—Tú ya no eres megaduque —dijo Berenguer, encogiéndose de hombros—. Has sido ascendido, amigo; ahora eres César. Felicidades.
Roger de Flor rompió los sellos imperiales, y desenrolló el documento.
—Es mi nombramiento como César del Imperio —dijo tras leerlo rápidamente.
—¿Qué quiere mi hermano a cambio? —preguntó doña Irene, sin demostrar ninguna felicidad por el reciente encumbramiento de su yerno.
Rocafort observó a la hermana de Andrónico sin responder. En sus ojos había una evidente desconfianza hacia la mujer. El silencio se alargó hasta que el joven Joanot fue quien respondió a doña Irene:
—El Emperador desea que Roger y su ejército levanten inmediatamente el sitio a Magnesia, y abandonen Asia —dijo.
Berenguer de Rocafort explicó a continuación que xor Andrónico ordenaba a Roger dirigirse con urgencia hacia Bulgaria, donde debería acudir en auxilio del esposo de doña Irene, porque un hermano suyo se había levantado contra él y contaba con el apoyo de gran parte del ejercito búlgaro.
—Eso no es cierto —dijo Irene con firmeza—. No existen esa clase de asuntos en Bulgaria.
Rocafort volvió a encogerse de hombros.
—Fue vuestro propio hermano quien me pidió que le transmitiera estas órdenes a Roger de Flor.
—Es un ardid —exclamó Irene—. Andrónico tan sólo desea sacarte de Asia por el método que sea. El título de César es la zanahoria, y el pretendido levantamiento en Bulgaria, la vara.
—¿Qué piensas tú, Joanot? —preguntó Roger a su amigo.
—Creo que la señora está en lo cierto —dijo el joven caballero—. Xor Andrónico está obsesionado con que abandones inmediatamente Anatolia. No sé por qué.
—Te teme más que a los turcos —dijo Gisbert, el hermano de Berenguer, riendo.
—Sí —añadió Berenguer, palmeando el hombro de Roger—. Eso pienso yo también.
Roger dirigió una mirada alrededor de la mesa, y les dijo a Rocafort y Joanot que le acompañasen, que deseaba hablar con ellos en privado.
Berenguer asintió, levantándose, y limpiándose la boca con la manga.
—Ven tú también, Ramón —me dijo.
Ninguno de nosotros entendió entonces cuáles eran la intenciones de Roger, pero los cuatro entramos en su tienda. Una vez en el interior, Roger preguntó a Berenguer:
—¿Qué tienes previsto hacer tú?
Rocafort meditó un instante antes de contestar, y al hacerlo miró directamente a los ojos de Roger:
—Son éstos unos extraños tiempos, amigo. Tras la caída de Acre es como si nos hubiéramos dado por vencidos en el empeño de recuperar Tierra Santa. Quizás es mejor así, no lo sé; pero lo que ahora sobra en Europa son ejércitos. Se está licenciando a mucha gente y cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a pagar el precio de unos soldados de fortuna tan buenos como nosotros —rió—. La verdad, no sé dónde vamos a ir a parar si los reyes y nobles dejan de apreciar el auténtico valor de unos combatientes de calidad. Se acercan tiempos difíciles; quizá sea ésta nuestra última oportunidad de enriquecernos con un botín cuantioso. Tú y yo hemos compartido aventuras, y hemos repartido el producto del saqueo infinidad de veces; y tú y yo podemos entender mejor que nadie la oportunidad que tenemos aquí. ¡Por Dios, Roger, estas tierras rezuman oro que sólo espera ser recolectado por nuestras manos! Entiendo perfectamente por qué Andrónico me ha hecho venir y por qué me ha mandado a tu encuentro. Pero si lo que buscaba era provocar el enfrentamiento entre tú y yo, despertar la envidia entre nosotros, es que se trata de un viejo chocho que no conoce lo que vale un catalán o un almogávar… Mandémosle al diablo, Roger, a él y toda su corte de entorchados decadentes. Quedémonos por aquí una temporada, cojamos cuanto queramos, sea griego o turco. ¿Qué más nos da una cosa u otra? Para mí, tan paganos son los unos como los otros…
Roger asintió en silencio, y me presentó a sus dos camaradas de armas.
—Conozco los grandes logros del
doctor iluminado
—dijo entonces Joanot—; para unos eres un genio y para otros un loco. Para unos un santo, y para otros un hereje. Imagino que estás al corriente de todo esto.
—Estoy al corriente —admití. Desde luego, aquel hombre no se andaba por las ramas.
Roger les preguntó si Andrónico les había revelado el verdadero objetivo de nuestra expedición, la búsqueda del reino del Preste Juan. Y así era, pero ambos le explicaron a Roger que, ahora que la amenaza turca sobre Constantinopla se había aflojado, Andrónico había perdido todo interés en esa expedición.
—Quizás él sí —replicó Roger—, pero no yo. La sabiduría de Ramón Llull puede conducirnos hasta ese reino. ¿No es así, Ramón? —me preguntó, pero continuó hablando sin darme ocasión de responderle—, y tú, Joanot, conoces mi anhelo de encontrar ese reino pletórico de riquezas, con sus calles adoquinadas con oro. Imagínatelo, Bernard.
