Durante la mayor parte de aquella noche tuve el convencimiento de que sufría una pesadilla. Me mordí a mí mismo y grité con el ardiente deseo de despertarme. Golpeé la tierra con mis manos, me levanté y volví a sentarme, vagué de un lado a otro y me senté de nuevo. Luego llegué a frotarme los ojos y a pedir a Dios que me despertase. Por tres veces vi a unos Morlocks lanzarse dentro de las llamas en una especie de agonía. Pero al final, por encima de las encalmadas llamas del incendio, por encima de las flotantes masas de humo negro, el blancor y la negrura de los troncos, y el número decreciente de aquellos seres indistintos, se difundió la blanca luz del día.
Busqué de nuevo las huellas de Weena, pero allí no encontré ninguna. Era evidente que ellos habían abandonado su pobre cuerpecillo en el bosque. No puedo describir hasta qué punto alivió mi dolor el pensar que ella se había librado del horrible destino que parecía estarle reservado. Pensando en esto, sentí casi impulsos de comenzar la matanza de las impotentes abominaciones que estaban a mi alrededor, pero me contuve. Aquel montículo, como ya he dicho, era una especie de isla en el bosque. Desde su cumbre, podía ahora descubrir a través de una niebla de humo el Palacio de Porcelana Verde, y desde allí orientarme hacía la Esfinge Blanca. Y así, abandonando el resto de aquellas almas malditas, que se movían aún de aquí para allá gimiendo, mientras el día iba clareando, até algunas hierbas alrededor de mis pies y avancé cojeando —entre las cenizas humeantes y los troncos negruzcos, agitados aún por el fuego en una conmoción interna—, hacia el escondite de la Máquina del Tiempo. Caminaba despacio, pues estaba casi agotado, y asimismo cojo, y me sentía hondamente desdichado con la horrible muerte de la pequeña Weena. Me parecía una calamidad abrumadora. Ahora, en esta vieja habitación familiar, aquello se me antoja más la pena de un sueño que una pérdida real. Pero aquella mañana su pérdida me dejó otra vez solo por completo, terriblemente solo. Empecé a pensar en esta casa mía, en este rincón junto al fuego, en algunos de ustedes, y con tales pensamientos se apoderó de mí un anhelo que era un sufrimiento.
Pero al caminar sobre las cenizas humeantes bajo el brillante cielo matinal, hice un descubrimiento. En el bolsillo del pantalón quedaban algunas cerillas. Debían haberse caído de la caja antes de perderse ésta.
Alrededor de las ocho o las nueve de la mañana llegué al mismo asiento de metal amarillo desde el cual había contemplado el Mundo la noche de mi llegada. Pensé en las conclusiones precipitadas que hice aquella noche, y no pude dejar de reírme amargamente de mi presunción. Allí había aún el mismo bello paisaje, el mismo abundante follaje; los mismos espléndidos palacios y magníficas ruinas, el mismo río plateado corriendo entre sus fértiles orillas. Los alegres vestidos de aquellos delicados seres se movían de aquí para allí entre los árboles. Algunos se bañaban en el sitio preciso en que había yo salvado a Weena, y esto me asestó de repente una aguda puñalada de dolor. Como manchas sobre el paisaje se elevaban las cúpulas por encima de los caminos hacia el Mundo Subterráneo. Sabía ahora lo que ocultaba toda la belleza del Mundo Superior. Sus días eran muy agradables, como lo son los días que pasa el ganado en el campo. Como el ganado, ellos ignoraban que tuviesen enemigos, y no prevenían sus necesidades. Y su fin era el mismo.
Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la Inteligencia humana. Se había suicidado. Se había puesto con firmeza en busca de la comodidad y el bienestar de una sociedad equilibrada con seguridad y estabilidad, como lema; había realizado sus esperanzas, para llegar a esto al final. Alguna vez, la vida y la propiedad debieron alcanzar una casi absoluta seguridad. Al rico le habían garantizado su riqueza y su bienestar, al trabajador su vida y su trabajo. Sin duda en aquel Mundo perfecto no había existido ningún problema de desempleo, ninguna cuestión social dejada sin resolver. Y esto había sido seguido de una gran calma.
Una ley natural que olvidamos es que la versatilidad intelectual es la compensación por el cambio, el peligro y la inquietud. Un animal en perfecta armonía con su medio ambiente es un perfecto mecanismo. La Naturaleza no hace nunca un llamamiento a la inteligencia, como el hábito y el instinto no sean inútiles. No hay inteligencia allí donde no hay cambio ni necesidad de cambio. Sólo los animales que cuentan con inteligencia tienen que hacer frente a una enorme variedad de necesidades y de peligros.
