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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (24 page)

BOOK: La locura de Dios
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Le tranquilicé nuevamente sobre mi salud, y Joanot contempló durante un momento mi ridículo atuendo con una sonrisa en los labios, pero no hizo ningún comentario. Después saludó en griego a Neléis, y acto seguido me arrastró hasta el borde de la plataforma, que estaba situada sobre una de las puertas que se abría en la muralla de la ciudad.

«Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel…»

Eso era lo que afirmaba san Juan, y aunque yo no disponía de una caña dorada para confirmarlo, estaba seguro de que aquel muro tenía una altura impresionante.

Pero siempre me había preguntado por qué la ciudad de Dios necesitaba tener un muro de aquella altura si al final del Apocalipsis, en el momento en el que aparecía la ciudad, todo enemigo y todo Mal habían desaparecido para siempre y sólo quedaban los justos. ¿Contra qué serviría de defensa aquel enorme muro del que hablaba San Juan?

¿Contra quién serviría de defensa el muro, no menos impresionante, de Apeiron? ¿Contra los gog? ¿Contra el propio Satanás?

Los trescientos almogávares cruzaban entonces, en perfecta formación, bajo el gran arco dorado que era la puerta de la ciudad. Eran guiados por jinetes ataviados con brillantes armaduras rojas que supuse que formarían parte de la guardia de la ciudad.

—¿Desde cuándo hablas griego? —le pregunté a Joanot.

—Mi padre era un hombre instruido, a diferencia mía; y leía habitualmente a los clásicos —respondió sin apartar la vista de los almogávares que iban entrando—; me obligó a aprender la lengua griega, pero al principio me costó entender el acento de esta gente… —Y añadió al cabo de un rato—: Hemos vencido, Ramón, ¿no es cierto?

—Eso parece —respondí.

—Ha sido un largo y duro camino hasta aquí —dijo—, pero hemos alcanzado la meta que Roger de Flor nos marcó. Cuando te vi caer, junto al carro de hierro, cuando apareció ese dragón en el cielo, temí por tu vida, anciano. Temí de verdad por tu vida; por eso te acompañé personalmente hasta aquí; viajé en el estómago de aquel dragón sólo para seguir a tu lado. Pensé que ibas a morir sin terminar esta aventura. Y eso no puede ser; no me harías eso, ¿verdad anciano? ¿Qué haría yo aquí sin ti? ¿Qué haríamos ninguno de nosotros? Yo apenas chapurreo unas pocas palabras de griego, y tengo que admitir que no entiendo casi nada de lo que veo a mi alrededor. Porque ésta es la ciudad del Preste Juan, ¿verdad?

Hice un gesto de abatimiento. Podía comprender el estado de ánimo de Joanot, pero mi propio ánimo no andaba mucho mejor. Aquello nos superaba a todos por igual; al guerrero y al científico, y nos igualaba en ignorancia y en la capacidad de asombro que todas aquellas maravillas que nos rodeaban podían provocarnos. ¿Cómo decirle a Joanot de Curial que yo mismo me sentía asustado y desorientado por todo aquello?

—Creo que éste es el final de nuestro camino. La ciudad que andábamos buscando, aunque sus habitantes, sin duda, no han oído hablar nunca del Preste Juan. Ellos llaman Apeiron a su ciudad, y creen ser descendientes de una secta de filósofos materialistas griegos, que huyeron de la isla de Samos hace más de mil quinientos años.

Joanot me miró confuso durante un instante. Luego dijo:

—En realidad no me importa demasiado cómo diablos llaman ellos a su ciudad. Tan sólo me importa si tiene oro y poder, tal y como afirma la leyenda, y a la vista está que deben poseer ambas cosas.

Neléis se acercó a nosotros y nos indicó que los almogávares ya estaban en el interior de la ciudad.

—¿Queréis acompañarme? —dijo—; os conduciré hasta ellos.

