La locura de Dios (28 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

BOOK: La locura de Dios
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Neléis me había dicho que aquél me había sido extraído mediante métodos quirúrgicos, y yo no tenía ningún motivo para dudar de esto. En Apeiron coexistían dos realidades que aparentaban ser opuestas pero que se complementaban perfectamente entre sí.

—Cada una de esas criaturas —me explicó Neléis— era una parte viviente del
Adversario
, de igual forma que cada uno de tus brazos forma parte de ti; él puede usar sus
rexinoos
como tú utilizarías tus miembros para interactuar con tu entorno.

—Pero mis brazos están unidos a mi cuerpo —repliqué—; por lo cual es fácil de ver y de comprender cómo los uso y los domino, pues forman parte de mí.

La consejera me explicó que los
rexinoos
también estaban unidos con el tronco central del
Adversario
, a pesar de la enorme distancia que los separaba. Gracias a esa substancia invisible y etérea de la que me había hablado, el
Adversario
controlaba esos tentáculos suyos a distancia como yo controlaría los dedos de mi mano.

—Para que esto resulte efectivo —conjeturé—, el
Adversario
deberá conocer en cada momento dónde están situados sus miembros; pues de nada me serviría mover una mano si no pudiera saber cuál es su posición en cada instante. No tendría sentido.

Neléis asintió, y me invitó a que siguiera hablando.

—Por lo tanto —seguí reflexionando—, cuando ingresé en la ciudad, enfermo y con ese ser repugnante en mi interior, señalé involuntariamente al
Adversario
cuál era la situación exacta de Apeiron.

—Así es —dijo Neléis, acercándose a uno de los grandes
vasos herméticos
—; hemos abierto esos
rexinoos
y estudiado sus entrañas. No tienen ojos, ni narices, ni oídos. Interiormente son tan sencillos como un dedo cortado, por lo que pensamos que obtienen todos estos sentidos del propio
huésped
en el que se alojan. Dentro de ellos tan sólo hay un órgano claramente definido; esa especie de racimo envuelto en gelatina. En realidad es una colonia de seres microscópicos, invisibles para nuestros ojos, que generan un aliento eléctrico.

Yo había leído sobre esta electricidad en uno de los volúmenes de la librería que Neléis me había procurado. Se trataba del mismo vigor que hay en los relámpagos durante las tormentas, y que el ámbar adquiere cuando es frotado con un paño.

—Sabemos que este órgano es el responsable de generar la substancia etérea que mantiene la comunicación entre el
rexinoos y
el cuerpo del
Adversario
—siguió diciendo la mujer—, y hemos sido capaces de captar esa substancia y medir su potencia.

Neléis dio un paso hacia atrás y señaló uno tras otro los tres
vasos herméticos, y
dijo que cada una de aquellas criaturas había sido capturada en un lugar distinto de la Tierra. La primera, por uno de los científicos de Apeiron durante una expedición al norte de la India. La segunda fue extraída del cuerpo de un moribundo en algún lugar de Bulgaria. Y la última, la que había habitado en mi interior, en Apeiron, como yo bien sabía. El vigor eléctrico de cada una era diferente y generaba diferente potencia, tal y como los científicos de Apeiron pudieron medir antes de que las criaturas murieran.

—Gracias a este último —concluyó Neléis—, hemos triangulado el lugar exacto donde debe de estar oculto el
Adversario
.

De una de las paredes del laboratorio colgaban diferentes láminas multicolores; me acerqué a la primera de ellas y comprobé que se trataba de un mapa tan preciso y detallado como la esfera azul que yo había visto en los sótanos del Palacio de Constantinopla. Tres grandes círculos rojos centrados en un punto de la India, en Bulgaria y en Apeiron, se intersectaban en un lugar situado muy a la tramontana, en una región completamente desconocida para mí o para cualquier hombre occidental.

—¿El
Adversario
vive ahí? —pregunté a la consejera.

—El
Adversario
sabe dónde estamos nosotros —dijo Neléis—, y nosotros sabemos dónde se oculta él.

Un enfrentamiento que se ha estado demorando durante quince siglos es ya inminente.

Otro de los grabados, situado a la derecha del mapa, mostraba un cuerpo humano cubierto por una armadura reluciente, unas alas de plata a la espalda y la cola de escorpión que parecía hecha con metal dotado de vida. El rostro de la
langosta
era hermoso, como el de una muchacha de pelo largo y negro, pero quedaba deformado por una boca semejante a la de una fiera, repleta de dientes largos, afilados y amarillentos.

