Le miré con tristeza y dije:
—En este mundo siempre habrá un lugar para la guerra y la violencia.
Seguimos nuestro camino hacia Oriente, para encontrarnos con las avanzadas de Caramano, tal y como Sausi Crisanislao nos había advertido. Eran muy superiores en número a los almogávares, pero inferiores en valor, disciplina y sabiduría militar.
Para un ojo poco entrenado como el mío en contemplar batallas, todo se redujo a una horrible confusión de hombres, hierros y caballos. Los almogávares cargaron con su habitual crueldad, derribando los estandartes turcos, saltando por encima de los cadáveres, degollando, tajando, destrozando a los turcos.
Cuando todo acabó, al final del día, los cadáveres de hombres y bestias se amontonaban desordenados, empapando la arena de sangre; las lanzas y los estandartes destrozados apuntaban hacia el cielo aquí y allá en apretados manojos.
La luz del atardecer le confería a todo un carácter de irrealidad y de locura.
Atravesamos victoriosos una de las imponentes puertas de la muralla que tan bien habían resistido el asedio turco. Las trancas de hierro que ceñían y reforzaban las puertas de pernio a pernio, se abrieron al fin para franquearnos el paso.
Filadelfia era una plaza fuerte y populosa, con una población ocre y sin personalidad que se amontonaba, deslumbrada por nuestro paso: aceros brillantes, carros de guerra, caballos bien enjaezados, guerreros vestidos con pieles de fieras. Y en medio, en dolorosa fila, los vencidos. Mujeres y chiquillos de ojos saltones y desorbitados por el terror; guerreros turcos encadenados, mulas cargadas de botín.
Roger, asqueado por la empalagosa mansedumbre, sin acidez ni belicosidad, de aquellas gentes, ordenó decapitar, por cobarde y traidor, al gobernador de Filadelfia y colgar al capitán de la guardia de la ciudad. Y al pueblo de Filadelfia, que no supo resistir con más valor, le impuso una multa de veinte mil libras de plata. Pero, días después, un correo almogávar llegó hasta las puertas de Filadelfia e inmediatamente fue conducido ante Roger de Flor. Traía noticias de extraordinaria importancia y gravedad.
La guarnición alana que custodiaba Magnesia; la caja fuerte del cuantioso botín almogávar, se había rebelado. Los alanos habían pasado a cuchillo a todos los catalanes que guardaban el tesoro almogávar, y habían tomado como rehenes a las princesas doña Irene y doña María. Al parecer la rebelión había sido instigada por el propio George.
Roger paseó de un lado a otro como un animal enjaulado. La ira nublaba sus ojos y estrangulaba su voz. Preguntó al correo cómo era posible todo esto si tras abandonar Cícico había ordenado a Ahonés que las condujera hasta Constantinopla.
Doña Irene y doña María habían pasado los últimos días del invierno con Roger, en Cícico. Después, el megaduque había confiado las dos damas a su almirante. Pero, al parecer, la marejada les impidió hacerse a la mar y el almirante había decidido esperar en Magnesia a que el mar se calmara.
—Pero, mientras tanto —concluyó el correo—, los alanos se rebelaron.
—¿Y Ahonés? —preguntó Roger.
—El almirante no estaba en la ciudad en ese momento, sino al cuidado de la flota. Es él quien me envía, megaduque, y espera tus órdenes.
Roger apretó los puños y dijo entre dientes:
—¡Mis órdenes son sangre y muerte para esos traidores!
Sin esperar más, abandonamos Filadelfia, dejando allí a Marulli y sus griegos para guardar la plaza, y nos pusimos en marcha hacia Magnesia.
Roger, actuando como un poseído, puso sitio a la plaza fuerte; ordenó a Ahonés que desembarcara y dispusiera las máquinas de asedio y los maganeles que aún no habían tenido ocasión de usarse, y las dirigió contra los muros de la ciudad.
El ataque fue precipitado y mal concebido. Los alanos rechazaron a los nuestros sin demasiada dificultad, arrojando aceite y azufre caliente desde las murallas de la ciudad, incendiando los artefactos que tan inconscientemente Roger había dirigido contra ellos, descubriéndolas sin precaución alguna.
Gran parte de los mejores hombres de Roger quedaron allí, a los pies de las murallas, aplastados por rocas o abrasados por azufre ardiente. Mientras los supervivientes se retiraban, arrastrando con ellos a los heridos, tuvieron que soportar la mofa y el escarnio de los sitiados, que les increpaban gritando victoriosos desde las almenas.
Roger apretó los puños y tragó saliva.
El trenzado victorioso que nos había llevado hasta allí empezaba a deshilacharse.
En el décimo día de asedio, una de las puertas de la ciudad se abrió y dejó salir a tres grandes carros tirados por acémilas y a varias mujeres. Cuando los carros y las mujeres avanzaron por campo abierto en nuestra dirección, Roger reconoció entre ellas a su joven esposa y a doña Irene, acompañadas de sus sirvientas.
El reencuentro con la princesa doña María, sobre cuyo destino Roger sin duda había sufrido en silencio, emocionó al duro guerrero.