Descendimos por unas escaleras metálicas, que se enroscaban sobre sí mismas como la concha de un caracol, hasta una plataforma inferior, y de nuevo allí pudimos ser testigos de la magia de Apeiron. La plataforma estaba sujeta por unos cables, y éstos se tensaban contra unas enormes poleas; con un suave chirrido las poleas giraron y la plataforma fue descendiendo lentamente hasta llegar al nivel del suelo.

Los rudos almogávares formaban un apretado grupo bajo las enormes hojas dobles de la puerta de la ciudad. Ariscos y desconfiados se protegían las espaldas unos a otros mientras sus manos no se apartaban mucho de la empuñadura de sus espadas. Estaban aterrorizados por todo lo que les rodeaba, y yo no podía reprochárselo.

—¡Adalid! —era Ricard, que había detectado la presencia de Joanot y salía a su paso para devolverle el mando de la tropa.

Mientras los dos guerreros hablaban, me acerqué a mi viejo carromato, y saludé a mis acémilas palmeando con cariño el cuello de los animales.

Ibn-Abdalá descendió entonces del carro.

—Me alegra verte con tan buen aspecto, Ramón —dijo el sarraceno entrecerrando sus ojos—. Es milagroso. Cuando te vi partir no pensé que te recuperarías de una forma tan rápida. —Y repitió—: … Es verdaderamente milagroso.

—Todo lo que nos rodea en esta ciudad maravillosa parece producto de un milagro —dije lleno de alegría. Pero la expresión de Ibn-Abdalá hizo que la sonrisa se helase en mis labios—. ¿Sucede algo, amigo?

—Lo que nos rodea puede ser obra de Dios, pero también puede ser obra de Satán —replicó el sarraceno con una mirada huidiza.

Sin comprender completamente al
cadí
, volví junto a Ricard y Joanot.

—Hemos caminado hasta aquí conducidos por esos hombres —Ricard señaló a los guerreros de rojo—; y a cada paso que dimos temimos caer en una emboscada. Y ahora esto —el almogávar hizo un amplio gesto con sus manos—. ¿Qué clase de lugar es éste, Adalid?

—Esto es la respuesta a nuestras oraciones —le dijo Joanot a Ricard—. Acabáis de atravesar las puertas de la gloria y de la riqueza, tal y como Roger nos prometió.

La gente había ido congregándose en los balcones y plataformas que daban a aquella puerta. Una pequeña multitud de apeironitas nos observaba ahora con una especie de fría curiosidad. Ni vítores ni aplausos; aquello no se parecía mucho a una entrada triunfal. Probablemente los almogávares tampoco la deseaban, pues todos parecían agotados tras la larga marcha, y la tensión vivida durante las últimas semanas.

Joanot, que entendía perfectamente el ánimo de sus hombres, se acercó a Neléis y le dijo con su torpe griego:

—Mis hombres necesitan descanso.

—Por supuesto —dijo la consejera—. Os estamos preparando unas habitaciones en un barrio de la zona este de la ciudad.

—Sea donde sea —dijo Joanot—, deberemos permanecer juntos.

Neléis dudó durante un instante antes de decir:

—No lo habíamos previsto así, pero si ése es vuestro deseo, creo que no tendremos muchas dificultades para encontrar un local lo suficientemente grande…

—No debes preocuparte por eso —dijo Joanot señalando con su dedo por encima del hombro de la mujer—; acamparemos ahí mismo.

Neléis se volvió, y vio lo que Joanot le señalaba. Yo también miré hacia allí, y reí divertido por la expresión de azoramiento de la mujer.

Lo que Joanot señalaba era una amplia plataforma que se elevaba un par de pisos por encima del nivel del suelo. Estaba rodeada por una baranda dorada y cubierta por una tupida y cuidada hierba de la que sobresalían plantas con flores y árboles frutales.

—Eso no va a ser posible —empezó la mujer bastante contrariada por la petición de Joanot—. Es un parque público; los niños van a jugar ahí.

—Nos arreglaremos —sonrió Joanot—; personalmente, me gustan los niños. ¿Y a ti, Ramón?

—No me desagradan —respondí.

—Ningún problema entonces. ¡Ricard!

—¿Sí, Adalid?

