La vista era brumosa e incierta. Seguía yo situado en la ladera de la colina sobre la cual está ahora construida esta casa y el saliente se elevaba por encima de mí, gris y confuso. Vi unos árboles crecer y cambiar como bocanadas de vapor, tan pronto pardos como verdes: crecían, se desarrollaban, se quebraban y desaparecían. Vi alzarse edificios vagos y bellos y pasar como sueños. La superficie de la tierra parecía cambiada, disipándose y fluyendo bajo mis ojos. Las manecillas sobre los cuadrantes que registraban mi velocidad giraban cada vez más de prisa. Pronto observé que el círculo solar oscilaba de arriba abajo, solsticio a solsticio, en un minuto o menos, y que, por consiguiente, mi marcha era de más de un año por minuto; y minuto por minuto la blanca nieve destellaba sobre el Mundo, y se disipaba, siendo seguida por el verdor brillante y corto de la primavera.
Las sensaciones desagradables de la salida eran menos punzantes ahora. Se fundieron al fin en una especie de hilaridad histérica. Noté, sin embargo, un pesado bamboleo de la máquina, que era yo incapaz de explicarme. Pero mi mente se hallaba demasiado confusa para fijarse en eso, de modo que, con una especie de locura que aumentaba en mí, me precipité en el futuro. Al principio no pensé apenas en detenerme, no pensé apenas sino en aquellas nuevas sensaciones. Pero pronto una nueva serie de impresiones me vino a la mente —cierta curiosidad y luego cierto temor—, hasta que por último se apoderaron de mi por completo. ¡Qué extraños desenvolvimientos de la Humanidad, qué maravillosos avances sobre nuestra rudimentaria civilización, pensé, se me iban a aparecer cuando llegase a contemplar de cerca el vago y fugaz Mundo que desfilaba rápido y que fluctuaba ante mis ojos! Vi una grande y espléndida arquitectura elevarse a mi alrededor, más sólida que cualquiera de los edificios de nuestro tiempo; y, sin embargo, parecía construida de trémula luz y de niebla. Vi un verdor más rico extenderse sobre la colina, y permanecer allí sin interrupción invernal. Aun a través del velo de mi confusión la tierra parecía muy bella. Y así vino a mi mente la cuestión de detener la máquina.
El riesgo especial estaba en la posibilidad de encontrarme alguna substancia en el espacio que yo o la máquina ocupábamos. Mientras viajaba a una gran velocidad a través del tiempo, esto importaba poco: el peligro estaba, por decirlo así, atenuado, ¡deslizándome como un vapor a través de los intersticios de las substancias intermedias! Pero llegar a detenerme entrañaba el aplastamiento de mí mismo, molécula por molécula, contra lo que se hallase en mi ruta; significaba poner a mis átomos en tan íntimo contacto con los del obstáculo, que una profunda reacción química —tal vez una explosión de gran alcance— se produciría, lanzándonos a mí y a mi aparato fuera de todas las dimensiones posibles... en lo Desconocido. Esta posibilidad se me había ocurrido muchas veces mientras estaba construyendo la máquina; pero entonces la había yo aceptado alegremente, como un riesgo inevitable, ¡uno de esos riesgos que un hombre tiene que admitir! Ahora que el riesgo era inevitable, ya no lo consideraba bajo la misma alegre luz. El hecho es que, insensiblemente, la absoluta rareza de todo aquello, la débil sacudida y el bamboleo de la máquina, y sobre todo la sensación de caída prolongada, habían alterado por completo mis nervios. Me dije a mí mismo que no podría detenerme nunca, y en un acceso de enojo decidí pararme inmediatamente. Como un loco impaciente, tiré de la palanca y acto seguido el aparato se tambaleó y salí despedido de cabeza por el aire.
Hubo un ruido retumbante de trueno en mis oídos. Debí quedarme aturdido un momento. Un despiadado granizo silbaba a mi alrededor, y me encontré sentado sobre una blanda hierba, frente a la máquina volcada. Todo. me pareció gris todavía, pero pronto observé que el confuso ruido en mis oídos había desaparecido. Miré en derredor. Estaba sobre lo que parecía ser un pequeño prado de un jardín, rodeado de macizos de rododendros; y observé que sus flores malva y púrpura caían como una lluvia bajo el golpeteo de las piedras de granizo. La rebotante y danzarina granizada caía en una nubecilla sobre la máquina, y se moría a lo largo de la tierra como una humareda. En un momento me encontré calado hasta los huesos.
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«
Bonita hospitalidad
—dije—
con un hombre que ha viajado innumerables años para veros.
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Pronto pensé que era estúpido dejarse empapar. Me levanté y miré a mi alrededor. Una figura colosal, esculpida al parecer en una piedra blanca, aparecía confusamente más allá de los rododendros, a través del aguacero brumoso. Pero todo el resto del Mundo era invisible.