Pero se cuidó mucho de demostrar esta emoción delante de sus hombres.
Roger abrazó a su esposa, rodeándola con sus fuertes brazos como si quisiera protegerla del resto del mundo, y dejó que ella llorara abrazada a él.
—Los alanos afirmaban ser fieles al Imperio y actuar en defensa de Andrónico —estaba diciendo doña Irene mientras tanto—. Y acusaban a Roger de traición.
—¿Acusaban a Roger de traición? —exclamó Ricard de Ca n'—. ¿Ellos? ¿Cómo se atreven a tanto cinismo?
—George afirma que os habéis rebelado contra el Imperio —le respondió doña Irene—, que habéis asesinado al gobernador de Filadelfia y que habéis saqueado la ciudad.
—¡Eso es falso! —gritó Ricard.
—¿Falso? —pregunté alzando una ceja.
—¿Por qué os han permitido salir en este preciso momento? —le preguntó Roger a doña Irene sin apenas apartarse de la princesa.
—Según George, nunca hemos sido sus prisioneras. Nos retenían dentro de la ciudad para impedir que pudierais tomarnos como rehenes para conseguir la rendición de la plaza. Pero yo amenacé al
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con pedirle a mi hermano su cabeza en una bandeja si no nos dejaba abandonar la ciudad inmediatamente. George accedió entonces a dejarnos marchar, y a llevarnos con nosotras tu parte del botín.
—¿Es eso lo que hay en el interior de esos carros? —preguntó Roger señalándolos.
—Así es, están cargados de oro. George quiere dejar muy claro que actúa sólo en defensa de los intereses de Andrónico. Quiere que tomes tu oro y te marches.
—¿Creen que vamos a conformarnos con eso, a dar media vuelta y olvidar que él ha degollado a traición a nuestros compañeros? —dijo Ricard rojo de ira.
—¿Ha muerto toda la guarnición catalana de la ciudad? —preguntó Roger manteniendo la calma—. ¿Estás segura de eso?
—Sí. Vi sus cuerpos en la plaza, y sus cabezas ensartadas en picas.
—¡Venganza!
—¡Ya basta, Ricard! —gritó Roger a su almocadén—. ¡No estás resultando de ninguna ayuda aquí!
—Pero, Capitán…
—¡Lárgate; desaparece de mi vista!
Ricard de Ca n' apretó los puños, parecía que iba a decir algo, pero finalmente dio media vuelta y se marchó de nuestro lado.
Roger esperó a que se alejara, y preguntó a su suegra si pensaba que su hermano estaría detrás de todo esto. A lo que ella respondió que no albergaba ninguna duda sobre ese punto, lo que provocó un gesto de abatimiento en el duro rostro de Roger.
Se preguntó por qué; había combatido fielmente, contra los turcos, para recuperar territorios que unir nuevamente al Imperio. ¿Por qué esta traición?
—Ya te lo advertí —dijo doña Irene—. Es la forma de actuar de los griegos, y tú eres ajeno a todo.
—¿Tú lo entiendes, Ramón? —me preguntó Roger.
—El Imperio se sabe débil —le respondí—, y tu fuerza hace más evidente su debilidad. Quizás Andrónico está considerando que ha hecho un mal negocio al cambiar a los turcos por los catalanes.
—Regresa a Aragón, Roger —le imploró doña María—. Regresa a tu patria y yo iré contigo, renunciaré a mi sangre y a mi tierra por ti.
—Aragón no es mi patria —exclamó Roger—; ni Sicilia, ni Génova, ni Brindissi… Soy el hijo de un halconero germánico, criado por los rudos monjes templarios. La tierra que piso en cada momento es mi patria, querida niña.
—¿Qué va a suceder ahora? —preguntó doña Irene.
Roger dijo que, de momento, se mantendría el asedio sobre Magnesia.
—Más adelante Dios dirá —concluyó.
Varios días después, los centinelas dieron la voz de alarma al ver formarse a lo lejos la polvareda que caracteriza el avance de un ejército numeroso. Esto produjo en todo el campamento almogávar un movimiento nervioso, de avispero alertado.
Roger de Flor salió precipitadamente de su tienda y oteó el horizonte, haciendo de visera con sus manos para protegerse del sol.
—¿Que sucede? —pregunté, alterado por todo el movimiento que se estaba formando a nuestro alrededor.
—Un ejército se acerca desde Poniente —me respondió secamente Roger.
Doña Irene y doña María también habían salido de las tiendas y se acercaron con expresión preocupada en sus rostros. Ricard de Ca n' corrió hasta nosotros, esperando órdenes; mientras el ejército, del que pude distinguir los estandartes que se afirmaban y coloreaban entre las capas de aire y polvo, avanzaba hacia nuestras posiciones.
—¡Son los pendones de Aragón y Sicilia! —exclamó Ricard asombrado. Su vista era mejor que la de ninguno de nosotros, pero pronto pudimos comprobar la certeza de sus palabras.
Doña Irene preguntó a Roger sobre qué podía significar eso.