—Acamparemos en esa… especie de loma. Conduce hasta allí a los hombres.

—Sí, Adalid. ¡En marcha, almogávares!

Y ante la mirada de asombro de la consejera y de los ciudadanos que se habían congregado, los catalanes se dirigieron hacia la plataforma.

4

Tan sólo unas horas después, los catalanes se encontraban allí como en casa; habían plantado sus tiendas en el rico humus cultivable, aplastando al hacerlo los macizos de flores, y reorganizando el terreno de aquel jardín. Los árboles fueron rápidamente despojados de sus frutos y sus troncos convertidos en leña. Alrededor de la fuente central se habían establecido los comedores y las tiendas de cocina.

Uno de los ciudadanos de Apeiron se había aventurado hasta el campamento almogávar y admiraba asombrado el marcial desastre que los extranjeros habían establecido en lo que había sido un precioso jardín hasta su llegada. Yo lo había visto dar vueltas por el campamento, desorientado, hasta que Joanot le salió al paso.

—¿Joanot? —preguntó el ciudadano, mirando al joven caballero con los ojos entrecerrados como si no estuviera seguro de reconocerle—. ¿Joanot de Curial?

El hombre era de escasa estatura, y la piel de su rostro era oscura y muy curtida, con profundas arrugas en torno a los ojos. Su barba era negra, así como los escasos cabellos de su ancha cabeza. Vestía como los apeironitas, con una corta y ligera túnica de tejido blanquísimo, pero al hablar lo hizo en lengua italiana.

—Joanot de Curial —dijo—; no puedo creer lo que ven mis ojos.

El adalid se volvió hacia él, y su rostro expresó la misma sorpresa que parecía embargar a aquel hombre. Ambos se abrazaron llenos de alegría, y luego Joanot nos lo presentó. Era Vadinio Vivaldi; uno de los dos hermanos que habían comandado, doce años antes, la expedición de Tesidio Doria a la búsqueda del reino del Preste Juan.

—Luego lo conseguisteis —dijo Joanot.

El hombre bajó los ojos con pesar, y dijo:

—Sólo yo. Mi hermano Ugolino no sobrevivió al viaje.

Nos contó cómo la nave en la que había viajado su hermano naufragó en las costas del
mediodía ethiope
, y cómo perdió la vida en ese desastre. Parte de la tripulación de la nave siniestrada se acomodó en la otra nave, y el resto quedó en aquellas tierras.

Vadinio prosiguió entonces su viaje y, tras innumerables aventuras por mar y por tierra, que serían muy largas de relatar aquí, llegó hasta la ciudad de Apeiron.

Joanot se extrañó de que no se hubieran decidido a regresar, a pesar de los años transcurridos. Vadinio sonrió y dijo:

—No conoces esta ciudad —respondió enigmáticamente—, o no te sorprenderías de eso. Ni siquiera mantengo contacto con mi antigua tripulación; a muchos de ellos no los he visto desde hace años.

—¿Es éste, entonces, el reino del Preste Juan? —le preguntó Joanot.

Vadinio asintió.

—Así lo denominamos en Occidente —explicó—; pero estas gentes llaman «Apeiron» a su ciudad, que significa algo así como
el principio fundamental del que derivan todas las cosas
. Es un lugar verdaderamente mágico, pero habéis llegado a él en un momento difícil. —Se volvió hacia las tropas de Joanot, y señalándolas preguntó—: ¿Son almogávares?

—Así es —le respondió Joanot.

—Buenos guerreros —dijo.

—Los mejores —replicó Joanot.

—Pues van a ser muy apreciados por aquí —concluyó Vadinio—. Vuestra llegada puede haber sido providencial para estas gentes.

Joanot quiso saber a qué se refería, pero Vadinio contestó nuevamente de una forma enigmática y dijo que pronto lo averiguaríamos.

Esa misma tarde recibimos la visita de la consejera Neléis, comunicándonos que la Asamblea que dirigía la ciudad iba a reunirse de forma extraordinaria, y que Joanot y yo estábamos invitados a la reunión.