—Puede que sí, y puede que no —replicó éste—. Yo prefiero el pájaro en mano.
—Pero esto es así de seguro —insistió Roger. Y, a continuación, les contó con detalle lo de la
Sala Armilar
y lo del origen del
fuego griego
—. Esta gente poderosa, que ya ayudó a la cristiandad en el pasado, se aprestará a apoyarnos ahora, y juntos derrotaremos para siempre a los turcos. Y nosotros ganaremos más poder y riqueza de los que ningún emperador del pasado haya disfrutado nunca.
Rocafort sacudió la cabeza.
—Despierta, Roger. Ya no tienes el apoyo del Imperio; Andrónico quiere que abandones Asia inmediatamente. No puedes realizar una expedición de ese calibre sin contar con ningún respaldo en tu retaguardia.
—No sería la primera vez —se defendió Roger—; los diez mil de Jenofonte ya cruzaron esas tierras sin que ningún ejército les detuviera… Y el gran Alejandro…
—Oh, ya estamos de nuevo con esas viejas historias… Tú no eres Jenofonte, ni Alejandro; ni estos tiempos son iguales a aquéllos.
—Pero no me daré por vencido tan fácilmente. Vuestra llegada ha sido providencial, amigos míos, porque ahora podré acatar obedientemente las órdenes de esa serpiente de Andrónico; levantaré el asedio sobre Magnesia, tal y como él quiere, y mi ejército viajará hasta Bulgaria, siguiendo su voluntad.
Todos le devolvimos una mirada de incomprensión a Roger.
—¿Cómo dices? —preguntó Joanot.
—Tú hallarás por mí el reino del Preste Juan —dijo Roger mirando fijamente al joven caballero—. Es un viejo sueño, y no debemos renunciar a los viejos sueños.
Y a continuación, Roger dijo que iba a devolverles a los griegos un poco de su talante intrigante, que estaba cansado de comportarse con rectitud cuando ellos sólo conocían caminos sinuosos.
—Fingiremos que acatamos las órdenes de Andrónico, pero seguiremos nuestra propia voluntad —explicó Roger—. Tú, Joanot, mi buen amigo, con quien he compartido tantos sueños en el pasado, viajarás hacia Oriente en compañía de Ramón Llull junto con un pequeño y escogido grupo de almogávares, hasta encontrar el reino del Preste Juan. Después… bueno, después importará todo muy poco. Aragón tiene hambre de imperio, y nosotros vamos a ser sus dientes afilados y cortantes para sujetar un imperio como el que el mundo conoció en los tiempos del Gran Alejandro. Y quizá decidamos que el trono de Constantinopla debería ser ocupado por un hombre de más valor que Andrónico. Por un catalán quizá.
Rocafort echó su cabeza hacia atrás, y soltó una larga carcajada.
—Sigues siendo el de siempre, Roger —dijo al cabo de un rato—. A ambición no hay quien te gane.
El joven Joanot, que permanecía serio y en actitud introspectiva, preguntó cuánta gente llevaría con él.
—No más de trescientos almogávares —dijo Roger sin dudar—, de los mejores y más fieles. Un grupo lo bastante pequeño como para que pueda moverse con flexibilidad por terrenos desconocidos, y avanzar con rapidez.
Joanot asintió en silencio, y Roger le preguntó a su vez:
—¿Deseas hacerlo, amigo mío? ¿Deseas emprender esta aventura?
—No me lo perdería por nada del mundo —respondió el joven guerrero.
Y así se hizo. Levantamos el sitio a Magnesia, con gran asombro de los sitiados, y nos dirigimos hacia el norte, hacia Bulgaria. Pero, antes de haber caminado muchas millas, el ejército se dividió.
Joanot de Curial fue nombrado
adalid
[20]
de los almogávares escogidos por Roger, todos exploradores y guerrilleros expertos. Sausi Crisanislao aceptó voluntariamente acompañarnos en calidad de explorador, pues aquéllas eran tierras que él conocía bien por haberse criado en ellas.
Nos hizo una primera sugerencia:
—Trescientos guerreros armados tienen pocas posibilidades de cruzar con éxito esas regiones. Demasiados como para pasar inadvertidos, y demasiado pocos para defenderse del ataque de un ejército enemigo.
—¿Qué propones? —le preguntó entonces Joanot.
—Las gentes de esas tierras están acostumbradas al paso de grandes caravanas de comerciantes. Son algo común por esos caminos desde los tiempos de los antiguos romanos que establecieron la primera ruta con la remota India. Una caravana con trescientos comerciantes, perfectamente pertrechados para el camino, con sus carromatos, sus acémilas y sus camellos, no despertaría el mínimo interés entre aquellas gentes.
—No me seduce la idea de disfrazarme como un vulgar ladrón —dijo Ricard que también nos acompañaría—, y si es a los turcos a quien temes, no debes preocuparte, pues ya los hemos derrotado en repetidas y continuas ocasiones.