—No lo sé —respondió el extemplario—. ¿Una añagaza turca o alana? Tal vez tu hermano pretende sorprendernos.
—No le creo capaz de tanto atrevimiento —respondió la mujer.
—Quizá sí, o quizá no; pero no puedo arriesgarme. Ricard, llama inmediatamente a zafarrancho.
El almogávar así lo hizo, e inmediatamente el campamento entero se tensó preparándose para la batalla; presintiendo la desagradable posibilidad de convertirse de sitiadores en sitiados. Las mujeres y los chiquillos ocuparon el sitio que la defensa les asignó, preparándose para llevar las flechas y las vituallas a los combatientes. Los carros fueron dispuestos en círculo, y sus lonas empapadas de agua para prevenir las flechas incendiarias. Ricard y Galcerán fueron así dando cuerpo a las instrucciones de Roger.
Un par de exploradores del ejército que se acercaba, cabalgando sendos
murtats
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, llegaron hasta la línea de defensa almogávar. Roger reconoció a uno de aquellos hombres y ordenó inmediatamente levantar el estado de zafarrancho.
Los catalanes enfundaron sus dardos y devolvieron al tahalí sus hachas. El grito de victoria almogávar retumbó por todo el campamento; y lo que fue señal de zafarrancho se trocó en caliente y afectuoso recibimiento a los compatriotas que quedaron en Sicilia; los almogávares de Berenguer de Rocafort.
Uno de los dos jinetes que se acercaba era nada menos que Joanot de Curial.
Roger y Joanot se abrazaron y besaron como dos hermanos que no se hubieran visto en muchos años.
Joanot era un héroe casi legendario, como Roger, y ambos eran camaradas desde los valerosos últimos días de Acre, donde Roger había salvado la vida a Joanot en más de una ocasión. Lo que fue correspondido por Joanot cuando salvó a Roger de una muerte casi cierta en las mazmorras de la orden del Temple, en Marsella; hechos éstos que me serían narrados poco después, con más detalle, por el propio Joanot de Curial.
Joanot era algo más joven que Roger. Tenía un rostro agradable y bien parecido, dominado por unos grandes ojos castaños, sombreados por unas cejas espesas y oscuras, que hacían que su frente no pareciese demasiado ancha. Su perfil, de nariz recta y labios delgados, recordaba a la imagen de una antigua moneda romana. Su pelo era negro como las plumas de los cuervos, y caía lacio y desordenado sobre sus hombros. Era musculoso y de gran estatura, aunque no tanta como para que le hiciera parecer desgarbado. Vestía una larga gonela color zafre sobre su cota de malla, y en su pecho estaban bordadas las cuatro barras rojas de Aragón. De su cinto colgaba una espada tan ancha y pesada que pocos hombres podrían manejar con soltura.
Más tarde, durante la comida de bienvenida, Roger preguntó a Berenguer de Rocafort sobre las circunstancias de su llegada a Asia.
—Me mandó llamar Andrónico —dijo Berenguer sin dejar de masticar.
Era un hombre tosco, de gestos ampulosos y ojos hundidos, muy peludo de cuerpo y barba, pero completamente calvo en la cabeza. Hablaba, comía y bebía como si le faltara tiempo en la vida para hacer todas estas cosas con calma. Se limpiaba de vez en cuando en la piel de armiño de su capa.
Había llegado con doscientos hombres a caballo y mil infantes almogávares; además de su hermano Gisbert de Rocafort y su tío, Dalmau de San Martín, y Joanot de Curial, que también se sentaban a la mesa. Aquél era un refuerzo que a Roger, ahora que había perdido el apoyo de los alanos y de los griegos de Marulli, le iba a venir muy bien. Pero había cosas que el extemplario aún no veía claras.
—¿Qué hay de tu problema con el rey? —preguntó Roger a Berenguer.
—Solucionado —respondió éste, realizando la proeza de comer, beber vino y hablar a la vez—. Ese bastardo soltó por fin los veinte mil
carlís
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que me debía, y me ha restituido los castillos de Calabria que mantenía en su poder; pero no me preguntes cómo hice para convencerle.
—Y después decidiste, al fin, acompañarme en mi aventura —concluyó Roger.
—Lo consideré, pero antes de que tomara una decisión recibí un correo del mismísimo xor Andrónico. Me invitaba para que acudiera con mis hombres a Constantinopla; al parecer, deseaba contratar mis servicios y me prometía el título de megaduque.
Roger le miró atónito.
—¿Cómo?
Berenguer dejó de masticar y le devolvió una sonrisa a Roger.
—Oh, sí. El título ya estaba ocupado por ti. Así se lo hice ver a xor Andrónico en cuanto me presenté ante él en su palacio de Constantinopla. Por cierto, me contaron lo que habías hecho con los genoveses… —rió.
—¿Qué te dijo entonces Andrónico? —preguntó Roger impaciente.
Berenguer rebuscó en un bolsillo en el dobladillo de su capa, extrajo un rollo de pergamino lacrado con el sello imperial, y lo arrojó sobre la mesa, junto a los montones de huesos de pollo que había ido dejando.