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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (19 page)

BOOK: La locura de Dios
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—Sí, mi carromato. ¿Acaso no sabes quién soy?

—Claro que sí —me respondió él con expresión burlona. Le ordené entonces que me obedeciera y, sin darle oportunidad a seguir discutiendo, di media vuelta y caminé hasta mi carromato aparentando toda la seguridad en mí mismo que me era posible.

Esperé en su interior hasta que el encadenado Ibn-Abdalá fue empujado dentro.

El pobre me miró con expresión desolada; llené una escudilla con agua, y se la ofrecí. El no rehusó; tomándola con ambas manos, bebió hasta agotar su contenido.

Después me tendió la escudilla sin soltarla y pidió más agua. Escancié el líquido, y esperé pacientemente a que terminara de beber.

Realmente aquel hombre parecía tan viejo como yo; tenía las mejillas hundidas y le faltaban casi todos los dientes de la parte de arriba de la boca, su piel estaba arrugada y curtida y sus ojos eran los ojos de alguien que ha vivido mucho. Su mirada era extraña e indefinible, y contenía un sentimiento que no fui capaz de precisar. Pero el pelo de su cabeza y barba eran abundantes y de color negro, aunque ahora estaban completamente cubiertos de polvo y arena.

—¿Mejor? —le pregunté.

—Sí, y si me libraras de estas cadenas —dijo alzándolas para que pudiera verlas—, la cosa mejoraría aún más.

—Temo que eso no esté en mis manos.

—¿Por qué nos hacéis arrastrar estas cadenas? Mi gente está débil.

—Somos enemigos, y tenemos nuestras normas sobre cómo tratar a los enemigos.

—Nunca he visto a infieles como vosotros. ¿De qué parte del mundo sois?

—De Poniente.

Él preguntó extrañado:

—¿De Al-Andalus?

—Estos hombres provienen del norte de Al-Andalus —le expliqué con cuidado—; de las montañas que limitan con el país de los francos.

Asintió de nuevo, y dijo que él no nos consideraba sus enemigos. Les habíamos salvado de los demonios y nos estaba agradecido. Ejecutó un saludo musulmán con sus manos encadenadas.

Le dije que, en ese caso, no le importaría responder a alguna de mis preguntas, y él me invitó con sus expresivos ojos a que preguntara.

—¿Sabes lo que es esto? —dije tocando apenas el bulto de mi cuello. Cada vez dolía más; dolía sólo con rozarlo.

—Sí. Estás infectado por el Mal.

Le miré atónito.

—¿Qué?

—El Mal está dentro de ti. No tardará en apoderarse de todo tu cuerpo.

—¿De qué me estás hablando? ¿De una enfermedad? —No pude evitar un temblor en mi voz al preguntar.

—No —me miró directamente a los ojos—; hablo del Mal en esencia.

Le pregunté qué iba a ser de mí.

—Afortunadamente eres muy viejo —dijo—; el Mal no tendrá tiempo de apoderarse de tu alma, tu cuerpo degenerará y se marchitará mucho antes de que esto suceda.

Yo sólo podía comprender parcialmente lo que el sarraceno me estaba contando, pero una cosa estaba bastante clara a pesar de todo: mi vida estaba a punto de terminar. Y entonces comprendí el significado de su mirada; era misericordia, piedad, ¡aquel sarraceno encadenado y famélico sentía pena por mí!

Le pregunté si existía alguna posible cura, y él me dijo que, desafortunadamente, no; y su tono era el de quien pronuncia una sentencia de muerte.

—Mi nombre es Ramón Llull —le dije, intentando conservar la calma—, y soy muy viejo y ya he vivido más que suficiente. Hace mucho tiempo tuve una familia y disfruté de una buena situación mundana. A todo esto renuncié de buen grado a fin de honrar a Dios y exaltar nuestra santa fe. Aprendí el árabe, y muchas veces prediqué entre los sarracenos. Fui detenido, encarcelado y flagelado por la fe; no una, sino muchas veces. Aceptaré entonces cualquier destino que Dios tenga a bien enviarme.

El inclinó levemente la cabeza en una especie de saludo respetuoso, y dijo:

—Que Dios te proteja entonces,
hermano del Libro
.

Le pregunté cómo había llegado el Mal a estas tierras, y él respondió, mirando hacia un lado, que era una larga historia.

—Te puedo dedicar todo el tiempo que me quede —dije, mientras esbozaba una amarga sonrisa.

—Bien, te lo contaré entonces, pero me siento muy incómodo con estas cadenas y con toda la suciedad que se ha pegado a mi cuerpo.

Asentí. Gracias a los años que pasé con mi desafortunado esclavo moro, sabía la importancia que los sarracenos le daban a la higiene personal. Una importancia que para muchos cristianos es incomprensible pero que, debo admitir, se me ha contagiado en parte. Llamé al almogávar del exterior y pedí que nos proporcionara un barreño lleno de agua, cosa que hizo al instante, y le solicité que librara a Ibn-Abdalá de sus cadenas, a lo que se negó rotundamente.

