La locura de Dios (18 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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—¡Soltadme! —grité, zafándome de aquellas garras.

Con dedos nerviosos, deshice los nudos de la venda en mi nuca, y la aparté de mis ojos. La espectral luz desapareció al instante, y la oscuridad de la noche apenas iluminada por las antorchas me rodeó de nuevo.

Mientras retiraba la venda de mis ojos, no dejaba de mirar la terrible figura del chamán que seguía plantado ante mí; pero cuando el velo cayó por fin, el cuerpo del anciano se transformó en algo diferente y mucho más horrible. Algo abominable e inhumano que escapaba a mi entendimiento y a la capacidad de mi mente y mi lengua de definirlo.

Apenas recuerdo un atisbo de execrables formas serpentinas retorciéndose lujuriosas, como las
siete cabezas del dragón
, antes de perder el sentido.

7

Cuando fui despertado por aquella fuerte mano que me sacudía, el sol todavía no había salido y sólo una tenue luz rojiza se filtraba por la abertura cenital de la
yurta
.

Miré aturdido la melena rubia y el amplio y barbudo rostro del hombre al que pertenecía aquella mano, y al reconocerlo estuve a punto de gritar de alegría.

Pero Sausi Crisanislao tapó mi boca con su manaza gigantesca, y me hizo un gesto de que guardara silencio.

Entonces vi aparecer, en el umbral de la
yurta
, a la pequeña y esbelta figura de Ricard de Ca n'. Llevaba en sus manos una espada que goteaba sangre. Ambos vestían como almogávares, con sus bragas de piel, el zurrón a la espalda, y la red de acero protegiéndoles la cabeza, abandonado ya el lujoso disfraz de comerciante. Me hicieron señas para que les siguiera afuera, en silencio, e intenté ponerme en pie.

A punto estuve de derrumbarme. Todo me daba vueltas y sentí deseos de vomitar. Me sentía muy débil y noté una extraña palpitación en el cuello. Al llevarme la mano a ese lugar palpé un bulto bajo mi oreja izquierda, tan grueso como el huevo de una paloma. Dolía y sentí la carne hinchada e irritada en aquel punto.

Sausi me sujetó para evitarme caer, después pasó mi brazo izquierdo por encima de su hombro, y sosteniéndome así en pie, casi en vilo, me arrastró afuera.

Los veteranos Guzmán y Fabra guardaban la entrada, espalda contra espalda, sus sentidos afinados para el combate. En el suelo, degollados como bestias, yacían Yeda y mi otro guardián gog. Amanecía. Ricard salió de la tienda tras nosotros.

—Vámonos antes de que todos despierten —dijo—. Joanot y los demás rodean la aldea. Sólo intervendrán si empieza el jaleo.

—No —musité. ¡Dios mío, me sentía tan débil!

Ricard de Ca n' preguntó qué sucedía.

—Debemos ayudarles —dije con un hilo de voz.

—¿Qué?

—Tienen prisioneros. No podemos abandonarles…

Ricard maldijo en voz baja. Miró a un lado y a otro, nervioso, después interrogó al búlgaro con la mirada «¿qué hacemos?». Sausi, hombre de pocas palabras, asintió con un enérgico cabezazo. Ricard volvió a maldecir entre dientes.

—Está bien —masculló—. Vamos.

—Seguidme —dije. Pero esto era más sencillo de decir que de hacer; si Sausi me soltaba me derrumbaría como un monigote—. Es hacia allí —señalé con un desmayado gesto de mi mano.

Nos pusimos en marcha, entre las
yurtas
de fieltro, esquivando las cuerdas que las tensaban y los riachuelos malolientes que discurrían entre ellas. Yo era llevado en volandas por el forzudo búlgaro, Ricard corría delante, saltando como un ágil zorro, blandiendo su ensangrentada espada. Los otros dos veteranos guardaban nuestra espalda. Nos detuvimos junto a una tienda, protegidos por ella de la vista del guardia que dormitaba junto a la jaula. El nauseabundo olor nos llegó al instante.