Intervine para sugerir que quizás encontráramos enemigos mucho más formidables que los turcos.
—¿Qué quieres decir? —me preguntó Ricard, extrañado.
—Sólo que deberíamos tomar precauciones tal y como Sausi propone.
—Que así sea —dijo Roger dando por terminada la discusión.
Los rudos almogávares se despojaron de sus vestiduras de piel, y se cubrieron, entre risas y chanzas, con los ricos ropajes de seda y lino provenientes del saqueo de Filadelfia; ocultando, bajo aquellas túnicas bordadas, sus pesadas armas de acero.
Al separarnos, Roger nos dijo que tenía por muy cierto que ese levantamiento en Bulgaria había sido fingido por Andrónico, para tener alguna razón para sacar a los almogávares de Asia. No debíamos preocuparnos entonces por nada, excepto por encontrar las tierras del Preste Juan. Y dijo por último:
—Que piense que me callo y me someto.
Y no se habló más. Nos separamos del grueso de la tropa almogávar, y tomamos caminos divergentes. La extraña aventura hacia lugares perdidos se abría ante nosotros.
Avaritia, Gula, Luxuria, Superbia, Acidia, Invidia, Ira,
Mendacium, lnconstantia
El enorme espacio asiático nos absorbía como una esponja, nos empequeñecía y anulaba. La inmensidad quieta y serena de millas y millas serpenteantes por los duros y polvorientos caminos de aquella geografía atormentada.
Los turcos, avisados de nuestra fiereza y crueldad, abandonaban sus hogares y huían ante nuestro avance, sin presentar batalla, dejando tan sólo desolación a nuestro paso. Comarcas quemadas y cosechas arruinadas. El extraño mundo asiático parecía agazaparse, enarcar el lomo y contener la respiración en postura precursora de zarpazo.
Cruzamos así junto a una ciudad, apresuradamente abandonada por sus gentes, llamada Calmarin, que estaba situada a sólo siete leguas del monte Ararat, en cuya cima atracó Noé tras el Diluvio. La montaña Ararat era muy alta, y tenía sus cumbres nevadas y cubiertas de niebla; a sus pies se extendía una gran llanura cruzada tan sólo por el río Corras, que nacía del deshielo de aquellas nieves y que fertilizaba aquellas tierras cuadriculadas de huertas de frutales, viñas y rosales. Calmarin había sido la primera ciudad edificada por el linaje de Noé, y había estado poblada desde entonces, hasta el día de la llegada de los catalanes.
Aquellas tierras nos recordarían durante muchos años.
Mi carromato era similar a una
galera
valenciana; es decir, tenía cuatro grandes ruedas atrás y dos de menor tamaño delante, sujetas a un eje móvil del que surgían las limoneras y que podía ser dirigido con ayuda de un pesado timón. Al abrigo de su lona, impermeabilizada con brea, había establecido mi biblioteca ambulante y mi sala cartográfica. Pasaba los días en su interior, consultando los mapas y leyendo los libros; ajeno por completo al desolado paisaje que nos rodeaba, donde no se podía percibir más movimiento que el de las nubes y el paseo de sus sombras.
Apenas intercambié unas pocas palabras durante el viaje. Me deslizaba como un espectro entre aquellos rudos hombres, presenciaba sus juegos de dados, sus danzas y sus peleas, sin implicarme jamás en ninguna de estas actividades. Me sentía tan distanciado de los almogávares que su presencia me afectaba menos que viejas historias que hubiera leído hacía mucho tiempo.
Ricard, Fabra, Jaume, Pero, Ferrán, Guillem… eran nombres que, en aquellos momentos, nada significaban para mí; pero en un futuro cercano vería morir a muchos de aquellos almogávares, alguno incluso cambiaría su vida por la mía, y yo lamentaría no haber aprovechado aquellas jornadas tranquilas, las últimas que viviríamos en nuestro camino, para conocerlos mejor.
Pero de quien sí deseaba saber más era de su joven líder; Joanot de Curial, y en una ocasión le invité a mi carromato donde le mostré los mapas y las cartas que nos guiarían en nuestro viaje. Muchos de los libros que llevaba provenían de los estantes de la
Sala Armilar
. Entre los mapas que consultaba para establecer nuestra ruta estaban las
Estaciones de Partia
, opúsculo redactado por Isidoro de Cárax; el
Itinerario Antonino
, o la
Peregrinación de Eteria
; así como la antigua
Geografía de Estrabón
, o la famosa
Guía geográfica
de Tolomeo. Acompañado todo esto por cartas de rutas, muy útiles, desarrolladas en longitud sin preocuparse de la configuración de las tierras, de modo que formaban una banda plegable que podía ser guardada en el bolsillo o en un saco de viaje. Todo lo cual fue observado por Joanot con detenimiento, dando muestras de una gran curiosidad e inteligencia y formulando multitud de preguntas.
Yo también sentía curiosidad por conocer con detalle las circunstancias en las que Roger y él se habían conocido.