Sería difícil describir mis sensaciones. Como las columnas de granizo disminuían, vi la figura blanca más claramente. Parecía muy voluminosa, pues un abedul plateado tocaba sus hombros. Era de mármol blanco, algo parecida en su forma a una esfinge alada; pero las alas, en lugar de llevarlas verticalmente a los lados, estaban desplegadas de modo que parecían planear. El pedestal me pareció que era de bronce y estaba cubierto de un espeso verdín. Sucedió que la cara estaba de frente a mí; los ojos sin vista parecían mirarme; había la débil sombra de una sonrisa sobre sus labios. Estaba muy deteriorada por el tiempo, y ello le comunicaba una desagradable impresión de enfermedad. Permanecí contemplándola un breve momento, medio minuto quizá, o media hora. Parecía avanzar y retroceder según cayese delante de ella el granizo más denso o más espaciado. Por último aparté mis ojos de ella por un momento, y vi que la cortina de granizo aparecía más transparente, y que el cielo se iluminaba con la promesa del Sol.
Volví a mirar a la figura blanca, agachado, y la plena temeridad de mi viaje se me apareció de repente. ¿Qué iba a suceder cuando aquella cortina brumosa se hubiera retirado por entero? ¿Qué podría haberles sucedido a los hombres? ¿Qué hacer si la crueldad se había convertido en una pasión común? ¿Qué, si en ese intervalo la raza había perdido su virilidad, desarrollándose como algo inhumano, indiferente y abrumadoramente potente? Yo podría parecer algún animal salvaje del viejo Mundo, pero el más espantoso por nuestra común semejanza, un ser inmundo que habría que matar inmediatamente.
Ya veía yo otras amplias formas: enormes edificios con intricados parapetos y altas columnas, entre una colina obscuramente arbolada que llegaba hasta mí a través de la tormenta encalmada. Me sentí presa de un terror pánico. Volví frenéticamente hacia la Máquina del Tiempo, y me esforcé penosamente en reajustarla. Mientras lo intentaba los rayos del Sol traspasaron la tronada. El gris aguacero había pasado y se desvaneció como las vestiduras arrastradas por un fantasma. Encima de mí, en el azul intenso del cielo estival, jirones obscuros y ligeros de nubes remolineaban en la nada. Los grandes edificios a mi alrededor se elevaban claros y nítidos, brillantes con la lluvia de la tormenta, y resultando blancos por las piedras de granizo sin derretir, amontonadas a lo largo de sus hiladas. Me sentía desnudo en un extraño Mundo. Experimenté lo que quizá experimenta un pájaro en el aire claro, cuando sabe que el gavilán vuela y quiere precipitarse sobre él. Mi pavor se tornaba frenético. Hice una larga aspiración, apreté los dientes, y luché de nuevo furiosamente, empleando las muñecas y las rodillas, con la máquina. Cedió bajo mi desesperado esfuerzo y retrocedió. Golpeó violentamente mi barbilla. Con una mano sobre el asiento y la otra sobre la palanca permanecí jadeando penosamente en actitud de montarme de nuevo.
Pero con la esperanza de una pronta retirada recobré mi valor. Miré con más curiosidad y menos temor aquel Mundo del remoto futuro. Por una abertura circular, muy alta en el muro del edificio más cercano, divisé un grupo de figuras vestidas con ricos y suaves ropajes. Me habían visto, y sus caras estaban vueltas hacia mí.
Oí entonces voces que se acercaban. Viniendo a través de los macizos que crecían junto a la Esfinge Blanca, veía las cabezas y los hombros de unos seres corriendo. Uno de ellos surgió de una senda que conducía directamente al pequeño prado en el cual permanecía con mi máquina. Era una ligera criatura —de una estatura quizá de cuatro pies— vestida con una túnica púrpura, ceñida al talle por un cinturón de cuero. Unas sandalias o coturnos —no pude distinguir claramente lo que eran— calzaban sus pies; sus piernas estaban desnudas hasta las rodillas, y su cabeza al aire. Al observar esto, me di cuenta por primera vez de lo cálido que era el aire.
Me impresionaron la belleza y la gracia de aquel ser, aunque me chocó también su fragilidad indescriptible. Su cara sonrosada me recordó mucho la clase de belleza de los tísicos, esa belleza hética de la que tanto hemos oído hablar. Al verle recobré de pronto la confianza. Aparté mis manos de la máquina.
En un momento estuvimos cara a cara, yo y aquel ser frágil, mas allá del futuro. Vino directamente a mí y se echó a reír en mis narices. La ausencia en su expresión de todo signo de miedo me impresionó en seguida. Luego se volvió hacia los otros dos que le seguían y les habló en una lengua extraña muy dulce y armoniosa.
