La locura de Dios (7 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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Roger, que esperaba noticias de Constantinopla, decidió invernar en el cabo Artaki, y las ruinas de Cícico fueron la guarida más abrigada que descubrieron los exploradores almogávares. Pero sin duda fueron mal escogidas y atropelladamente acondicionadas. Para un isleño como yo, aquél podría ser el lugar más frío del mundo, con sus furiosas ventiscas que parecían querer arrancarte las ropas del cuerpo.

Y durante la invernada los alanos desertaron de la Gran Compañía Catalana.

Al parecer todo empezó con una discusión entre dos alanos y varios almogávares. No tengo una idea clara de las causas; cada uno de los bandos acusaba al otro de haber intentado forzar a una joven lugareña. Quizá fue sólo una discusión de cantina por una furcia, pero trajo unas consecuencias terribles. Amparados por la noche, los almogávares entraron en el campamento alano y poco bastó para que los degollaran a todos.

Centenares de alanos fueron sorprendidos y asesinados en el transcurso de esa terrible noche de Cícico. Una de las víctimas fue Alejo, el joven hijo de George, que murió como un ternero, maniatado y sacrificado en medio de aquella locura homicida.

Para empeorar las cosas Roger quiso aplacar con oro a George por la muerte de su hijo; pero éste despreció el dinero y al agravio del hijo muerto se añadió la afrenta del intento de soborno.

Los alanos se marcharon y el invierno pasó; y al llegar la primavera emprendimos la antigua ruta que, haciendo vértice en Afium Karahissar, la Fortaleza Negra, y atravesando el golfo de Esmirna, dejaba al norte la ciudad de Magnesia y cruzaba junto a Filadelfia, para internarse cada vez más en los desconocidos territorios asiáticos.

La ciudad de Filadelfia era de una gran importancia táctica en las rutas de las caravanas de comercio con Oriente. Desde hacía tiempo soportaba el acoso de las tribus de Otomán, quien finalmente le había puesto sitio. Los últimos despachos indicaban que la ciudad no resistiría mucho tiempo más. Su caída era inminente.

Dejamos atrás las ruinas de Troya, y atravesamos el ancho valle que delimitaban el río Gránico y el monte Olimpo. Los turcos se replegaban ante nuestro avance, rehuyendo todo contacto con nosotros, dejando tan sólo tierra quemada tras de sí.

Los almogávares avanzaban pisoteando firmemente el polvo del camino. Nunca he visto hombres como éstos; cubrían sus cabezas con una red de hierro que bajaba en forma de sayo como las antiguas capelinas, llevaban los pies envueltos en abarcas y pieles de fieras que les servían de antiparras en las piernas; y en un zurrón, también de piel, que les cubría las espaldas guardaban sus víveres y escasos efectos personales. En contraste con las aparatosas y ruidosas armaduras de los
catafractos
griegos, no se protegían con escudos ni adargas, limitándose a la espada sujeta al talle por un ancho tabalate, la
azcona
[14]
, y un par de dardos.

Pero no había guerreros más temibles.

En una plaza fuerte, abandonada recientemente por los turcos, llamada Germe, establecimos contacto con Sausi Crisanislao y los restos maltrechos y hambrientos de su ejército. Sausi era un gigantesco capitán de origen búlgaro, al servicio del Imperio; sus hombres no eran mercenarios, sino soldados leales al Emperador.

Su alivio al encontrarnos enrojeció los ojos de aquel fiero guerrero, y nos narró con emoción sus últimas vicisitudes:

—Las tribus otomanas cayeron sobre nosotros sin previo aviso, en mitad de un verano largo y tranquilo; nos embistieron con una fiereza animal, exterminando a todo cristiano que hallaban a su paso…

Sausi hablaba con moderados gestos de sus grandes manos. Ahora estaba muy delgado, pero era un gigante de constitución recia. Su rostro estaba centrado por una ancha nariz y unos ojos azules y muy separados. Sus cejas casi parecían fundirse con la melena que nacía de sus sienes. Nunca había visto a un hombre tan peludo; su melena rubia se derramaba sobre su espalda como la crin de un caballo salvaje.

Estaba de pie, en el centro de la tienda del megaduque. Roger sentado en una ancha y lujosa silla, casi un trono, que alguien había encontrado en algún lugar de la plaza, cruzaba sus brazos sobre su pecho, y observaba al búlgaro con expresión escéptica.

—Y te retiraste —dijo muy serio.

—Nos retiramos, sí —admitió el búlgaro—. Devolvimos algunos golpes, pero no pudimos frenar el alud; apenas éramos cuatrocientos contra un ejército de miles…

Sausi nos contó, con todo lujo de detalles, su hábil y metódica retirada que dejó patente su capacidad como guerrillero; manejando con cuidada técnica a sus trescientos o cuatrocientos hombres, sin vituallas, pegándose al terreno, fue salvando peligros y desviando zarpazos y dentelladas de los turcos de Caramano, gateó hacia Lidia, en busca del enlace con las unidades norteñas de los griegos.

