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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (17 page)

BOOK: La locura de Dios
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—Soy un hombre de ciencia… y de Dios —dije sin atreverme a alzar la vista.

El nestoriano tradujo mis palabras, y luego se volvió hacia mí, evidentemente interesado, y me preguntó si era un sacerdote. Le respondí que pertenecía a la orden de los frailes menores, en su tercera regla.

—Un franciscano, ¡por supuesto! —exclamó—. He oído hablar de vosotros. La vuestra debe de ser una orden muy atrevida para enviar a sus hijos a las mismísimas puertas del Averno. —Y añadió—: En estas tierras puedes perder algo más que la vida.

—Luego admites que estás entre criaturas satánicas.

El nestoriano rió con su horrible boca desdentada y fatua, y dijo:

—Ni siquiera Dios logra distinguir con claridad los imprecisos límites entre el Bien y el Mal. ¿Quién eres tú para intentarlo?

—¡Blasfemo! —le grité.

Dorga, harto de aquella discusión que no entendía entre el nestoriano y yo, dio una furiosa patada en el suelo, justo frente a mi rostro, e increpó a su esbirro. El hereje palideció más de lo que parecía posible, y se apresuró a traducir nerviosamente nuestras palabras. Por supuesto no pude ver la expresión del gog al escuchar la traducción, pero su reacción hizo evidente que todo aquel asunto estaba perdiendo interés para él. El caudillo regresó a su trono dorado, y profirió unas rápidas y guturales órdenes. Yeda y mis otros captores habían permanecido junto a la entrada de la tienda, guardando un respetuoso silencio, y al escuchar las órdenes de Dorga, se pusieron rápidamente en marcha. Me sujetaron por las axilas, y me pusieron de pie con un tirón brusco y doloroso. Sin demasiados miramientos, empezaron a arrastrarme hacia la salida.

—¿Qué sucede ahora? —le pregunté desesperado al nestoriano.

Él ejecutó unos heréticos signos de bendición, y me dijo compungido:

—Te llevan ante la presencia del chamán. La deidad suprema de estas gentes es el cielo mismo, con todos sus astros, y los chamanes son los únicos capaces de comunicarse directamente con él. Te compadezco, terciario, porque nada de lo que puedas haber contemplado en toda tu vida puede haber preparado tu alma para lo que ahora vas a ver.

Y no dijo nada más, porque en ese momento mis captores atravesaron la entrada de la tienda, y me encontré, arrastrado por ellos, de nuevo en el exterior.

6

La
yurta
del chamán estaba situada en un extremo de la explanada central, a unos pocos pasos de la del caudillo que acababa de abandonar.

Esta vez, Yeda y los otros gog que se habían convertido en mis atentos vigilantes, no me acompañaron hasta el interior de la tienda. Se limitaron a apartar la piel de camello que cerraba la entrada, y empujarme dentro.

Caí de bruces en el oscuro interior, iluminado tan sólo por unas débiles brasas centrales. El suelo estaba cubierto por miles de pequeños huesecillos y plumas de palomo. A un extremo y a otro se amontonaban, unas encima de otras, jaulas de bambú repletas de aquellas aves que revoloteaban espantadas por mi entrada, levantando al hacerlo un nauseabundo polvillo que no era otra cosa que los restos resecos de sus excrementos.

Tosí, y tapé mi boca con una mano como si ésta pudiera evitarme el tener que respirar aquella porquería. Me incorporé lentamente y sentí, antes que vi, la presencia de la fantasmal figura que se acurrucaba al fondo de la tienda.

Caminé hacia ella con pasos cortos.

El chamán debía de ser la criatura más vieja que viviera sobre la Tierra. Eso fue lo que pensé mientras me acercaba a él. Tan vieja como un árbol reseco y arrugado.

Estaba tumbado sobre su costado, apoyado sobre su codo, sobre una especie de litera de piel. Estaba completamente desnudo y el color y la textura de su pellejo reseco era similar al cuero de la litera. Aquella piel desnuda y sin pelo se estiraba como un pergamino sobre sus huesos deformes. Tenía dos testículos atrofiados, pero su pene debía de haberle sido amputado hacía mucho, y tan sólo quedaba un orificio rodeado de cicatrices. Sujetaba un palomo entre sus dedos retorcidos por la artritis, y el pobre animal aleteaba desesperado. Aún no le había visto el rostro porque estaba inclinado sobre el ave.

De repente se acercó el palomo a la boca, y le arrancó la cabeza de un mordisco.

Elevó entonces su rostro hacia mí, y me sonrió con su boca manchada de rojo por la sangre del palomo.

—Te doy la bienvenida, extranjero —dijo en perfecto
sarraïnesc
—. Nuestras esferas se han mezclado como el fuego y el aire. Cada elemento se mueve inevitablemente hacia su lugar específico; el fuego sube a lo alto y el aire, más lento, viene después.

