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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (23 page)

BOOK: La locura de Dios
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Después añadió, con una sonrisa, que su nombre era Neléis, y era consejera de esa ciudad a la que llamó «Apeiron». Sus dientes eran blancos y perfectos; como los dientes de una adolescente y no de una mujer de su edad.

Le pregunté si ésta era la ciudad fundada por los discípulos de Aristarco de Samos, tres siglos antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y ella respondió que poco a poco lo iría comprendiendo todo. Volvió a ejecutar aquel gesto de paz con sus bellas manos y quiso saber si me encontraba bien y si deseaba acompañarle.

Respondí que hacía tiempo que no me sentía tan bien, pero entonces reparé en mis exiguas vestiduras. Bajé la vista hacia mis piernas delgadas y desnudas y le pedí que me devolviera mis ropas.

—No debes preocuparte por eso —dijo ella—. Aquí nadie usa mucha ropa, como comprobarás; hace demasiado calor.

—Bien —acepté. A lo largo de mi vida he viajado tanto, y he visto costumbres lo bastante diferentes como para que nada me sorprenda demasiado.

Abandonamos la habitación en la que había despertado y caminamos por un amplio pasillo abovedado, construido con los mismos materiales; cristal coloreado sobre una estructura metálica que se doblaba y retorcía formando arcos y simulando formas vegetales muy hermosas.

Nos cruzamos con hombres y mujeres vestidos con togas tan exiguas y transparentes como la que Neléis llevaba, que nos miraron con una inocente curiosidad. Aquella gente era muy hermosa, con la piel curtida por el sol, y unos cuerpos que se asemejaban a las representaciones de los atletas de la antigua Grecia.

Neléis me condujo por el pasillo hasta una gran sala circular, cuyo techo era una bóveda transparente. Las columnas que sujetaban la bóveda imitaban a cinco delgados troncos de árbol hechos de metal verde, que ascendían rectos hacia la bóveda, y una vez allí se diversificaban en multitud de finos ramizos que se enredaban elegantemente entre sí. Estas ramas de metal sujetaban la cristalera que formaba la bóveda, y a través de ésta se contemplaba, espectacularmente, la ciudad.

Inmediatamente recordé la
Sala Armilar
del Palacio de Constantinopla. Los dos arbustos que crecían junto a su puerta parecían un reflejo de esto. Pero en ésta había una especie de lecho en el centro de la sala, iluminado perfectamente por la luz que penetraba por la cúpula. El lecho era estrecho, y estaba sujeto por una base de finas varillas metálicas articuladas, que parecían las patas de un insecto, y que podrían orientar o inclinar el lecho en cualquier dirección. A su alrededor había multitud de mesas y estanterías repletas de frascos y redomas de cristal que parecían constituir el laboratorio de un alquimista.

Neléis señaló mi cuello y preguntó si notaba alguna molestia.

Llevé mi mano al vendaje y respondí que no. Pregunté si ellos me habían curado.

Neléis respondió afirmativamente, y me contó cómo, mientras estaba inconsciente, cirujanos de Apeiron me habían operado y me habían extraído el
rexinoos
.

—¿Cómo le has llamado? —pregunté.

—R
exinoos
—dijo ella—. La piedra de la locura;
aquel que corrompe el alma
.

Neléis se acercó a uno de los estantes repletos de frascos de cristal, y me señaló uno semejante al
vaso alquímico
.

¿Cómo encontrar un vaso capaz de contener un espíritu?

Aquello era algo repugnante; una masa central bulbosa, como pequeños racimos pegados con gelatina, de no más de una pulgada de diámetro, rodeada por un halo de fibras blancas y retorcidas, como largos gusanos delgados y viscosos.

—Durante las primeras semanas permanece casi inactivo bajo la piel, adaptándose al cuerpo de su huésped —me explicó la mujer mientras yo observaba el contenido de aquella redoma con una mezcla de fascinación y repugnancia—. Luego sus pseudópodos penetran en la cabeza, y el
rexinoos
crece en torno al cerebro, mezclando su mente con la del huésped. Cuando te encontramos estaba al inicio de esa fase; unos días más y no hubiéramos podido hacer nada.

No entendía nada. Miré aquella cosa y luego a la mujer buscando respuesta. Pero ella me preguntó sobre las circunstancias en las que había recibido al
rexinoos
.

—En el poblado de los gog… —empecé a decir.

—¿Los gog? —se extrañó ella—. ¿Te refieres a los
protohombres?

Hice un gesto de confusión. Creía estar viviendo un sueño.

—Los gog y las «langostas»… y una de ellas me picó en el cuello.

Neléis me pidió entonces que le describiera el aspecto de las «langostas».