—Veo que no habéis tenido problemas para instalaros —dijo después.

—Este es un lugar extraño —le respondí—. Al poco tiempo de estar en él es fácil sentirse seguro, a pesar de estar rodeado por toda esa muchedumbre; pero es casi imposible dormir por las noches con toda esa luz y todo ese ruido.

—Hemos despejado un gran estadio deportivo cubierto, en el lado norte de la ciudad; sin duda allí estaríais más cómodos y el ruido os llegaría más amortiguado.

—Es posible —dije—; pero dudo que Joanot acepte cambiar de lugar.

La consejera hizo un gesto de indiferencia; aquel tema ya no parecía preocuparle demasiado. Pero no era lógico; para cualquier nación los almogávares eran un ejército pequeño pero muy bien armado y con un evidente espíritu combativo. Al abrirles las puertas de su ciudad, los apeironitas, habían demostrado una confianza extraordinaria en aquellos bárbaros extranjeros. Una confianza que podría parecer temeraria.

—No sois el enemigo —dijo Neléis cuando yo le expresé estos pensamientos—; conocemos a nuestro
Adversario
, y no podríamos confundirlo con vosotros.

—¿Cómo podéis estar tan seguros de nuestras buenas intenciones, de que no somos aliados de vuestros oponentes? —le pregunté.

La mujer dijo entonces que el enemigo de la ciudad no es un hombre como nosotros, aunque podía servirse de hombres para sus fines.

—He visto algunas señales —le confié entonces—; los ejércitos gog, y el fuego y el humo surgiendo del abismo; y a las langostas cabalgar como jinetes diabólicos. Y esta ciudad de luz y cristal, brillando como una novia engalanada. Vuestro enemigo es, por tanto, el adversario de todo hombre.

—Es una forma de ver las cosas —dijo la mujer dudando—. Pero no es del todo correcta. Nuestro enemigo es una criatura muy poderosa, mucho más de lo que podáis imaginar, pero no hay nada de sobrenatural en él; nada que la ciencia y las armas no sean capaces de derrotar y destruir.

Cuando se hubo marchado la consejera, Ibn-Abdalá se acercó a mí. Era evidente que había estado escuchando nuestra conversación porque dijo:

—Se saben superiores a nosotros y confían en que, llegado el caso, podrían aplastarnos como a moscas.

Me resultaba difícil creer esto.

—Parecen muy pacíficos, y nos han ayudado.

—¿Piensas que te ayudaron al librarte del Mal? —preguntó el sarraceno.

—Sí —afirmé.

—¿Y cómo puedes tener la certeza de que eso es así?

—¿Qué quieres decir? —pregunté extrañado. Desde que había llegado a la ciudad, Ibn-Abdalá tenía aquella extraña actitud. Era evidente que aquel lugar le asustaba, pero era incapaz de enfrentarse a ese miedo o de compartirlo con alguien; también era evidente que el sarraceno ya no confiaba en mí; nuestra buena relación se había enfriado.

—Nunca he visto a nadie sobrevivir al Mal. ¿Cómo sabes que ellos te lo han sacado de dentro?

—Lo vi con mis propios ojos; en el interior de un
vaso hermético
.

—Viste lo que ellos te enseñaron; pero debes confiar en su palabra. Y vuestra confianza es excesiva. La tuya, y la de tus amigos guerreros. —Ibn-Abdalá bajó el tono de su voz antes de seguir hablando—. Para vosotros este lugar es el Paraíso, para mí se parece mucho al Infierno. Hay cosas que vosotros, los ponentinos, desconocéis. ¿Acaso no habéis oído hablar del anciano que habita en las montañas? Rapta a jóvenes muchachos y los lleva a su ciudad maravillosa donde les hace experimentar los más delicados placeres. Luego, un día, los duerme y los saca de la ciudad; les hace creer que han visitado el Paraíso, al que sólo podrán regresar si mueren sirviéndole fielmente. Los convierte así en esclavos suyos de cuerpo y alma, y los utiliza para sus más oscuros fines.

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