Retrocedí espantado. Su rostro era un absoluto horror. Su cara estaba carcomida en todo su lado izquierdo hasta el extremo de que el hueso amarillento de su cráneo y pómulo quedaba expuesto en ese lado. Sus labios también desaparecían en esa mitad de su cara, frunciéndose en una especie de mueca horrible que parecía una media sonrisa sardónica. No tenía oreja en ese lado, y su ojo izquierdo era una bolsa arrugada y sin color, medio traslúcida, como la crisálida abandonada de un insecto.

¿Qué extraña magia dominaba aquel lugar perdido?

El monstruoso anciano volvió a acercar el cadáver del palomo a sus labios, y bebió su sangre durante unos instantes, con evidente placer. Luego arrojó a un lado los restos del ave, y limpió la sangre de su boca con el dorso de la mano.

—Un estómago tan viejo como el mundo apenas acepta ya otra cosa que la sangre y la leche. —Su voz era sorprendentemente agradable. Grave y pausada, pronunciando las sílabas con cuidado y perfección, a pesar de sus deformados labios.

Le pregunté qué quería de mí.

—Quiero información, sólo eso —respondió mirándome intensamente con su único ojo sano—. Sabía que vendrías, pero no esperaba tan pronto tu llegada. Ha sido un afortunado azar el que cinco de mis cazadores te encontraran.

—¿Quién eres?

Su único ojo brilló de leve ira y dijo:

—No estás aquí para formularme preguntas, sino para responder a las mías. Viajas hacia Oriente en compañía de trescientos asesinos. Todo viaje tiene un destino, y ese destino es lo que deseo conocer.

—Si eres quien creo que eres —dije—, entonces no puedes ignorar cuál es nuestro destino.

La criatura se incorporó hasta quedar sentada en la litera de cuero, extendió su mano derecha y sus dedos se engarfiaron en el pecho de mi gonela; tiró de mí con una fuerza inusitada hasta que mi rostro quedó a pocas pulgadas del suyo.

—Hablarás, esclavo —dijo, y sentí su aliento en mi cara como una bocanada de aire que escapara al abrir una tumba.

Era como si su disfraz de viejo marchito se hubiera difuminado por unos instantes para mostrarme su verdadera naturaleza de bestia maligna y llena de ira.

Entonces, en su proximidad, vi algo que me llenó de horror y repulsión; su ojo marchito y traslúcido se animó durante un breve instante como si algo se moviera dentro de él.

Con morbosa fascinación miré el interior de aquella cuenca, a través de la fina telilla que era todo lo que quedaba del ojo original, y vi algo semejante a un gordo gusano blanco retorciéndose en aquel estrecho espacio. He visto parásitos introducir sus huevos en el interior de insectos, y éstos ser devorados por los retoños recién nacidos hasta sólo dejar su caparazón, como un fantasma repleto de gusanos.

El chamán me soltó entonces, y yo me aparté rápidamente de su horror y su pestilencia. De repente parecía muy cansado, y volvió a tumbarse en su litera.

—Hablarás, esclavo —repitió con voz débil—, suplicarás por hacerlo.

No vi que hiciera señal alguna, ni pronunciara otra palabra más, pero en ese momento, como respondiendo a una orden silenciosa, Yeda y el gog corpulento entraron y me sacaron de allí.

Me empujaron dentro de otra
yurta
cuyo suelo estaba cubierto de paja, y cerraron la entrada tras de mí. Una gran jarra de barro en el centro era el único objeto en toda la tienda. La levanté, y derramé algo de su contenido sobre el suelo de paja. Mojé mis dedos y lo probé con precaución; era agua. Tenía sed y bebí hasta casi agotar su contenido. Estaba solo por primera vez desde que había abandonado el campamento almogávar, y me sentía agotado en cuerpo y alma por todo lo que había visto y por todo lo que mi corazón había sentido.

Me tumbé en el suelo e intenté dormir. Pero no pude hacerlo, obsesionado por las palabras del chamán. Tenía la seguridad de que había estado en presencia del mismísimo Maligno.

Esa noche las cigarras no cesaban en su monótono canto, y una enorme luciérnaga se movía por uno de los palos que sujetaban la
yurta
, como un navío lejano navegando durante la noche. Apenas podía escuchar a mis guardianes gog hablando entre sí, en voz baja, frente a la entrada de la
yurta
, cuando de repente turbó aquel silencio casi perfecto una extraña mezcla de sonidos musicales, que vibró un momento y se disipó.

Antes de que tuviera tiempo de incorporarme, resonó de nuevo la música, entremezclándose los sonidos, formando unos compases extraños y agradables, como si un niño jugara con las teclas de un manubrio. Escuché atentamente, conteniendo la respiración, aquel extraño ritmo que a veces se detenía para volver a empezar y detenerse con igual presteza. Poco a poco, y casi sin percibirse iba llegando hasta la entrada de la
yurta
el ruido de numerosas pisadas en el suelo blando.

