Encontré el Palacio de Porcelana Verde, al filo de mediodía, desierto y desmoronándose en ruinas. Sólo quedaban trozos de vidrio en sus ventanas, y extensas capas del verde revestimiento se habían desprendido de las armaduras metálicas corroídas. El palacio estaba situado en lo más alto de una pendiente herbosa; mirando, antes de entrar allí, hacia el nordeste, me sorprendió ver un ancho estuario, o incluso una ensenada, donde supuse que Wandsworth
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y Battersea
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debían haber estado en otro tiempo. Pensé entonces —aunque no seguí nunca más lejos este pensamiento—, qué debía haber sucedido, o qué sucedía, a los seres que vivían en el mar.
Los materiales del palacio resultaron ser, después de bien examinados, auténtica porcelana, y a lo largo de la fachada vi una inscripción en unos caracteres desconocidos. Pensé, más bien neciamente, que Weena podía ayudarme a interpretarla, pero me di cuenta luego de que la simple idea de la escritura no había nunca penetrado en su cabeza. Ella me pareció siempre, creo yo, más humana de lo que era, quizá por ser su afecto tan humano.
Pasadas las enormes hojas de la puerta —que estaban abiertas y rotas—, encontramos, en lugar del acostumbrado vestíbulo, una larga galería iluminada por numerosas ventanas laterales. A primera vista me recordó un museo. El enlosado estaba cubierto de polvo, y una notable exhibición de objetos diversos se ocultaba bajo aquella misma capa gris. Vi entonces, levantándose extraño y ahilado en el centro del vestíbulo, lo que era sin duda la parte inferior de un inmenso esqueleto. Reconocí por los pies oblicuos que se trataba de algún ser extinguido, de la especie del megaterio. El cráneo y los huesos superiores yacían al lado sobre la capa de polvo; y en un sitio en que el agua de la lluvia había caído por una gotera del techo, aquella osamenta estaba deteriorada. Más adelante, en la galería, se hallaba el enorme esqueleto encajonado de un brontosaurio
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. Mi hipótesis de un museo se confirmaba. En los lados encontré los que me parecieron ser estantes inclinados, y quitando la capa de polvo, descubrí las antiguas y familiares cajas encristaladas de nuestro propio tiempo. Pero debían ser herméticas al aire a juzgar por la perfecta conservación de sus contenidos.
¡Evidentemente, estábamos en medio de las ruinas de algún South Kensington
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de nuestros días! Allí estaba, evidentemente, la Sección de Paleontología, que debía haber encerrado una espléndida serie de fósiles, aunque el inevitable proceso de descomposición, que había sido detenido por un tiempo, perdiendo gracias a la extinción de las bacterias y del moho las noventa y nueve centésimas de su fuerza, se había, sin embargo, puesto de nuevo a la obra con extrema seguridad, aunque con suma lentitud, para la destrucción de todos sus tesoros. Aquí y allá encontré vestigios de los pequeños seres en forma de raros fósiles rotos en pedazos o ensartados con fibra de cañas. Y las cajas, en algunos casos, habían sido removidas por los Morlocks, a mi juicio. Reinaba un gran silencio en aquel sitio. La capa de polvo amortiguaba nuestras pisadas. Weena, que hacía rodar un erizo de mar sobre el cristal inclinado de una caja, se acercó pronto a mí —mientras miraba yo fijamente alrededor—, me cogió muy tranquilamente la mano y permaneció a mi lado,
Al principio me dejó tan sorprendido aquel antiguo monumento de una época intelectual, que no me paré a pensar en las posibilidades que presentaba. Hasta la preocupación por la Máquina del Tiempo se alejó un tanto de mi mente
A juzgar por el tamaño del lugar, aquel Palacio de Porcelana Verde contenía muchas más cosas que una Galería de Paleontología; posiblemente tenía galerías históricas; ¡e incluso podía haber allí una biblioteca! Para mí, al menos en aquellas circunstancias, hubiera sido mucho más interesante que aquel espectáculo de una vieja geología en decadencia. En mi exploración encontré otra corta galería, que se extendía transversalmente a la primera. Parecía estar dedicada a los minerales, y la vista de un bloque de azufre despertó en mi mente la idea de la potencia de la pólvora. Pero no pude encontrar salitre; ni, en realidad, nitrato de ninguna clase. Sin duda se habían disuelto desde hacía muchas edades. Sin embargo, el azufre persistió en mi pensamiento e hizo surgir una serie de asociaciones de cosas. En cuanto al resto del contenido de aquella galería, aunque era, en conjunto, lo mejor conservado de todo cuanto vi, me interesaba poco. No soy especialista en mineralogía. Me dirigí hacia un ala muy ruinosa paralela al primer vestíbulo en que habíamos entrado. Evidentemente, aquella sección estaba dedicada a la Historia Natural, pero todo resultaba allí imposible de reconocer. Unos cuantos vestigios encogidos y ennegrecidos de lo que habían sido en otro tiempo animales disecados, momias disecadas en frascos que habían contenido antaño alcohol, un polvo marrón de plantas desaparecidas: ¡esto era todo! Lo deploré, porque me hubiese alegrado trazar los pacientes reajustes por medio de los cuales habían conseguido hacer la conquista de la Naturaleza animada.
