—¿Y crees que éste es ese mismo lugar?
—No. Pero hay muchos lugares oscuros y temibles en el mundo; obras de Satán ocultas bajo una fachada engañosa. Y hay muchas maneras de poseer el alma de un hombre. La magia que nos rodea es poderosa, pero todos habéis aceptado sin discusión que se trata de una magia beneficiosa. ¿Por qué?
A mi pesar, y mientras me dirigía a bordo de uno de aquellos aparatos voladores hacia la sala de la Asamblea, no podía apartar las palabras del
cadí
de mi mente.
Joanot, que se encontraba sentado junto a mí, en la barcaza voladora, miraba tranquilo hacia abajo. Tan sólo nos acompañaba Sausi, como guardia personal de Joanot.
—¿No te asusta este lugar? —le pregunté a Joanot.
—No. —El valenciano se encogió de hombros—. ¿Tendría que hacerlo?
—El
cadí
opina que este lugar es obra de Satanás.
Joanot me miró divertido.
—Pero yo no creo en Satanás, ¿recuerdas?
Le rogué que no empezara de nuevo con eso.
—Te hablo en serio, Ramón —replicó él—. Yo puedo ver que este lugar está lleno de magia. No se necesita más que tener ojos en la cara para hacerlo, pero se trata de magia positiva, eso es evidente.
—¿Por qué?
—Aquí la gente es feliz; toda esta magia, la que ahora nos hace volar, contribuye a hacer más cómoda y agradable la vida de esos ciudadanos. Yo sabía ya que en el reino del Preste Juan iba a encontrar magia; e incluso confío en ver mayores prodigios.
—No crees en Dios ni en el demonio, pero sí que crees en la magia —observé.
—Por supuesto. ¿Me tomas tú ahora el pelo? ¿Acaso no crees tú, que la practicas?
Le hice ver que estaba en un error, que yo no practicaba magia, sino la ciencia y la matemática
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; y que tampoco creía en la alquimia.
—En cualquier caso —concluí—, Dios está en otro plano diferente.
—Puede que sí y puede que no —dijo Joanot encogiéndose nuevamente de hombros—; pero este lugar es mágico. Para algunos de mis almogávares, Constantinopla ya era un lugar lleno de misterio; y esta ciudad es simplemente fascinante. Haber llegado hasta aquí es todo un premio.
El edificio de la Asamblea era una gran pirámide tetraédrica, rodeada por un amplio espacio verde, cubierto de árboles. La cúspide de la pirámide casi rozaba los gigantescos toldos que filtraban la luz solar y aislaban la ciudad de la terrible sequedad de aquel desierto salino. Toda la pirámide rezumaba vapor blanco que se elevaba y condensaba contra los toldos, creando una extraña nubosidad en torno a la cúspide.
Como el resto de los edificios de Apeiron, la Asamblea estaba construida completamente con cristal purísimo. Tras pensarlo encontré bastante lógico que los apeironitas utilizaran el cristal como base de sus edificaciones. El cristal nace de la arena, y en aquel enorme desierto la arena era la materia prima más abundante y fácilmente disponible. Pero esto no explicaba la asombrosa pureza que lograban darle a aquel cristal.
La barcaza atracó en un muelle situado cerca de la cima de la pirámide, y sus ocupantes cruzamos la plataforma que conducía al interior de la sala de la Asamblea. Ésta era también un tetraedro, pero de menor tamaño, insertado en el pico del edificio de la Asamblea. Un tetraedro formado por la base y las tres paredes que eran triángulos equiláteros de unas veinte varas de lado.
Pegados a dos de estas paredes había dos filas de seis butacas acolchadas en terciopelo rojo, doce asientos para doce consejeros. Eran seis mujeres y cinco hombres; y era asombroso que la mayor parte de la Asamblea, que tomaba decisiones que afectaban a muchos hombres, estuviera compuesta por mujeres. Pero Neléis nos había adelantado que la Asamblea elegía a sus consejeros en virtud de su talento y capacidad política, sin tener en cuenta otras consideraciones.
Todos los consejeros vestían una larga levita de color gris y llevaban una especie de gorro cónico, del mismo color, sobre sus cabezas. Vi la expresión de Sausi al ver este tocado, pero yo estaba tan asombrado como el búlgaro; era el mismo vestuario que habían llevado los sacerdotes muertos del templo cercano a Harrán. Aparentaban tener una edad que estaría entre la de Joanot y la mía, excepto uno de los consejeros, que parecía tan anciano como yo. Éste era un hombrecillo menudo, muy moreno, con la cabeza completamente afeitada, y llevaba un par de lentes dorados permanentemente frente a sus ojos. Apenas retuve en la memoria los nombres de los otros consejeros conforme Neléis nos los iba presentando, pero el de aquel hombrecillo sí conseguí retenerlo; se llamaba Nyayam.
Una vez terminadas las presentaciones, Neléis pasó a ocupar su asiento junto al resto de los consejeros. Un par de sirvientes trajeron sendos asientos para Joanot y para mí, que colocaron frente a los de los consejeros. Otro trajo un asiento para Sausi, pero el búlgaro lo rechazó con un seco gesto de su gran mano, y permaneció en pie detrás del asiento de Joanot.