Así pues, como podía ver, el hombre del Mundo Superior había derivado hacia su blanda belleza, y el del Mundo Subterráneo hacia la simple industria mecánica. Pero aquel perfecto estado carecía aún de una cosa para alcanzar la perfección mecánica: la estabilidad absoluta. Evidentemente, a medida que transcurría el tiempo, la subsistencia del Mundo Subterráneo, como quiera que se efectuase, se había alterado. La Madre Necesidad, que había sido rechazada durante algunos milenios, volvió otra vez y comenzó de nuevo su obra, abajo. El Mundo Subterráneo, al estar en contacto con una maquinaria que, aun siendo perfecta, necesitaba sin embargo un poco de pensamiento además del hábito, había probablemente conservado, por fuerza, bastante más iniciativa, pero menos carácter humano que el Superior. Y cuando les faltó un tipo de carne, acudieron a lo que una antigua costumbre les había prohibido hasta entonces. De esta manera vi en mi última mirada el Mundo del año 802.701. Esta es tal vez la explicación más errónea que puede inventar un mortal. Esta es, sin embargo, la forma que tomó para mí la cosa y así se la ofrezco a ustedes.
Después de las fatigas, las excitaciones y los terrores de los pasados días, y pese a mi dolor, aquel asiento, la tranquila vista y el calor del Sol eran muy agradables. Estaba muy cansado y soñoliento y pronto mis especulaciones se convirtieron en sopor. Comprendiéndolo así, acepté mi propia sugerencia y tendiéndome sobre el césped gocé de un sueño vivificador. Me desperté un poco antes de ponerse el Sol. Me sentía ahora a salvo de ser sorprendido por los Morlocks y, desperezándome, bajé por la colina hacia la Esfinge Blanca. Llevaba mi palanca en una mano, y la otra jugaba con las cerillas en mi bolsillo.
Y ahora viene lo más inesperado. Al acercarme al pedestal de la esfinge, encontré las hojas de bronce abiertas. Habían resbalado hacia abajo sobre unas ranuras.
Ante esto me detuve en seco vacilando en entrar.
Dentro había un pequeño aposento, y en un rincón elevado estaba la Máquina del Tiempo. Tenía las pequeñas palancas en mi bolsillo. Así pues, después de todos mis estudiados preparativos para el asedio de la Esfinge Blanca, me encontraba con una humilde rendición. Tiré mi barra de hierro, sintiendo casi no haberla usado.
Me vino a la mente un repentino pensamiento cuando me agachaba hacia la entrada. Por una vez al menos capté las operaciones mentales de los Morlocks. Conteniendo un enorme deseo de reír, pasé bajo el marco de bronce y avancé hacia la Máquina del Tiempo. Me sorprendió observar que había sido cuidadosamente engrasada y limpiada. Después he sospechado que los Morlocks la habían desmontado en parte, intentando a su insegura manera averiguar para qué servía.
Ahora, mientras la examinaba, encontrando un placer en el simple contacto con el aparato, sucedió lo que yo esperaba. Los paneles de bronce resbalaron de repente y cerraron el marco con un ruido metálico. Me hallé en la obscuridad, cogido en la trampa. Eso pensaban los Morlocks. Me reí entre dientes gozosamente.
Oía ya su risueño murmullo mientras avanzaban hacia mí. Con toda tranquilidad intenté encender una cerilla. No tenía más que tirar de las palancas y partiría como un fantasma. Pero había olvidado una cosa insignificante. Las cerillas eran de esa clase abominable que sólo se encienden rascándolas sobre la caja.
Pueden ustedes imaginar cómo desapareció toda mi calma. Los pequeños brutos estaban muy cerca de mí. Uno de ellos me tocó. Con la ayuda de las palancas barrí de un golpe la obscuridad y empecé a subir al sillín de la máquina. Entonces una mano se posó sobre mí y luego otra. Tenía, por tanto, simplemente que luchar contra sus dedos persistentes para defender mis palancas y al mismo tiempo encontrar a tientas los pernos sobre los cuales encajaban. Casi consiguieron apartar una de mí. Pero cuando sentí que se me escurría de la mano, no tuve más remedio que topar mi cabeza en la obscuridad —pude oír retumbar el cráneo del Morlock— para recuperarla. Creo que aquel último esfuerzo representaba algo más inmediato que la lucha en la selva.
Pero al fin la palanca quedó encajada en el movimiento de la puesta en marcha. Las manos que me asían se desprendieron de mí. Las tinieblas se disiparon luego ante mis ojos. Y me encontré en la misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya he descripto.
Ya les he narrado las náuseas y la confusión que produce el viajar a través del tiempo. Y ahora no estaba yo bien sentado en el sillín, sino puesto de lado y de un modo inestable. Durante un tiempo indefinido me agarre a la máquina que oscilaba y vibraba sin preocuparme en absoluto cómo iba, y cuando quise mirar los cuadrantes de nuevo, me dejó asombrado ver adónde había llegado. Uno de los cuadrantes señala los días; otro, los millares de días; otro, los millones de días, y otro, los miles de millones. Ahora, en lugar de poner las palancas en marcha atrás las había puesto en posición de marcha hacia delante, y cuando consulté aquellos indicadores vi que la aguja de los millares tan de prisa como la del segundero de un reloj giraba hacia el futuro.