—Dios misericordioso —murmuró Fabra—. ¿Qué es eso?

—El infierno —dije.

Uno de los mastines negros que deambulaba alrededor de la jaula se volvió en nuestra dirección; las orejas levantadas y expectantes.

—Silencio —susurró Ricard alzando una mano.

El perro estiró el cuello en nuestra dirección, y dio un par de prudentes pasos. Su hocico parecía vibrar de puro nervio contenido. Empezó a gruñir, mostrando sus grandes dientes amarillentos. Otro perro que dormitaban con sus blanda barriga apuntando al cielo, abrió los ojos y se incorporó.

El primer perro se lanzó hacia nosotros. Ricard le salió al paso, y lo ensartó limpiamente con su espada mientras el mastín saltaba hacia él. No se detuvo, dejó la espada clavada en el cuerpo del animal, y siguió corriendo hacia la jaula. El guardia había despertado por los ladridos del otro perro, que parecía más prudente que el primero, y reculaba hacia la jaula. El gog se puso en pie, y abrió la boca para gritar pidiendo ayuda. Ricard sacó sus dos dardos del tabalate, y en un movimiento continuo, lanzó uno hacia el gog. El dardo le entró por la boca, y su punta salió por detrás de su oreja izquierda. El guardia emitió sólo una especie de gorgojeo, y cayó hacia atrás, pataleando estertóreamente. El segundo perro ladraba fuera de sí, lanzando espuma por la boca; reculó un poco más hasta dar con su trasero con los barrotes de la jaula. Varios brazos sucios y esqueléticos surgieron entre los barrotes y atraparon al animal; por la cola, por el cuello y por las patas; y el animal fue arrastrado al interior de la jaula donde fue silenciado rápidamente. Los brazos delgados, sucios ahora con la sangre del perro, volvieron a salir entre los barrotes. Esta vez implorando ayuda.

Llegamos junto a Ricard, y Guzmán comentó que si no se habían despertado todos con este escándalo es que debían de seguir muy borrachos por la fiesta de la pasada noche.

—¿Ya estabais aquí anoche? —les pregunté.

Ricard respondió que estuvieron esperando a que acabara toda esa brujería.

—Yo no contaría con que todos están borrachos —gruñó Sausi—. Salgamos de aquí cuanto antes, o este lugar se puede convertir en una trampa mortal.

Tras los barrotes, aquellos hombres como espectros, gimieron pidiendo ayuda.

—¡Son turcos! —exclamó Ricard al escuchar sus voces.

—Son hombres como nosotros —dije—. Saquémosles de ahí.

Sausi se adelantó hacia la puerta de la jaula, e introdujo la hoja de su espada entre los eslabones de la cadena que la cerraba. Un brusco movimiento, con toda la fuerza de sus enormes brazos, y la cadena cayó al suelo partida en dos.

Abrió la puerta dejando salir a los cautivos. Serían apenas unos cincuenta; muchos más cadáveres quedaron aplastados en el suelo de la jaula.

Aquellos hombres parecían náufragos, con sus ropas hechas jirones, colgándoles de sus miembros esqueléticos. Los restos de sus ropas, su piel y su pelo parecían tener un mismo color ocre y sucio.

Ricard ordenó a Guzmán y Fabra que acompañaran a los sarracenos hasta la salida del poblado, pero el que había hablado conmigo a mi llegada, el joven que parecía un anciano, se recuperó rápidamente; se puso en pie y corrió junto al primer perro que había matado Ricard. Extrajo la espada del almogávar del cuerpo del animal, y la blandió en el aire frente a sí.

Ricard dio un paso hacia él, y dijo:

—Devuélveme el arma.

El turco interpuso la hoja desafiante.

