisita belleza de los edificios que yo veía era el resultado de las últimas agitaciones de la energía ahora sin fin determinado de la Humanidad, antes de haberse asentado en la perfecta armonía con las condiciones bajo las cuales vivía: el florecimiento de ese triunfo que fue el comienzo de la última gran paz. Esta ha sido siempre la suerte de la energía en seguridad; se consagra al arte y al erotismo, y luego vienen la languidez y la decadencia.
Hasta ese impulso artístico deberá desaparecer al final —había desaparecido casi en el Tiempo que yo veía—. Adornarse ellos mismos con flores, danzar, cantar al Sol; esto era lo que quedaba del espíritu artístico y nada más. Aun eso desaparecería al final, dando lugar a una satisfecha inactividad. Somos afilados sin cesar sobre la muela del dolor y de la necesidad, y, según me parecía, ¡he aquí que aquella odiosa muela se rompía al fin!
Permanecí allí en las condensadas tinieblas pensando que con aquella simple explicación había yo dominado el problema del Mundo, dominando el secreto entero de aquel delicioso pueblo. Tal vez los obstáculos por ellos ideados para detener el aumento de población habían tenido demasiado buen éxito, y su número, en lugar de permanecer estacionario, había más bien disminuido. Esto hubiese explicado aquellas ruinas abandonadas. Era muy sencilla mi explicación y bastante plausible, ¡como lo son la mayoría de las teorías equivocadas!
Mientras permanecía meditando sobre este triunfo demasiado perfecto del hombre, la Luna llena, amarilla y jibosa, salió entre un desbordamiento de luz plateada, al nordeste. Las brillantes figuritas cesaron de moverse debajo de mí, un búho silencioso revoloteó, y me estremecí con el frío de la noche. Decidí descender y elegir un sitio donde poder dormir.
Busqué con los ojos el edificio que conocía. Luego mi mirada corrió a lo largo de la figura de la Esfinge Blanca sobre su pedestal de bronce, cada vez más visible a medida que la luz de la Luna ascendente se hacía más brillante. Podía yo ver el argentado abedul enfrente. Había allí, por un lado, el macizo de rododendros, negro en la pálida claridad, y por el otro la pequeña pradera, que volví a contemplar. Una extraña duda heló mi satisfacción.
—«No
—me dije con resolución—
, ésa no es la pradera.»
Pero era la pradera. Pues la lívida faz leprosa de la esfinge estaba vuelta hacia allí. ¿Pueden ustedes imaginar lo que sentí cuando tuve la plena convicción de ello? No Podrían. ¡La Máquina del Tiempo había desaparecido!
En seguida, como un latigazo en la cara, se me ocurrió la posibilidad de perder mi propia época, de quedar abandonado e impotente en aquel extraño Mundo nuevo. El simple pensamiento de esto representaba una verdadera sensación física. Sentía que me agarraba por la garganta, cortándome la. respiración. Un momento después sufrí un ataque de miedo y corrí con largas zancadas ladera abajo. En seguida tropecé, caí de cabeza y me hice un corte en la cara; no perdí el tiempo en restañar la sangre, sino que salté de nuevo en pie y seguí corriendo, mientras me escurría la sangre caliente por la mejilla y el mentón. Y mientras corría me iba diciendo a mí mismo:
—«La han movido un poco, la han empujado debajo del macizo, fuera del camino.»
Sin embargo, corría todo cuanto me era posible. Todo el tiempo, con la certeza que algunas veces acompaña a un miedo excesivo, yo sabía que tal seguridad era una locura, sabía instintivamente que la máquina había sido transportada fuera de mi alcance. Respiraba penosamente. Supongo que recorrí la distancia entera desde la cumbre de la colina hasta la pradera, dos millas aproximadamente, en diez minutos. Y no soy ya un joven. Mientras iba corriendo maldecía en voz alta mi necia confianza, derrochando así mi aliento. Gritaba muy fuerte y nadie contestaba. Ningún ser parecía agitarse en aquel Mundo iluminado por la Luna.
Cuando llegué a la pradera mis peores temores se realizaron. No se veía el menor rastro de la máquina. Me sentí desfallecido y helado cuando estuve frente al espacio vacío, entre la negra maraña de los arbustos. Corrí furiosamente alrededor, como si la máquina pudiera estar oculta en algún rincón, y luego me detuve en seco, agarrándome el pelo con las manos. Por encima de mí descollaba la esfinge, sobre su pedestal de bronce, blanca, brillante, leprosa, bajo la luz de la Luna que ascendía. Parecía reírse burlonamente de mi congoja.
Pude haberme consolado a mí mismo imaginando que los pequeños seres habían llevado por mí el aparato a algún refugio, de no haber tenido la seguridad de su incapacidad física e intelectual. Esto era lo que me acongojaba: la sensación de algún poder insospechado hasta entonces, por cuya intervención mi invento había desaparecido. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: salvo que alguna otra época hubiera construido un duplicado exacto, la máquina no podía haberse movido a través del tiempo. Las conexiones de las palancas —les mostraré después el sistema— impiden que, una vez quitadas, nadie pueda ponerla en movimiento de ninguna manera. Había sido transportada y escondida solamente en el espacio. Pero, entonces, ¿dónde podía estar?
Creo que debí ser presa de una especie de frenesí. Recuerdo haber recorrido violentamente por dentro y por fuera, a la luz de la Luna, todos los arbustos que rodeaban a la esfinge, y asustado en la incierta claridad a algún animal blanco al que tomé por un cervatillo.