Entretanto, un cambio peculiar se efectuaba en el aspecto de las cosas. La palpitación grisácea se tornó obscura; entonces —aunque estaba yo viajando todavía a una velocidad prodigiosa— la sucesión parpadeante del día y de la noche, que indicaba por lo general una marcha aminorada, volvió cada vez más acusada. Esto me desconcertó mucho al principio. Las alternativas de día y de noche se hicieron más y más lentas, así como también el paso del Sol por el cielo, aunque parecían extenderse a través de las centurias. Al final, un constante crepúsculo envolvió la Tierra, un crepúsculo interrumpido tan sólo de vez en cuando por el resplandor de un cometa en el cielo entenebrecido. La faja de luz que señalaba el Sol había desaparecido hacía largo rato, pues el Sol no se ponía; simplemente se levantaba y descendía por el oeste, mostrándose más grande y más rojo. Todo rastro de la Luna se había desvanecido. Las revoluciones de las estrellas, cada vez más lentas, fueron substituidas por puntos de luz que ascendían despacio. Al final, poco antes de hacer yo alto, el Sol rojo e inmenso se quedó inmóvil sobre el horizonte: una amplia cúpula que brillaba con un resplandor empañado, y que sufría de vez en cuando una extinción momentánea. Una vez se reanimó un poco mientras brillaba con más fulgor nuevamente, pero recobró en seguida su rojo y sombrío resplandor. Comprendí que por aquel aminoramiento de su salida y de su puesta se realizaba la obra de las mareas. La Tierra reposaba con una de sus caras vuelta hacia el Sol, del mismo modo que en nuestra propia época la Luna presenta su cara a la Tierra. Muy cautelosamente, pues recordé mi anterior caída de bruces, empecé a invertir el movimiento. Giraron cada vez más despacio las agujas hasta que la de los millares pareció inmovilizarse y la de los días dejó de ser una simple nube sobre su cuadrante. Más despacio aún, hasta que los vagos contornos de una playa desolada se hicieron visibles.
Me detuve muy delicadamente y, sentado en la Máquina del Tiempo, miré alrededor. El cielo ya no era azul.
Hacia el nordeste era negro como tinta, y en aquellas tinieblas brillaban con gran fulgor, incesantemente, las pálidas estrellas. Sobre mí era de un almagre intenso y sin estrellas, y al sudeste se hacía brillante, llegando a un escarlata resplandeciente hasta donde, cortado por el horizonte, estaba el inmenso disco del Sol, rojo e inmóvil. Las rocas a mi alrededor eran de un áspero color rojizo, y el único vestigio de vida que pude ver al principio fue la vegetación intensamente verde que cubría cada punto saliente sobre su cara del sudeste. Era ese mismo verde opulento que se ve en el musgo de la selva o en el liquen de las cuevas: plantas que, como éstas, crecen en un perpetuo crepúsculo.
La máquina se había parado sobre una playa en pendiente. El mar se extendía hacia el sudeste, levantándose claro y brillante sobre el cielo pálido. No había allí ni rompientes ni olas, pues no soplaba ni una ráfaga de viento. Sólo una ligera y oleosa ondulación mostraba que el mar eterno aún se agitaba y vivía. Y a lo largo de la orilla, donde el agua rompía a veces, había una gruesa capa de sal rosada bajo el cielo espeluznante. Sentía una opresión en mi cabeza, y observé que tenía la respiración muy agitada. Aquella sensación me recordó mi único ensayo de montañismo, y por ello juzgué que el aire debía estar más enrarecido que ahora.
Muy lejos, en lo alto de la desolada pendiente, oí un áspero grito y vi una cosa parecida a una inmensa mariposa blanca inclinarse revoloteando por el cielo y, dando vueltas, desaparecer sobre unas lomas bajas. Su chillido era tan lúgubre, que me estremecí, asentándome con más firmeza en la máquina. Mirando nuevamente a mi alrededor vi que, muy cerca, lo que había tomado por una rojiza masa de rocas se movía lentamente hacia mí. Percibí entonces que la cosa era en realidad un ser monstruoso parecido a un cangrejo. ¿Pueden ustedes imaginar un cangrejo tan grande como aquella masa, moviendo lentamente sus numerosas patas, bamboleándose, cimbreando sus enormes pinzas, sus largas antenas, como látigos de carretero, ondulantes tentáculos, con sus ojos acechándoles centelleantes a cada lado de su frente metálica? Su lomo era rugoso y adornado de protuberancias desiguales, y unas verdosas incrustaciones lo recubrían aquí y allá. Veía yo, mientras se movía, los numerosos palpos de su complicada boca agitarse y tantear.