La entrada se descubrió en ese momento, mostrando un grupo de oscuras formas que se destacaban contra el fondo formado por la luz de las antorchas. Los mangos de marfil de sus espadas relucían al describir curvas en el aire cuando los guerreros gog alzaban y bajaban los brazos siguiendo el ritmo de la danza. De repente, los danzantes desaparecieron en la oscuridad para reaparecer de nuevo, momentos después, ante la luz de las antorchas que proyectaba sus oscuras siluetas. Ahora cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros una plataforma sobre la que se sentaba la cadavérica figura del chamán. Su silueta retorcida destacó como una sombra de profunda negrura contra la turbia niebla que oscurecía la noche.

Los guerreros volvieron a danzar al compás de las extrañas melodías de un sonoro instrumento y de las débiles palmadas que salían de los porches de las
yurtas
que producían un sonido parecido al de las olas.

Mis guardianes me ordenaron que saliera, y yo me acerqué lentamente a aquel cuadro y distinguí que los danzarines y el chamán ocupaban el centro de un semicírculo presidido por Dorga y el hereje nestoriano, y que había muchos más gog sentados en la oscuridad. El terreno frente a las
yurtas
estaba lleno de viejos de ambos sexos y niños de todas las edades. Apareció una vez más la fila de danzarines ante la luz de las antorchas, y el que iba delante, llevaba un calabacín del que sobresalían unos juncos; soplaba por uno de ellos al mismo tiempo que pasaba los dedos por los otros, como si se tratase de una flauta, y su pecho se dilataba y contraía normalmente, a pesar del soplar continuo que iba convirtiendo en embriagadora música.

Cesó de repente la danza y la música, y se fue estrechando el semicírculo de indígenas, que se arrastraron boca abajo sobre el polvo, alrededor de la plataforma del chamán, mientras proferían alaridos espantosos y lúgubres que resonaron en la noche.

El anciano se puso en pie, apoyándose en los fuertes y peludos brazos de dos de sus acólitos, y me llamó con un hipnótico gesto de su mano. Sentí entonces cómo, por primera vez, toda la atención de aquellas gentes se concentraba en mí. Uno de los acólitos se situó a mi espalda y vendó mis ojos con una gruesa tela de lino.

Momentáneamente cegado, fui obligado por ese mismo acólito, a avanzar unos pasos en dirección al aullante semicírculo en cuyo centro estaba el chamán, y me vi rodeado al instante de una espectral luz cenicienta, que no proyectaba sombras, y que iluminaba el espacio central del semicírculo, permitiéndome ver mágicamente a través de la venda. Era como si las luces de las antorchas se hubieran convertido en oscuridad, y las sombras de la noche en luces. Las piedras del suelo fosforecían en violento contraste con las estrellas del cielo que ahora parecían simples puntos negros, como partículas de carbón. Uno de los acólitos, convertido ahora en una imagen espectral de sí mismo, con los tonos y colores de su cuerpo invertidos, colocó un taburete de madera frente a mí, y me indicó con un gesto que me sentara. Cosa que hice, como si algo impulsara mis acciones por encima de mi voluntad y raciocinio.

La pegajosa fosforescencia que me rodeaba se fue haciendo más espesa hasta que no pude ver más allá de cinco codos por delante de mí. Era como una niebla luminosa, que hacía daño a los ojos y me obligaba a entrecerrarlos. Mis ojos lagrimeaban y mis párpados temblaban por el esfuerzo de mantenerse entrecerrados. Podía estar en el interior de una estrecha habitación, o en el centro de un inmenso desierto, imposible saberlo pues era incapaz de distinguir distancia alguna a través del irreal resplandor que me envolvía. Un mefítico olor a corrupción que me rodeó, haciéndose más intenso a cada instante, y llenando, asfixiante, mis narices obligándome a respirar por la boca.

Entonces escuché un ruido terrible y vi unas formas vagamente humanas aparecer entre la luz y adquirir rápidamente una esencia sólida.

Avanzaron hacia mí envueltas por jirones de niebla. Siete jinetes de largos cabellos negros, llevando armaduras de combate, con dos alas como dos escudos metálicos a la espalda. Agitaban estas alas y producían un ruido ensordecedor mientras se acercaban a mí. Las armaduras, también tenían colas semejantes a las colas de un escorpión, pero de metal brillante. Las colas se agitaban a la espalda de los jinetes como si tuvieran voluntad propia. Avanzaban lentamente, abriendo la niebla con sus cuerpos, como si ésta se apartara para no tocarles. Sus monturas también llevaban armadura, con una pequeña corona dorada sobre cada una de las cabezas de los caballos.

Se detuvieron a unos pocos pasos frente a mí. El más cercano sonrió mirándome a los ojos. Era la sonrisa de un carnívoro de dientes largos y afilados. Su cola de escorpión restalló en el aire y me golpeó en el cuello. Un golpe que a punto estuvo de derribarme al suelo, y que me provocó un inmediato e intenso dolor.

Grité, e intenté apartarme de su contacto; pero el anciano y esquelético chamán apareció a mi lado y me retuvo apretando mi brazo con firmeza. Sus dedos eran como garfios de acero, y se clavaban en mi antebrazo a través de mis ropas.

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