El sarraceno se encogió de hombros, y aceptó aquello que había conseguido; se lavó lo mejor que pudo y me pidió algo para recortarse la barba y el pelo. Le di unas tijeras, sin pensar ni por un momento que aquel hombre pudiera usarlas como arma. Y no lo hizo. Después de lavarse y afeitarse, su aspecto había mejorado lo suficiente como para que empezara a mostrar la edad que auténticamente tenía.

Mientras se aseaba me dijo que él no había nacido en Rai, sino en Tánger.

—En el Lejano Poniente, como tú —añadió.

De joven estudió las leyes de Alá y de los hombres, y lleno del deseo de visitar los santuarios ilustres, dejó a su padre, madre y amigos y a los veintidós años partió hacia Oriente, solo, sin compañero con el que pudiera vivir familiarmente, sin caravana de la que formar parte. Fue vendedor de dátiles en Arabia, y traficó con esclavos en Kipchak. De los doctores de Damasco obtuvo la licencia para juzgar, y se convirtió en
cadí
al servicio del sultán de Delhi. La desgracia no se olvidó de él, ni las intemperies, ni los bandidos; varias veces lo perdió todo, su equipaje y su dinero…

—Pero nunca me detuve… hasta que esos demonios llegaron a estas tierras.

—¿Quiénes son?, ¿de dónde vienen?

—Quién sabe. Una raza de criaturas bestiales. Viajan con los tártaros y tienen algunas de sus mismas costumbres, pero en otras cosas son muy diferentes.

Un anciano de Delhi le había contado la caída de Bagdad; como una nube negra apareció al este de la ciudad y la cubrió por completo. Al momento se originó un gran griterío; la gente trepaba a los terrados y a los alminares para intentar averiguar el origen de esa polvareda. Al fin descubrieron al ejército tártaro llegar oculto por esa niebla, su caballería, sus impedimentas y todo el convoy de equipajes que venía detrás; la faz de la tierra parecía en aquel momento totalmente cubierta de tártaros. Al frente de ellos, como punta de flecha, avanzaban los demonios peludos.

—Me los describió con detalle, pero no quise creerle… hasta que sitiaron Rai, donde yo me encontraba comerciando. Llegaron del mismo modo que el anciano me había narrado, envueltos en una nube pestilente y sometieron la ciudad por el hambre; fui testigo de cosas horribles durante aquellos meses de asedio; vi a mujeres disputarse la piel de un caballo muerto hacía semanas y a la gente arrollarse por beber la sangre de un buey al que se daba muerte, y a un hombre devorar un pie humano. Finalmente la ciudad, exhausta, se rindió al poder de esos monstruos y éstos, al penetrar por sus calles, cometieron las mayores atrocidades que la mente humana puede concebir.

—Dices que viajan con los tártaros, ¿pero acaso no lo son ellos mismos?

—Conozco a los tártaros y son temibles, casi inhumanos. Exterminan poblaciones enteras y esclavizan a los niños, haciéndoles trabajar hasta morir. Pero esas criaturas son mucho peores; llevan el Mal consigo, y eso, además de su aspecto, es lo que las hace diferentes.

Le pregunté qué era eso que él llamaba el Mal, e Ibn-Abdalá señaló el bulto en mi cuello y dijo que había visto a muchos hombres atrapados por él. Cambiaban lentamente y olvidaban su fe y sus recuerdos. Los demonios peludos les obedecían, aunque antes de ser infectados por el Mal, estos hombres fueran sus esclavos. Durante una ceremonia demoníaca, siempre en la oscuridad, el Mal les era transmitido y ocupaba el cuerpo del desgraciado enturbiando su alma y sus ideas.

Yo no deseaba seguir hablando de eso, por lo que pregunté a Ibn-Abdalá:

—¿Conoces bien estas tierras?

—He pasado mi vida recorriéndolas, he atravesado Anatolia, y navegado por el mar de los Jázaros, cruzando la estepa y llegando hasta Urgandi, Bujara y Samarcanda.

—¿Conoces el camino hasta Samarcanda?

—Tanto como la palma de mi mano; ¿es ése vuestro destino?

—No exactamente. ¿Sabes de un lugar llamado «desierto de cristal»?

—Conozco un lugar que muy bien podría recibir ese nombre.

Le pedí que me hablara de él, e Ibn-Abdalá me dijo que se trataba del lecho seco del mar de
Caspia
[26]
.

En aquel lugar la sal se había mezclado con la arena y cuando el sol incidía en ellas brillaban desde muy lejos, como una enorme superficie cristalina.

—Es un lugar terrible —concluyó—, y nada vive allí; ¿por qué os interesa saber de él?

—Ése es nuestro destino.

—¿Por qué? ¿Qué buscáis allí?

Le dije que de momento no podía contarle nada más, y él respondió que no importaba; y añadió con indiferencia que, si ése era nuestro deseo, él podía guiarnos hasta allí.

—¿Es un lugar cercano de la ciudad de Samarcanda?

—Relativamente —dudó Ibn-Abdalá—; está al norte, a muchas millas de la ciudad, pero se puede llegar hasta el desierto salino siguiendo, desde Samarcanda, el cauce del río
Oxus
que acaba extraviándose en sus arenas. Pero no os aconsejo esa ruta.