Luego, llegamos a una galería de dimensiones sencillamente colosales, pero muy mal iluminada, y cuyo suelo en suave pendiente hacía un ligero ángulo con la última galería en que había entrado. Globos blancos pendían, a intervalos, del techo —muchos de ellos rajados y rotos — indicando que aquel sitio había estado al principio iluminado artificialmente. Allí me encontraba más en mi elemento, pues de cada lado se levantaban las enormes masas de unas gigantescas máquinas, todas muy corroídas y muchas rotas, pero algunas aún bastante completas. Como ustedes saben, siento cierta debilidad por la mecánica, y estaba dispuesto a detenerme entre ellas; tanto más cuanto que la mayoría ofrecían el interés de un rompecabezas, y yo no podía hacer más que vagas conjeturas respecto a su utilidad. Me imaginé que si podía resolver aquellos rompecabezas me encontraría en posesión de fuerzas que podían servirme contra los Morlocks.
De pronto, Weena se acercó mucho a mí. Tan repentinamente, que me estremecí. Si no hubiera sido por ella no creo que hubiese yo notado que el suelo de la galería era inclinado, en absoluto
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. El extremo a que había llegado se hallaba por completo encima del suelo, y estaba iluminado por escasas ventanas parecidas a troneras. Al descender en su longitud, el suelo se elevaba contra aquellas ventanas, con sólo una estrecha faja de luz en lo alto delante de cada una de ellas, hasta ser al final un foso, como el sótano de una casa de Londres. Avancé despacio, intentando averiguar el uso de las máquinas, y prestándoles demasiada atención para advertir la disminución gradual de la luz del día, hasta que las crecientes inquietudes de Weena atrajeron mi atención hacia ello. Vi entonces que la galería quedaba sumida al final en densas tinieblas. Vacilé, y luego, al mirar a mi alrededor, vi que la capa de polvo era menos abundante y su superficie menos lisa. Más lejos, hacia la obscuridad, parecía marcada por varias pisadas, menudas y estrechas. Mi sensación de la inmediata presencia de los Morlocks se reanimó ante aquello. Comprendí que estaba perdiendo el tiempo en aquel examen académico de la maquinaria.
Recordé que la tarde se hallaba ya muy avanzada y que yo no tenía aún ni arma, ni refugio, ni medios de hacer fuego. Y luego, viniendo del fondo, en la remota obscuridad de la galería, oí el peculiar pateo, y los mismos raros ruidos que había percibido abajo en el pozo.
Cogí la mano de Weena. Luego, con una idea repentina, la solté y volví hacia una máquina de la cual sobresalía una palanca bastante parecida a las de las garitas de señales en las estaciones. Subiendo a la plataforma, así aquella palanca y la torcí hacia un lado con toda mi fuerza. De repente, Weena, abandonada en la nave central, empezó a gemir. Había yo calculado la resistencia de la palanca con bastante corrección, pues al minuto de esfuerzos se partió, y me uní a Weena con una maza en la mano, más que suficiente, creía yo, para romper el cráneo de cualquier Morlock que pudiese encontrar. Estaba impaciente por matar a un Morlock o a varios. ¡Les parecerá a ustedes muy inhumano aquel deseo de matar a mis propios descendientes! Pero era imposible, de un modo u otro, sentir ninguna piedad por aquellos seres. Tan sólo mi aversión a abandonar a Weena, y el convencimiento de que si comenzaba a apagar mi sed de matanza mi Máquina del Tiempo sufriría por ello, me contuvieron de bajar derechamente a la galería y de ir a matar a los Morlocks.
Así pues, con la maza en una mano y llevando de la otra a Weena, salí de aquella galería y entré en otra más amplia aún, que a primera vista me recordó una capilla militar con banderas desgarradas colgadas. Pronto reconocí en los harapos obscuros y carbonizados que pendían a los lados restos averiados de libros. Desde hacía largo tiempo se habían caído a pedazos, desapareciendo en ellos toda apariencia de impresión. Pero aquí y allá, cubiertas acartonadas y cierres metálicos decían bastante sobre aquella historia. De haber sido yo un literato, hubiese podido quizá moralizar sobre la futileza de toda ambición. Pero tal como era, la cosa que me impresionó con más honda fuerza fue el enorme derroche de trabajo que aquella sombría mezcolanza de papel podrido atestiguaba. Debo confesar que en aquel momento pensé principalmente en las
Philosophical Transactions
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y en mis propios diecisiete trabajos sobre física óptica.