—Antes que nada, sed bienvenidos a nuestra ciudad —dijo una de las consejeras; una atractiva mujer de rasgos intensos y pelo muy negro—. ¿Vuestros hombres están bien instalados?
—Perfectamente —dijo Joanot con una amplia sonrisa.
—La consejera Neléis nos ha hablado mucho de vosotros —siguió diciendo la mujer tras devolverle a Joanot la sonrisa—. Os agradecemos vuestro esfuerzo por llegar hasta nosotros.
—Traemos saludos y una carta personal del Emperador del Imperio Romano, el gran Andrónico Paleólogo.
Joanot entregó el rollo de pergamino lacrado que xor Andrónico le había confiado a Roger; y, tras abrirlo, la consejera lo leyó con detenimiento. No tuvo problemas pues estaba escrito en griego clásico. Después, tras agradecernos el amable saludo de nuestro Emperador, lo pasó al resto de los consejeros que lo leyeron con solemnidad.
Durante las horas siguientes, los consejeros se fueron interesando por diferentes asuntos referentes al estado de las cosas en el Imperio. Todos ellos intranscendentes, y que fueron cuidadosamente respondidos por Joanot o por mí. Tuve la sensación de que todo aquello era un procedimiento habitual de las normas de su protocolo por el que todos teníamos que pasar. Pero resultó bastante tedioso.
Contaré aquí algunos aspectos de la organización política de la ciudad de Apeiron.
De la misma forma que el cuerpo humano posee cabeza, pecho, y abdomen, Apeiron disponía de gobernantes, militares y obreros. La política de la ciudad se caracterizaba por su racionalismo, por lo que la Asamblea de gobernantes estaba compuesta principalmente por científicos y filósofos.
Los soldados que guardaban y protegían la ciudad de los peligros del exterior eran aquellos guerreros de armadura carmesí que había visto acompañando a los almogávares en su llegada a la ciudad. Eran llamados
dragones
, pues su arma principal era un tubo de bronce, tallado con la esfinge de un dragón, que arrojaba bolas de fuego por las fauces. No eran muchos, pero estaban muy bien entrenados y concienciados.
Gobernantes y soldados no teman otra meta que la de procurar la dicha y la seguridad de los obreros de Apeiron. Éstos formaban la inmensa mayoría de la población, y se trataba de la gente más feliz que había conocido a lo largo de mis viajes, pues la vida del más humilde de ellos era superior en calidad a la del más encumbrado de nuestros príncipes.
Las hambrunas eran desconocidas en aquella ciudad, las cosechas siempre eran suficientes y un sistema de rotación de cultivos aseguraba la fertilidad del suelo.
Desde el momento mismo de su nacimiento, las vidas de toda aquella gente eran cuidadosamente tuteladas por la ciudad. Pues, para que las mujeres de Apeiron pudieran tener las mismas oportunidades de aprender y progresar que los hombres, eran liberadas muy pronto de la carga que representaba cuidar y criar a sus hijos; y, a partir del primer año, la ciudad se encargaba del cuidado de los niños mediante un sistema público de guarderías y colegios. Se consideraba además entre los ciudadanos que la educación de los niños era algo tan importante que no podía ser confiada a cualquiera, y era responsabilidad de la ciudad ocuparse de ella.
Los apeironitas, hombres y mujeres por igual, pasaban su infancia y su primera juventud en las escuelas públicas de la ciudad, y al abandonarlas iban a ocuparse de la labor para la que habían sido preparados desde su nacimiento. Ningún ciudadano, excepto los miembros de la Asamblea y los militares, trabajaba más de cinco horas al día; pero ninguno trabajaba menos. La pereza era casi el único crimen de la ciudad, y se castigaba con dureza. Otros crímenes más graves como el robo o el asesinato eran prácticamente desconocidos en Apeiron, y sólo había un castigo para ellos: el destierro de por vida. En esos extraños casos, al criminal se le daba una poción que borraba su memoria, y era abandonado lejos de la ciudad para que emprendiera una nueva vida.
Pude escuchar numerosas leyendas que afirmaban que muchos de estos condenados alcanzaron en el exterior una gran fama y poder, quizá aguijoneados por el enturbiado recuerdo de las riquezas y la felicidad que una vez disfrutaron en Apeiron; y que muchos de ellos se convirtieron en generales victoriosos o en despiadados tiranos.
Al concluir la asamblea, Nyayam y Neléis me pidieron que les acompañara.
Descendimos por una escalera metálica, que se doblaba en espiral sobre sí misma, hasta un amplio piso inferior, donde me vi rodeado por una maravillosa maquinaria que trabajaba incesantemente entre nubes de vapor. Grandes ruedas dentadas, haces de finísimas varillas metálicas que transmitían, rítmicamente, fuerzas y movimientos, engranajes, correas transmisoras. Todas estas piezas eran sencillas y hermosas a la vez como el mecanismo de un reloj, pero mucho más preciso y limpio.