La parte mediterránea de Asia que comprendía Frigia hasta Cilicia y Filadelfia, estaba en poder de Caramano, uno de los siete capitanes turcos que había repartido las antiguas provincias romanas.

—Se ha rebelado contra Otomán —nos desveló Sausi—, y éste aún no ha sido capaz de sojuzgarlo, atareado como está haciéndole frente a tu avance, megaduque. Caramano ha aprovechado esta coyuntura para afianzarse en Frigia.

—Pero te retiraste —repitió Roger como si no hubiera escuchado nada de lo que el búlgaro le había dicho.

Según sus informes, Roger le había supuesto escalonado a mitad de camino entre Germe y Filadelfia. Contaba con Sausi como primer peldaño de su vanguardia, y ahora lo encontraba mucho más cerca de Germe de lo previsto.

—Compruebo que los aledaños de Filadelfia han sido dejados por ti al libre avance del turco —siguió diciendo Roger—. Eres un punto de apoyo que me falla, y no puedo permitirme esa debilidad entre mis hombres. Llevadle afuera y degolladle.

Las últimas palabras de Roger fueron tan inesperadas y pronunciadas en un tono tan similar al resto, que ni Galcerán ni Ricard de Ca n', los dos almocadenes presentes, cogidos desprevenidos, hicieron la mínima intención de obedecer la terrible orden.

Pero el búlgaro había entendido perfectamente la intención de Roger.

—¿Qué? —exclamó con un gesto de asombro indignado.

—Ya lo habéis oído, Galcerán, Ricard, ¡obedeced!

Galcerán intentó sujetar a Sausi por la manga, pero el búlgaro logró zafarse y preguntó a Roger qué esperaba que hiciera. Los turcos les superaban por veinte a uno. No era posible oponerles resistencia alguna.

—En ese caso deberías haber sabido morir cuando te correspondía —le replicó Roger con frialdad.

Sausi alegó que no era merecedor de semejante trato tras haber servido fielmente al Emperador durante tantos años; y mientras decía esto desenvainó su espada.

—¿Y quién eres tú,
latino
, para juzgarme o condenarme? —dijo mientras lanzaba una rápida estocada a Roger, apuntando a su corazón.

Roger se puso en pie, impulsado por sus reflejos de gato, derribando estruendosamente el dorado trono sobre el que se sentaba, y desenvainando su espalda paró el golpe en el último instante. Con habilidad, el enorme búlgaro fintó su hierro, y lo descargó sobre la parte desprotegida del brazo de Roger, atravesando limpiamente su brazo. Todo esto sucedió con tanta celeridad que ni Ricard, ni Galcerán, ni la guardia personal de Roger, tuvieron tiempo de intervenir. Al ver correr la sangre del megaduque, Ricard saltó como un león sobre la espalda del búlgaro, derribándolo de bruces. Levantó su propia espada para asestarle el golpe mortal, cuando la voz y el gesto de Roger le detuvieron. Galcerán y los guardias se habían ubicado entre el búlgaro y Roger.

—¡Lo quiero vivo, Ricard! —gritó Roger apretándose el brazo para contener la hemorragia—. ¡Quiero verle colgando como a un perro, junto a sus doce mejores hombres, de la rama más alta que podáis encontrar!

Ricard descargó su espada sobre la cabeza de Sausi, pero no le golpeó con el filo, sino con la hoja plana, y dejó inconsciente al búlgaro.

Roger fue entonces atendido por sus hombres que desgarraron su camisa para evaluar la importancia de la herida. Y mientras el inconsciente búlgaro era arrastrado por los pies hacia el exterior de la tienda, vi brillar algo en su pecho. Ordené a los guardias que se detuvieran, y me incliné sobre él; era una joya extraña y preciosa, colgando de una cadena de oro. Se la arranqué, y Fernando de Galcerán me miró con una expresión extraña; como si pensara: «¿También tú saqueas a los moribundos?»

Observé la joya en la palma de mi mano; un disco de oro con el grabado de una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo.

—No has sido justo con ese hombre —estaba diciendo Ricard de Ca n'.

Ricard era corto de talla y sus delgados brazos parecían estar formados por manojos de fuertes nervios trenzados; pero tenía la altiva prestancia de los hombres de baja estatura, y sus ojos, diminutos y negros, llameaban inteligentes.

—No pretendo ser justo —le replicó Roger—; tan sólo eficaz en mi cometido.

—Los griegos no admitirán un nuevo insulto —insistió Ricard—; y menos si con él va el sacrificio estéril de uno de los mejores capitanes de Andrónico. Si cuelgas a ese hombre, las tropas de Marulli te abandonarán igual que hicieron las de George.

—¡No te metas en esto, Ricard…! —le gritó Roger a su almocadén, apretando los dientes de dolor mientras le era cauterizada la herida—. ¡No es de tu incumbencia!