Dije que sólo las había visto durante un instante, antes de que una de ellas me hiriera con su cola de escorpión. Y que iban montadas en caballos y llevaban armaduras plateadas, y grandes alas plegadas a la espalda…

—¡Los
Kauli
! —exclamó Neléis—. Pero no puede haber
kauli
en estas latitudes; debiste de sufrir una alucinación.

Miré perplejo a la mujer. ¿De qué estaba hablando? ¿En qué nuevo y extraño mundo había penetrado?

Los persas afirmaban que habiendo rehusado Abraham adorar al fuego, Nembroth lo mandó morir en una hoguera, cuyo fuego fue imposible de encender. Los verdugos se disculparon afirmando que sobre la hoguera había un ángel que impedía encenderse el fuego, y que no era posible apartarlo de allí a no ser que alguien cometiera ante su vista algún crimen execrable; como cometer un incesto por un hermano con su hermana. El primero se llamaba Kau, la otra Li, y de este enlace blasfemo salió el tronco de una raza abominable que se llamó «Kauli». Pero el ángel se mantuvo allí, al lado de Abraham, y Nembroth, confuso y furioso, arrojó al patriarca de su presencia y de su reino.

Un hereje nestoriano me había contado esta historia en una ocasión. Los nestorianos habían permitido que los mitos persas contaminaran su culto degenerado, y yo no le había dado mayor importancia a las palabras de aquel hombre, pero al escuchar a Neléis referirse a las langostas como
kauli
, recordé al sacerdote nestoriano del poblado gog; y aquel recuerdo le estremeció.

—Estás en un error —le dije a la mujer—. Lo que yo vi eran langostas surgidas del infierno, y eran tal y como las describe el Apocalipsis de Juan.

Un joven musculoso, con su cráneo perfectamente afeitado, entró en la sala y se dirigió a Neléis:

—Señora —dijo—, los guerreros están en las puertas occidentales de la ciudad.

Neléis le agradeció el mensaje al joven, y me dijo:

—Ésos son tus compañeros de viaje. ¿Quieres acompañarme para recibirlos? Más tarde continuaremos con esta conversación.

Seguí a la mujer hasta el exterior, y entonces me di cuenta de que debía de ser una hora avanzada de la tarde. El cielo parecía enrojecer a través del blanco velo tensado de las cúpulas cónicas. Pronto sería de noche en Apeiron.

3

«La ciudad no había menester de sol ni de luna que la iluminasen… sus puertas no se cerrarán de día, pues noche allí no habrá…»

Esto era lo que afirmaba el Apocalipsis y esto era lo que yo estaba viendo en esos momentos. Mientras el atardecer teñía de rojo las fachadas de cristal de los edificios, presencié cómo diminutas luces aparecían por doquier, iluminando las calles y convirtiendo los edificios en impresionantes torres de luz, como joyas de fuego que se elevaran hacia el cielo.

Habíamos salido al exterior y caminábamos por uno de los estrechos puentes que unía los edificios entre sí. Me quedé inmóvil cuando los globos de cristal que adornaban el puente se iluminaron mágicamente, uno tras otro, con una viva luz amarillenta.

Entonces me detuve fascinado, señalando a Neléis una nueva maravilla.

Era un hombre con un arnés de cuero rodeándole el pecho. Este arnés le unía, mediante unas cuerdas, a un enorme balón de unas diez varas de diámetro. El hombre volaba como un ángel colgado de aquel balón. Otra cuerda que salía de su arnés le unía al suelo varios piso más abajo, donde un segundo hombre manejaba un torno que le daba o quitaba cuerda, haciéndole subir y bajar.

Este fue sólo el primero de aquellos
aeronautas
, pronto vi a muchos más hasta que se convirtieron en un elemento común del paisaje. Sujetos por aquellas largas cuerdas, subían y bajaban pegados a los esbeltos edificios, ocupados en las cristaleras.

—Limpiacristales —me explicó Neléis con indiferencia.

Mientras el atardecer teñía de rojo las fachadasde cristal de los edificios, presencié cómo diminutasluces aparecían por doquier…

Recorrimos el puente hasta una plataforma circular rodeada de una barandilla metálica que simulaba una enredadera, con hojas de parra y delgados zarcillos, colgando de ella. Junto a la plataforma, en una especie de embarcadero, esperaba uno de aquellos balones flotantes, pero éste era mucho mayor que los que sujetaban a los limpiacristales; era tan grande como la
Oliveta, y
de él pendía una pequeña barca de madera.

Neléis subió a esta barca y me hizo un gesto invitándome a que hiciera lo mismo.

Yo contemplé inseguro el enorme balón flotante.