Un grupo de hombres y mujeres, ataviados con largos blusones grises, se ocupaban del mantenimiento de aquella maquinaria. Algunos llevaban recipientes con grasa que aplicaban a los engranajes en movimiento. Concentrados en su trabajo, apenas levantaron la mirada a nuestro paso.
Caminamos hasta la pared del fondo, en la que había un artilugio extraordinario.
Me acerqué a él y rocé las teclas y manivelas de bronce con los dedos. Parecía el órgano de una iglesia, pero su aspecto era mucho más complejo que cualquier otra cosa que yo hubiera visto nunca. Unos tubos y conducciones que surgían del suelo se incrustaban en el aparato y exudaban vapor. El lugar que en un órgano correspondería a las teclas y a los botones de registro contenía también un gran número de teclas, pero de forma redonda, con símbolos numéricos y caracteres griegos grabados en ellas.
Al acercarme, un ruidoso repiqueteo surgió de un extremo del
órgano y
un mazo de láminas de cartón cayó sobre una bandeja. Neléis cogió una y me la mostró; parecía un gran naipe lleno de perforaciones rectangulares. Me explicó que, si la Sala de la Asamblea era el corazón de Apeiron, esta máquina era su cerebro; la inteligencia que mantenía unida la ciudad: las guías de los transportes voladores, el suministro de agua a las casas, la iluminación nocturna…
—Esta
máquina analítica
es capaz de realizar los cálculos necesarios para dirigir toda esa actividad —dijo la consejera.
—¡Una máquina capaz de ayudar a la mente humana! —exclamé.
—Exacto —dijo ella, sorprendida de que yo hubiera captado tan rápidamente la idea. No sabía que yo llevaba toda mi vida trabajando en algo similar—, por eso queríamos que la vieras funcionar. De alguna forma, representa nuestro esfuerzo continuado por mantener el orden en este apartado lugar del mundo.
Yo estaba más interesado por saber cómo funcionaba.
—Con vapor —explicó Neléis—, como el resto de la ciudad. Todo este edificio, desde el sótano hasta este piso, está en su mayor parte ocupado por toda su compleja maquinaria. Éste es también un lugar simbólico para nosotros, por ese motivo se reúne aquí la Asamblea.
—Todo esto es maravilloso —dije—; como caminar por el interior de una mente.
Nyayam sonrió y dijo.
—No tanto, amigo mío. Es sólo una máquina capaz de hacer cálculos a gran velocidad, y de guardar una memoria de ellos; pero resulta muy útil para nosotros, sin ella no podríamos mantener Apeiron en funcionamiento. Tú lo has dicho antes: «una máquina para auxiliar a la mente humana». Sólo eso.
—Sólo eso —dije pensativo—. Yo también intenté construir algo así; pero no contaba con vuestros medios. Tampoco entiendo completamente las razones matemáticas que hacen posible esta máquina, pero creo que buscaba lo mismo que vosotros.
—¿Y cuál era tu búsqueda? —me preguntó el anciano.
—Llegar a comprender la lógica de Dios —dije.
Sí,
la lógica de Dios
; si los astros y el mundo realizan complejos movimientos siguiendo la lógica matemática elaborada por Dios; si las mareas se suceden una tras otra siguiendo el influjo del Sol y de la Luna, tal y como Dios dispuso desde el principio; si las estaciones llegan una tras otra, año tras año, con perfecta regularidad, y si las cosas siempre caen hacia abajo, y el fuego siempre da calor al arder… si todas estas cosas han sido decididas e impulsadas por Dios, que es el gran relojero y arquitecto de esta maravillosa obra, ¿por qué el hombre creado por Él a su imagen, recorre caminos tan absurdos durante su permanencia en este mundo?
Concebí mis discos del
Ars Magna
para que me ayudaran a interpretar y a descifrar la mente de Dios, pues supuse que la pequeñez de la mente humana sería incapaz de hacerlo por sí sola. Necesitaba ayuda, y ésta sólo podía provenir de un ingenio creado por mi propia mente, pero que fuera capaz de multiplicar su capacidad, como una palanca es capaz de multiplicar la fuerza de un brazo.
Nyayam se interesó por saber si había logrado algún resultado.
Ojalá lo supiera
, pensé. Pero le dije:
—En parte sí. Pero nunca logré ir más allá de agotar todas las posibles combinaciones de los
principios, y
explorar así todas las posibles estructuras de la Verdad.
Neléis me preguntó si no era eso lo que había buscado desde el primer momento.
—Creía que era eso, pero ahora, al ver vuestra
máquina
, sé que estaba en un error. Cuando intenté aplicar mis círculos a problemas mundanos éstos me condujeron una y otra vez a demostraciones circulares, sin ninguna posibilidad de aplicación práctica. Comprendí que el error era más profundo de lo que yo creía, y que me faltaba algún tipo de herramienta matemática para fundar esta lógica. Pero ahora —extendí los brazos como si quisiera abarcar toda la maquinaria que me rodeaba— veo que el problema tiene una solución, y que vosotros habéis dado con ella, y doy gracias a Dios por haberme permitido visitar esta ciudad antes del día de mi muerte. Debo… es necesario para mí entender cómo funciona esta máquina.