—¿Qué sucede ahora? —le pregunté—. No es momento para eso. Tenemos que salir de aquí.


Hermano del Libro
—me dijo, pero sin apartar sus enrojecidos ojos de Ricard—; nos has salvado, y por ello te estoy agradecido, os estamos agradecidos a todos, seáis quienes seáis, pero no puedo abandonar este lugar, en el que habita la Bestia, sin antes haberme enfrentado a ella. Mi nombre es Ibn-Abdalá Mohamed; no lo olvidéis nunca.

Dio media vuelta, y echó a correr en dirección al centro del poblado.

Durante un instante Ricard dudó en perseguirle o no. Luego se volvió hacia mí, y me preguntó qué había dicho el sarraceno.

—Satán está aquí —dije estremeciéndome por mis propias palabras.

—¿Qué? —Ricard y Sausi también se estremecieron.

Les expliqué que sus demonios eran los mismos que los nuestros y que ahora, aquel sarraceno, corría a enfrentarse con uno de ellos.

—Debemos seguirle.

—¿Estás loco, anciano? —exclamó Ricard—. Apenas puedes tenerte en pie. Y mira, el sol está completamente fuera.

Era cierto. Nuestras sombras se recortaban ya nítidas y alargadas contra la arena. Nuestra buena suerte no podía durar mucho tiempo más. Los otros sarracenos liberados ya corrían tanto como les permitían sus mermadas fuerzas, conducidos por los dos veteranos almogávares hacia las afueras del poblado.

Sentí una punzada de dolor en el cuello, y llevé mi mano instintivamente al bulto que se había formado bajo mi oreja. Dolía al tocarlo y estaba caliente y tumefacto.

—Debemos seguirle —insistí casi sin fuerzas—. Debemos ayudarle a acabar con esa criatura; no podemos marcharnos de aquí dejándola con vida.

—Vamos —decidió el búlgaro, cargando nuevamente con mi peso—; hagamos lo que dice el anciano.

Ricard dio una patada contra el suelo y dijo: «¡Mierda!», pero se puso en marcha tras los pasos del turco.

Llegamos a la explanada central, y vimos cómo Ibn-Abdalá penetraba en la tienda del chamán.

—Es en ese lugar —dije.

Entramos en su ominosa y maloliente penumbra.

Las palomas revoloteaban asustadas. Ibn-Abdalá estaba plantado en silencio frente al lecho del chamán; la espada de Ricard quieta en su mano. El anciano estaba tendido cuan largo era, con la boca abierta y los delgados miembros rígidos.

Ricard apartó al sarraceno, y tocó el cuello del chamán.

—Está muerto —dijo al cabo de un instante—; y por su aspecto parece como si llevara muerto varios meses.

—No es así —dije—. Yo hablé con él anoche.

—Pues ahora está muerto —insistió Ricard—. ¿Lo has matado tú? —Le preguntó a Ibn-Abdalá.

—No.

Me zafé de Sausi que me sujetaba, y me acerqué con paso torpe al lecho.

—Anoche vivía —dije contemplando con repulsión el cuerpo del anciano—, y no creo que un demonio pueda morir tan fácilmente.

—Podemos asegurarnos de que este muerto nunca se remueva en su tumba —dijo Ibn-Abdalá, y atravesó con su espada el reseco pecho del anciano muerto.

—Ya basta —dijo Ricard, enfurecido, arrebatándole la espada al turco—. Salgamos de aquí. Puede que éste haya muerto, pero quedan muchos vivos que pueden complicarnos la vida.

Mientras abandonábamos la siniestra
yurta
, dirigí una última mirada al cuerpo tendido sobre el lecho y recordé con un estremecimiento los acontecimientos de las dos últimas noches. Yo también deseaba abandonar aquel lugar cuanto antes.