—No hay otra forma de ir hasta donde tus amigos nos esperan —me dijo la mujer.

—Sólo las brujas y brujos tienen el poder de volar —repliqué.

—No hay nada mágico en este artilugio. Tan sólo el sabio aprovechamiento de una característica que nos da la naturaleza; los gases más ligeros ascienden, al igual que las burbujas de aire buscan la superficie del agua. Si encerramos una gran cantidad de un gas realmente ligero —la mujer señaló el balón—, podremos aprovechar su fuerza ascensorial para sujetarnos en el aire.

Subí a la barcaza, no muy seguro. Inmediatamente el vehículo se puso en marcha con una suave sacudida. Nos apartamos del embarcadero, y empezamos a deslizamos por una de las amplias avenidas de aquella fantástica ciudad.

El vehículo volador se dirigió en línea recta hacia uno de los puentes que saltaban de un edificio a otro. Durante un instante tuve por seguro que íbamos a chocar contra él y, asustado, alcé los brazos para protegerme la cara. Pero noté un tirón, y el vehículo descendió suavemente para así pasar por debajo del puente.

Sujetándome con ambas manos a la barandilla de la barcaza, me incliné para mirar hacia abajo. Entonces, mientras luchaba contra el vértigo de aquella visión, descubrí qué era lo que impulsaba aquel enorme balón. Mucho más abajo, un carruaje de metal semejante al que los almogávares habían encontrado en el desierto, se movía por uno de aquellos caminos de hierro y tiraba de unas sogas que arrastraban tras de sí el balón y la barcaza en la que viajábamos.

Todo el espacio entre los edificios estaba entrecruzado por infinidad de aquellas
vías
, y un sistema de poleas alargaba o acortaba la longitud de los cables que nos sujetaban, lo que permitía al balón subir y bajar, evitando así los puentes.

Pero había algo que no encajaba en todo aquel razonamiento, y era el importante detalle de que no había nada que tirase del carro de hierro. Ni caballos, ni bueyes, ni acémilas; el carro parecía moverse por sí mismo.

Acudieron a mi mente las palabras del franciscano inglés Roger Bacon, al que no había tenido la fortuna de conocer personalmente, pero había leído con deleite sus múltiples escritos cargados de sabiduría e imaginación; especialmente su
Opus Maius
, que parecía adivinar lo que ahora yo estaba contemplando, y en el que Bacon había descrito «naves que se movían con suma celeridad, aun cuando un solo hombre las dirige»; y carros que, «no siendo tirados por ningún animal», se desplazaban también rapidísimamente; y naves que «vuelan por el aire»; como ésta sobre la que yo me encontraba.

Le hablé de Bacon a Neléis, y me dijo que no sabía nada de él, pero que algunos de los exploradores de Apeiron se habían adentrado muy lejos en el
Mundo Exterior, y
que quizás alguno de ellos sí le habría conocido.

Mareado, me aparté del borde de la barcaza y le pregunté a Neléis cómo era posible que el carro de hierro que tiraba de nosotros avanzara sin que nada lo arrastrase.

La sorprendente respuesta de ella fue que se arrastraba a sí mismo, gracias a la poderosa fuerza que impulsaba toda actividad en Apeiron:
el vapor
.

En un manuscrito leído por mí hacía muchos años, llamado las
Pneumáticas de Herón
[27]
, se hablaba de un ingenioso artefacto que usaba el poder del vapor para moverse. Muy ingenioso, pero consideré que era apenas un juguete para embobar a los crédulos, sin ninguna utilidad práctica; pero ahora, aquella mujer afirmaba que toda esa maravillosa ciudad era animada por ese mismo principio.

Apeiron me recordaba poderosamente otra ciudad maravillosa que yo conocía bien: Venecia. Pero una Venecia del aire en lugar de una Venecia del agua. Las calles de Apeiron eran semejantes a los
canali
venecianos, pero allí el tráfico se movía a muchos niveles, cruzándose entre sí aquellos vehículos voladores con lenta majestuosidad y evitando los puentes con la precisión de un buen navegante.

En ocasiones, dos de aquellos vehículos flotantes se acercaban tanto al cruzarse que parecía inminente un choque en el aire, pero sus pilotos utilizaban unos sifones, que arrojaban aire a presión, para apartar los balones entre sí.

La barcaza siguió su camino, y ambos permanecimos en silencio, hasta que alcanzó una plataforma en cuyo muelle atracó. Joanot, Sausi Crisanislao nos esperaban en ella y salieron a mi encuentro. El joven caballero se interesó por mi estado de salud, y al responderle yo que me encontraba perfectamente, preguntó si había sido curado por los médicos de aquella ciudad maravillosa.

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