Pero Ricard no cejó en su empeño y siguió atravesando argumentos. Le recordó cómo él mismo había llamado «pirata» a Roger, muchos años atrás, después de caer prisionero suyo; y que hoy su lealtad le había hecho sitio entre el círculo de amigos más íntimos de Roger. Quizá por esto Ricard comprendía la situación del capitán búlgaro.

No escuché más. Abandoné la tienda de Roger, y me dirigí a la ocupada por el prisionero. Sausi Crisanislao estaba de rodillas, atado al mástil central de la tienda. Había recuperado el conocimiento y un hilillo de sangre resbalaba por su frente. Sus ojos estaban llenos de ira y no de temor. Me senté en un taburete frente a él y le pregunté, mostrándole el disco de oro que antes le había arrebatado, que dónde había obtenido esa joya.

Él me replicó, a su vez, qué me importaba eso y, en cualquier caso, ¿por qué tendría que decírmelo?

—Porque esto te puede salvar la vida —le dije, ganándome su interés.

Quiso entonces saber quién era yo; pero cuando le dije mi nombre vi que no había oído hablar de mí, de modo que añadí:

—Soy el consejero del megaduque. Si intercedo por ti, y por tus hombres, salvaréis la vida.

—¿Y qué quieres saber?

—Esta joya —le señalé el dibujo del círculo y los rayos—. Éstos son los símbolos de Ishtar y Sin; Venus y la diosa Luna. ¿Acaso eres un pagano? No temas, no es mi cometido juzgarte por esto; tan sólo deseo saber dónde obtuviste este medallón.

Me contó, entonces, cómo sus antepasados habían luchado como mercenarios en los valles de Mesopotamia, y él había sido educado en la religión y los misterios de aquellas tierras. Luego, cayó prisionero en la campaña de Chana, luchando contra los hombres de Miguel Paleólogo, el padre de xor Andrónico, y purgó su derrota en un largo cautiverio en el que abrazó la religión de Cristo.

Un día abandonó la prisión investido como jefe de una fortaleza griega en Frigia.

—Xor Andrónico me adelantó, como buen conocedor de aquellas tierras, como capitán de su confianza. —Y añadió, resentido por el trato que le había dispensado Roger—: Nunca defraudé esa confianza.

—¿Sigues adorando a los planetas del cielo? —quise saber.

El me miró escandalizado.

—Nunca he adorado a los planetas; pues el Zodiaco y los siete planetas son obra de los malos espíritus.

La religión que Sausi había aprendido en su infancia creía que el mundo superior se hallaba representado por el Gran Rey de la Luz, la Gran Vida, cuyo símbolo era el que adornaba el medallón que yo le había quitado.

Por debajo de él había innumerables seres espirituales, unos benéficos, otros demoníacos. El
Conocimiento de la Vida
y los poderes dadores de luz trataban de dirigir a los hombres y a las mujeres hacia las buenas acciones; los planetas y el espíritu de la vida física los inducían a extraviarse.

—¿En qué lugar de Oriente entraste en contacto con esas creencias?

—En la región de pantanos que se extiende entre los márgenes inferiores de los ríos Tigris y Eufrates, que son dos de los ríos que nacen en el Paraíso.

—¿Nunca conociste a quienes adoran los planetas?

Meditó durante un instante antes de responder que, en una ocasión, él y su gente atacaron el templo de unos adoradores de demonios, cerca de Harrán.

—¿Quieres decir que adoraban a los planetas?

—Así es.

Esto era muy común; los dioses de una civilización suelen convertirse en los demonios de sus vecinos. Pero ¿de dónde había surgido toda esa extraña mitología?

—¿Dónde estaba situado ese templo? —le pregunté.

—Junto a la falda de los montes Tektek, a una jornada a jaloque
[15]
de la ciudad de Urfa, y a una jornada a cauro
[16]
de Harrán.

—Me has sido de gran utilidad —dije—. Me ocuparé personalmente de que Roger te libere a ti y a tus capitanes.

Ricard no había cejado en su empeño de salvar al búlgaro, pero Roger aceptó perdonarle la vida sólo cuando le conté que Sausi era buen conocedor de la región a la que nos dirigíamos y que podría sernos de utilidad como guía.

Admirado por la nobleza demostrada por Ricard de Ca n', le pregunté más tarde por su lugar de origen, respondiéndome que había nacido en las
tierras altas
de los Pirineos, como gran parte de la almogavaría; y añadió con orgullo:

—Por mis venas corre la sangre del linaje del gran Carlomagno, y mi familia fue en tiempos poderosa en el Valle de Andorra, y combatió contra la casa de Foix al lado del obispo de Urgel, y fuimos desahuciados de nuestras tierras cuando yo era apenas un crío que casi no sabía sujetar una espada entre sus manos. No me quedó otra salida que la del campo de batalla; la almogavaría: los mejores soldados de fortuna al servicio de quien pueda pagar nuestro precio, que no es bajo. Pero ahora que con la caída de Acre la cruzada parece haber concluido y nuestro futuro es incierto, sin guerras ni tierras que conquistar, pronto no quedará un lugar en el mundo para guerreros como nosotros.

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