8

Desperté en el conocido interior de mi carromato, zarandeado por el rítmico balanceo de la marcha. Asomé la cabeza fuera de la lona, y vi la espalda del almogávar que conducía el carromato. De nuevo era de noche, por lo que mi sueño-desmayo, había durado, al menos, todo un día. Era evidente que si Joanot había decidido viajar en la oscuridad, era con la intención de alejarse cuanto antes del poblado gog, y eludir así la batalla contra aquellos pequeños y diabólicos guerreros. Pero yo dudaba que esto fuera posible y tenía por cierto que por mucho que lográramos alejarnos, aquellos demonios nos encontrarían. ¿No era aquélla su tierra y sus caminos? No tardarían en dar con nuestro rastro, y el dejado por el paso de trescientas personas no podía ser, en ningún caso, sutil. ¿Qué ganaba entonces Joanot con aquella apresurada huida? Quizás el joven caballero, tan sólo deseaba encontrar un terreno más propicio para la lucha.

Recordé nuestra salida del poblado, y la extraña fortuna que nos había protegido para salir con vida de aquel lugar. Eso me llevó a pensar en los cautivos turcos y preguntarme qué habría sido de ellos. Sabía que Joanot había ordenado ir encadenando a los turcos conforme éstos salían del poblado gog para caer en manos de los almogávares. Cuando llegamos, ordenó hacer lo propio con Ibn-Abdalá, y yo me sentía demasiado débil como para interceder eficazmente por el sarraceno, pues prácticamente me desmayé al verme al fin rodeado de amigos y a salvo.

Temiéndome lo peor, y rezando a la Virgen Santísima para que mi intervención no resultase ser demasiado tarde, pedí al almogávar que detuviera el carromato.

Al saltar a tierra, noté una punzada de dolor en el cuello, y todo pareció girar a mi alrededor como si estuviera ebrio. El bulto había crecido aún más, y me presionaba la garganta dificultándome tragar. Dolía horriblemente y sentía latir el pulso en las venas hinchadas de aquella zona.

Pero no disponía de tiempo para preocuparme por eso cuando, quizás, aquellos pobres desgraciados turcos estarían a punto de ser ajusticiados por los catalanes.

Si no lo habían sido ya.

Esperé en el borde del camino, tragando el polvo levantado por las acémilas, hasta que vi llegar a Joanot. Me saludó, y comentó que me veía bastante recuperado.

Le dije que teníamos que hablar; y él me respondió que Ricard y el búlgaro ya le habían contado la extraña historia. También me dijo que no tenía nada que temer, que nos estábamos alejando de aquellas bestias lo bastante rápido como para que no pudieran dar con nosotros.

Repliqué que estábamos inmersos en sus tierras y que no era posible correr lo bastante rápido como para alejarnos de aquello que nos rodeaba por todas partes. Necesitábamos a los turcos; ellos conocían estas tierras y podían sernos de gran ayuda.

—Son indignos de confianza —dijo él—. Como todos los adoradores de Mahoma.

Suspiré con alivio. Al menos aún estaban con vida.

—A pesar de todo —dije—, deseo hablar con ellos.

Joanot se encogió de hombros.

—No veo para qué. Pero si ése es tu deseo… Están en la cola de la caravana.

Joanot siguió su camino, y yo esperé la llegada de los sarracenos. Caminaban lentamente, con el paso entorpecido por las cadenas que colgaban de sus tobillos; tal y como Joanot dijo, iban casi al final de la caravana, tragando el polvo levantado por las acémilas y los camellos. Su situación desde que habían salido del poblado gog había mejorado sin duda, pero no completamente.

Distinguí la delgada figura de Ibn-Abdalá entre el grupo de prisioneros, y llamé a uno de los almogávares que los custodiaban.

—¿Ves a ese hombre de ahí? —dije señalando al sarraceno.

—Sí.

—Deseo interrogarlo. Sepáralo del resto, y condúcelo hasta mi carromato.

—¿Tu carromato? —preguntó el guerrero.

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