Recuerdo también, ya muy avanzada la noche, haber aporreado las matas con mis puños cerrados hasta que mis articulaciones quedaron heridas y sangrantes por las ramas partidas. Luego, sollozando y delirando en mi angustia de espíritu, descendí hasta el gran edificio de piedra. El enorme vestíbulo estaba obscuro, silencioso y desierto. Resbalé sobre un suelo desigual y caí encima de una de las mesas de malaquita, casi rompiéndome la espinilla. Encendí una cerilla y penetré al otro lado de las cortinas polvorientas de las que les he hablado.
Allí encontré un segundo gran vestíbulo cubierto de cojines, sobre los cuales dormían, quizá, una veintena de aquellos pequeños seres. Estoy seguro de que encontraron mi segunda aparición bastante extraña, surgiendo repentinamente de la tranquila obscuridad con ruidos inarticulados y el chasquido y la llama de una cerilla. Porque ellos habían olvidado lo que eran las cerillas.
—«¿Dónde está mi Máquina del Tiempo?
—comencé, chillando como un niño furioso, asiéndolos y sacudiéndolos a un tiempo
.
»
Debió parecerles muy raro aquello. Algunos rieron, la mayoría parecieron dolorosamente amedrentados. Cuando vi que formaban corro a mi alrededor, se me ocurrió que estaba haciendo una cosa tan necia como era posible hacerla en aquellas circunstancias, intentando revivir la sensación de miedo. Porque razonando conforme a su comportamiento a la luz del día: pensé que el miedo debía estar olvidado.
Bruscamente tiré la cerilla, y, chocando con algunos de aquellos seres en mi carrera, crucé otra vez, desatinado, el enorme comedor hasta llegar afuera bajo la luz de la Luna. Oí gritos de terror y sus piececitos corriendo y tropezando aquí y allá. No recuerdo todo lo que hice mientras la Luna ascendía por el cielo. Supongo que era la circunstancia inesperada de mi pérdida lo que me enloquecía. Me sentía desesperanzado, separado de mi propia especie, como un extraño animal en un mundo desconocido. Debí desvariar de un lado para otro, chillando y vociferando contra Dios y el Destino. Recuerdo que sentí una horrible fatiga, mientras la larga noche de desesperación transcurría; que remiré en tal o cual sitio imposible; que anduve a tientas entre las ruinas iluminadas por la Luna y que toqué extrañas criaturas en las negras sombras, y, por último, que me tendí sobre la tierra junto a la esfinge, llorando por mi absoluta desdicha, pues hasta la cólera por haber cometido la locura de abandonar la máquina había desaparecido con mi fuerza. No me quedaba más que mi desgracia. Luego me dormí, y cuando desperté otra vez era ya muy de día, y una pareja de gorriones brincaba a mi alrededor sobre la hierba, al alcance de mi mano.
Me senté en el frescor de la mañana, intentando recordar cómo había llegado hasta allí, y por qué experimentaba una tan profunda sensación de abandono y desesperación. Entonces las cosas se aclararon en mi mente. Con la clara razonable luz del día, podía considerar de frente mis circunstancias. Me di cuenta de la grandísima locura cometida en mi frenesí de la noche anterior, pude razonar conmigo mismo.
—«¿Suponer lo peor?
—me dije—
. ¿Suponer que la máquina está enteramente perdida, destruida, quizá? Me importa estar tranquilo, ser paciente, aprender el modo de ser de esta gente, adquirir una idea clara de cómo se ha perdido mi aparato, y los medios de conseguir materiales y herramientas; a fin de poder, al final, construir tal vez otro.»
Tenía que ser aquélla mi única esperanza, una mísera esperanza tal vez, pero mejor que la desesperación. Y, después de todo, era aquél un Mundo bello y curioso.
Pero probablemente la máquina había sido tan sólo substraída. Aun así, debía yo mantenerme sereno, tener paciencia, buscar el sitio del escondite, y recuperarla por la fuerza o con astucia. Y con esto me puse en pie rápidamente y miré a mi alrededor, preguntándome dónde podría lavarme. Me sentía fatigado, entumecido y sucio a causa del viaje. El frescor de la mañana me hizo desear una frescura igual. Había agotado mi emoción. Realmente, buscando lo que necesitaba, me sentí asombrado de mi intensa excitación de la noche anterior. Examiné cuidadosamente el suelo de la praderita. Perdí un rato en fútiles preguntas dirigidas lo mejor que pude a aquellas gentecillas que se acercaban. Todos fueron incapaces de comprender mis gestos; algunos se mostraron simplemente estúpidos; otros creyeron que era una chanza, y se rieron en mis narices. Fue para mí la tarea más difícil del Mundo impedir que mis manos cayesen sobre sus lindas caras rientes. Era un loco impulso, pero el demonio engendrado por el miedo y la cólera ciega estaba mal refrenado y aun ansioso de aprovecharse de mi perplejidad. La hierba me trajo un mejor consejo. Encontré unos surcos marcados en ella, aproximadamente a mitad de camino entre el pedestal de la esfinge y las huellas de pasos de mis pies, a mi llegada. Había alrededor otras señales de traslación, con extrañas y estrechas huellas de pasos tales que las pude creer hechas por un perezoso
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. Esto dirigió mi atención más cerca del pedestal.