Luego, subiendo una ancha escalera llegamos a lo que debía haber sido en otro tiempo una galería de química técnica. Y allí tuve una gran esperanza de hacer descubrimientos útiles. Excepto en un extremo, donde el techo se había desplomado, aquella galería estaba bien conservada. Fui presuroso hacia las cajas que no estaban deshechas y que eran realmente herméticas. Y al fin, en una de ellas, encontré una caja de cerillas. Probé una a toda prisa. Estaban en perfecto estado. Ni siquiera parecían húmedas. Me volví hacia Weena.
«¡Baila!»
, le grité en su propia lengua. Pues ahora poseía yo una verdadera arma contra los horribles seres a quienes temíamos. Y así, en aquel museo abandonado, sobre el espeso y suave tapiz de polvo, ante el inmenso deleite de Weena, ejecuté solemnemente una especie de danza compuesta, silbando unos compases de
El País del Hombre Leal
, tan alegremente como pude. Era en parte un modesto cancán, en parte un paso de baile, en parte una danza de faldón (hasta donde mi levita lo permitía), y en parte original. Porque, como ustedes saben, soy inventivo por naturaleza.
Aun ahora, pienso que el hecho de haber escapado aquella caja de cerillas al desgaste del tiempo durante años memoriales resultaba muy extraño, y para mí la cosa más afortunada. Además, de un modo bastante singular, encontré una substancia más inverosímil, que fue alcanfor. Lo hallé en un frasco sellado que, por casualidad, supongo, había sido en verdad herméticamente cerrado. Creí al principio que sería cera de parafina, y, en consecuencia, rompí el cristal. Pero el olor del alcanfor era evidente. En la descomposición universal aquella substancia volátil había sobrevivido casualmente, quizá a través de muchos miles de centurias. Esto me recordó una pintura en sepia que había visto ejecutar una vez con la tinta de una belemnita
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fósil hacía millones de años. Estaba a punto de tirarlo, pero recordé que el alcanfor era inflamable y que ardía con una buena y brillante llama —fue, en efecto, una excelente bujía— y me lo metí en el bolsillo. No encontré, sin embargo, explosivos, ni medio alguno de derribar las puertas de bronce. Todavía mi palanca de hierro era la cosa más útil que poseía yo por casualidad. A pesar de lo cual salí de aquella galería altamente exaltado.
No puedo contarles a ustedes toda la historia de aquella larga tarde. Exigiría un gran esfuerzo de memoria recordar mis exploraciones en todo su adecuado orden. Recuerdo una larga galería con panoplias de armas enmohecidas, y cómo vacilé entre mi palanca y un hacha o una espada. No podía, sin embargo, llevarme las dos, y mi barra de hierro prometía un mejor resultado contra las puertas de bronce. Había allí innumerables fusiles, pistolas y rifles. La mayoría eran masas de herrumbre, pero muchas estaban hechas de algún nuevo metal y se hallaban aún en bastante buen estado. Pero todo lo que pudo haber sido en otro tiempo cartuchos estaba convertido en polvo. Vi que una de las esquinas de aquella galería estaba carbonizada y derruida; quizá —me figuro yo— por la explosión de alguna de las muestras. En otro sitio había una amplia exposición de ídolos —polinésicos, mexicanos, griegos, fenicios—, creo que de todos los países de la Tierra. Y allí, cediendo a un impulso irresistible, escribí mi nombre sobre la nariz de un monstruo de esteatita procedente de Sudamérica, que impresionó en especial mi imaginación.
A medida que caía la tarde, mi interés disminuía. Recorrí galería tras galería, polvorientas, silenciosas, con frecuencia ruinosas; los objetos allí expuestos eran a veces meros montones de herrumbre y de lignito, en algunos casos recientes. En un lugar me encontré de repente cerca del modelo de una mina de estaño, y entonces por el más simple azar descubrí dentro de una caja hermética dos cartuchos de dinamita. Lancé un «¡Eureka!» y rompí aquella caja con alegría. Entonces surgió en mi una duda. Vacilé. Luego, escogiendo una pequeña galería lateral, hice la prueba. No he experimentado nunca desengaño igual al que sentí esperando cinco, diez, quince minutos a que se produjese una explosión. Naturalmente, aquello era simulado, como debía haberlo supuesto por su sola presencia allí. Creo, en realidad, que, de no haber sido así, me hubiese precipitado inmediatamente y hecho saltar la Esfinge, las puertas de bronce y (como quedó probado) mis probabilidades de encontrar la Máquina del Tiempo, acabando con todo.