—¿Por qué no?

—Porque he oído contar que los tártaros se están concentrando por miles en torno a Samarcanda. Se dice que los campos alrededor de la ciudad han sido completamente cubiertos por sus
yurtas
.

¿Y qué importaba eso?, me pregunté. No me cabía duda alguna de que si los tártaros, o los gog, lo desearan ya habrían caído sobre nosotros.

Pero le pregunté al sarraceno:

—¿Tienes otra idea?

—Las orillas del mar de los Jázaros, que algunos conocen como el mar de Tabaristán, no están lejos de aquí. A pesar de lo que muchos creen, es un mar aislado y sin comunicación con el mar Negro o con el mar de
Caspia
, como lo demuestra el hecho de que este último se haya secado por completo a pesar de lo cercanos que están en algún punto ambos mares. Si bordeamos la costa del mar de los Jázaros, llegaremos hasta el mar de
Caspia
sin peligro de encontrarnos con los tártaros de Samarcanda.

Transmití rápidamente esta información a Joanot, y aproveché la ocasión para pedirle a Ibn-Abdalá como mi esclavo asistente, dado sus amplios conocimientos sobre la geografía de aquellas regiones.

Después, emprendimos la ruta que Ibn-Abdalá nos había descrito.

9

Desperté. Estaba en una habitación bastante amplia, de paredes de madera, con un gran ventanal a la derecha. Las paredes estaban recubiertas de un tapiz de lana decorado con franjas de colores y la rosa blanca de la Virgen María. Mi lecho tenía dosel y cortinas de lino, y olía bien; al espliego, tanaceto y rubia, que debían de haber añadido a la paja del colchón. Hacía calor. ¿Qué lugar era éste? La luz que penetraba a través de las placas de cuerno pulimentado de las ventanas era cálida y suave.

Una mujer dormía en mi lecho de espaldas a mí. Su pelo se derramaba como una impla negra sobre la almohada. Acaricié su sedosidad con mi mano.

—Qué hermosa eres, Amada mía —susurré.

—Vuelve a dormir, Ramón —dijo ella sin volverse; con voz soñolienta.

—Ya ha amanecido —dije.

—No importa. Duerme.

—He tenido un sueño muy desconcertante. Era viejo y caminaba por lejanas tierras, tenebrosas y diabólicas, en compañía de fieros guerreros…

Ella se volvió entonces hacia mí y me dirigió una sonrisa cadavérica con sus labios carcomidos. Sentí el hedor de la podredumbre junto a mi rostro; una fetidez que parecía haber quedado en mis narices desde mi paso por el poblado gog.

—Sólo ha sido un sueño, Ramón —dijo con una voz que era como un eco en una tumba—; vuelve a dormir…

Y soñé de nuevo que era un anciano, poseído por un espíritu maléfico, caminando sin recordar cómo ni por qué, por la orilla de un mar de aguas oscuras.

La niebla espesa y maloliente que había rodeado el asentamiento gog se había ido diluyendo conforme nos acercábamos a las agrestes costas del mar de los Jázaros. Pero el Sol no brilló nunca con excesiva fuerza sobre nuestras cabezas.

Cruzado el equinoccio de otoño, los días se fueron endureciendo como acero gris, anunciando el inminente invierno.

Se desencadenó una temible tormenta que fuimos viendo formarse a lo lejos, en el mar, rozando la curva del horizonte. Llegaban violentas ráfagas del cauro que nos calaban con el agua que arrastraban las crestas de las olas. Se oscureció intensamente el firmamento, y se formó una gran muralla de tinieblas en el centro del mar, que vimos abalanzarse a gran velocidad contra nosotros. El furor de la tormenta fue en aumento y sólo al atardecer consiguieron los almogávares resguardarnos de ella, en un barranco, después de luchar desesperadamente contra un viento impetuoso. Las aguas que penetraban tierra adentro en aquella ensenada estaban casi tranquilas, pero a lo lejos formaban las olas una larga cadena de espuma, y el viento doblaba los árboles a su alrededor. Al día siguiente amaneció lloviendo, y la atmósfera estaba tan densa que no se veían las copas de los árboles alrededor del campamento. La mañana parecía un sombrío crepúsculo acompañado por el incesante estruendo de las olas chocando contra las rocas.

Tras haber visto brevemente el sol, esta repentina oscuridad nos llenó a todos de desánimo, pues era como si los elementos, y la propia naturaleza, se empeñara en enfrentarse a nuestro avance. Un temor supersticioso se había extendido por el campamento, y los almogávares hablaban entre ellos, en voz alta incluso en presencia de Joanot o de alguno de sus almocadenes, de la necesidad de regresar cuanto antes a tierras más hospitalarias. Pero ese día parecía cada vez más lejano, y ahora que tenían a los gog a la espalda, seguir avanzando parecía la única opción.

Y así lo hicimos apenas cesó la lluvia; los almogávares recogieron las empapadas tiendas, las cargaron sobre las acémilas, y nos pusimos en marcha, siempre hacia oriente, siempre bordeando la costa de rocas afiladas y negras.

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