Acudieron otros más, y pronto tuve a mi alrededor un pequeño grupo de unos ocho o diez de aquellos exquisitos seres. Uno de ellos se dirigió a mí. Se me ocurrió, de un modo bastante singular, que mi voz era demasiado áspera y profunda para ellos. Por eso moví la cabeza y, señalando mis oídos, la volví a mover. Dio él un paso hacia delante, vaciló y luego tocó mi mano. Entonces sentí otros suaves tentáculos sobre mi espalda y mis hombros. Querían comprobar si era yo un ser real. No había en esto absolutamente nada de alarmante. En verdad tenían algo aquellas lindas gentes que inspiraba confianza: una graciosa dulzura, cierta desenvoltura infantil. Y, además, parecían tan frágiles que me imaginé a mí mismo derribando una docena entera de ellos como si fuesen bolos. Pero hice un movimiento repentino para cuando vi sus manitas rosadas palpando la Máquina del Tiempo. Afortunadamente, entonces, cuando no era todavía demasiado tarde, pensé en un peligro del que me había olvidado hasta aquel momento, y, tomando las barras de la máquina, desprendí las pequeñas palancas que la hubieran puesto en movimiento y las metí en mi bolsillo. Luego intenté hallar el medio de comunicarme con ellos.
Entonces, viendo más de cerca sus rasgos, percibí nuevas particularidades en su tipo de belleza, muy de porcelana de Dresden
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. Su pelo, que estaba rizado por igual, terminaba en punta sobre el cuello y las mejillas; no se veía el más leve indicio de vello en su cara, y sus orejas eran singularmente menudas. Las bocas, pequeñas, de un rojo brillante, de labios más bien delgados, y las barbillas reducidas, acababan en punta. Los ojos grandes y apacibles, y —esto puede parecer egoísmo por mi parte— me imaginé entonces que les faltaba cierta parte del interés que había yo esperado encontrar en ellos.
Como no hacían esfuerzo alguno para comunicarse conmigo, sino que me rodeaban simplemente, sonriendo y hablando entre ellos en suave tono arrullado, inicié la conversación. Señalé hacia la Máquina del Tiempo y hacia mí mismo. Luego, vacilando un momento sobre cómo expresar la idea de tiempo, indiqué el Sol con el dedo. Inmediatamente una figura pequeña, lindamente arcaica, vestida con una estofa blanca y púrpura, siguió mi gesto y, después, me dejó atónito imitando el ruido del trueno.
Durante un instante me quedé tambaleante, aunque la importancia de su gesto era suficientemente clara. Una pregunta se me ocurrió bruscamente: ¿estaban locos aquellos seres? Les sería difícil a ustedes comprender cómo se me ocurrió aquello. Ya saben que he previsto siempre que las gentes del año 802.000 y tantos nos adelantarán increíblemente en conocimientos, arte, en todo. Y, en seguida, uno de ellos me hacía de repente una pregunta que probaba que su nivel intelectual era el de un niño de cinco años, que me preguntaba en realidad ¡si había yo llegado del Sol con la tronada! Lo cual alteró la opinión que me había formado de ellos por sus vestiduras, sus miembros frágiles y ligeros y sus delicadas facciones. Una oleada de desengaño cayó sobre mi mente. Durante un momento sentí que había construido la Máquina del Tiempo en vano.
Incliné la cabeza, señalando hacia el Sol, e interpreté tan gráficamente un trueno, que los hice estremecer. Se apartaron todos un paso o más y se inclinaron. Entonces uno de ellos avanzó riendo hacia mí, llevando una guirnalda de bellas flores, que me eran desconocidas por completo, y me la puso al cuello. La idea fue acogida con un melodioso aplauso; y pronto todos empezaron a correr de una parte a otra cogiendo flores; y, riendo, me las arrojaban hasta que estuve casi asfixiado bajo el amontonamiento. Ustedes que no han visto nunca nada parecido, apenas podrán figurarse qué flores delicadas y maravillosas han creado innumerables años de cultura. Después, uno de ellos sugirió que su juguete debía ser exhibido en el edificio más próximo y así me llevaron más allá de la esfinge de mármol blanco, que parecía haber estado mirándome entretanto con una sonrisa ante mi asombro, hacia un amplio edificio gris de piedra desgastada. Mientras iba con ellos, volvió a mi mente con irresistible júbilo el recuerdo de mis confiadas anticipaciones de una posteridad hondamente seria e intelectual.
El edificio tenía una enorme entrada y era todo él de colosales dimensiones. Estaba yo naturalmente muy ocupado por la creciente multitud de gentes menudas y por las grandes puertas que se abrían ante mí sombrías y misteriosas. Mi impresión general del Mundo que veía sobre sus cabezas era la de un confuso derroche de hermosos arbustos y de flores, de un jardín largo tiempo descuidado y, sin embargo, sin malas hierbas. Divisé un gran número de extrañas flores blancas, de altos tallos, que medían quizá un pie en sus pétalos de cera extendidos. Crecían desperdigadas, silvestres, entre los diversos arbustos, pero, como ya he dicho, no pude examinarlas de cerca en aquel momento. La Máquina del Tiempo quedó abandonada sobre la hierba, entre los rododendros.