El grabado lo mostraba de frente y de perfil, y había una línea acotada junto a él que indicaba su altura. Neléis había denominado
kauli
a aquella criatura.

—¿Es ése el ser que viste en tu sueño? —me preguntó la mujer.

—No creo que fuera un sueño.

—Lo era, aunque inducido por la presencia del
rexinoos
dentro de ti. Sin duda tuviste visiones que te mostraron cosas reales, aunque lejanas.

—¿Por qué lejanas?

—Los
kauli
no pueden sobrevivir tan al sur, en un ambiente tan cálido y bajo un sol tan brillante. Son criaturas del frío y la oscuridad y, aunque sus armaduras les protegen, tan sólo en el
Remoto Norte
pueden mantenerse activos. Hay quien piensa que vienen de otro mundo; un planeta frío y seco opinan algunos, pero en realidad nadie sabe nada con certeza.

Le pregunté si los había visto en alguna ocasión con sus propios ojos.

—Nunca —admitió ella—. Pero muchos otros sí los han visto. Y algunos, muy pocos, han tenido la suficiente fortuna como para sobrevivir. Los
kauli
son unos seres repugnantes cuyo alimento es casi exclusivamente la sangre humana.

Junto al dibujo del
kauli
había una serie de grabados que mostraba a los gog en diferentes posturas. Allí no había duda, los dibujos representaban a los repugnantes seres que me habían mantenido prisionero en su campamento.

La consejera dijo que creían que se trataba de dos razas esclavas del
Adversario
, a las que usaba según su conveniencia en un lugar u otro del mundo. Una teoría decía que el
Adversario
era miembro de una raza de esclavistas; seres solitarios y malvados que, degenerados por su dependencia de los esclavos, permanecían ocultos y casi inmóviles.

No había más grabados.

—¿No tenéis ni idea de cuál es su aspecto?

—No —respondió la mujer—. Tenemos muchas descripciones, pero ninguna coincide. Se diría que cada persona que lo ha visto ha creído ver algo distinto.

Esto no resultaba extraño, pues se sabe que el Mal es eterno y polimorfo.

Estudié el mapa, pensativo; comprobando la enorme distancia que separaba el desierto salino y la ciudad de Apeiron de Constantinopla; distancia que habíamos recorrido en los últimos meses. Pero el
Adversario
estaba mucho más lejos. Era, por lo menos, tres veces esa distancia; a través de territorios desconocidos y seguramente plagados de enemigos y criaturas hostiles como los
kauli
y los gog.

—Parece un camino demasiado largo para que pueda cruzarlo en lo que me queda de vida —comenté.

—No lo haremos a pie, si es en eso en lo que estás pensando —dijo la mujer.

Y, ante mi mirada desorientada, añadió:

—Debo mostrarte más cosas.

8

Tomamos un transporte volador que se dirigía hacia la zona norte de Apeiron. Había mucha vegetación por todas partes, hasta el punto de que muchas calles desaparecían bajo ella, y por todos lados sobresalían enormes torres humeantes de ladrillo cuyos remates se ensanchaban para contener complicadas decoraciones geométricas; eran simplemente chimeneas que exudaban vapor desde el subsuelo de la ciudad, pero me parecían tan hermosas como las agujas de una catedral.

Estaba anocheciendo y la iluminación nocturna de la ciudad se estaba activando, confiriéndole a todo el aspecto de joya mágica que tanto me maravillaba.

—¿Hemos llegado? —le pregunté a la mujer cuando el transporte se detuvo en una plataforma.

—No —respondió Neléis—; pero se ha hecho tarde y, según me dijo Ácalo, hace muchas horas que no has comido nada. Mi hogar está aquí mismo y he pensado que podríamos cenar antes de continuar.

Yo sentía una gran curiosidad por saber más cosas de Neléis y del resto de los consejeros. La idea de una mujer que ocupara un cargo tan importante en la ciudad me seguía fascinando. Su hogar era una pequeña casa de dos plantas con un amplio jardín frente a ella; similar a las otras casas que se levantaban a ambos lados de la calle.

Atravesamos un estrecho camino de losas de piedra incrustadas en la hierba perfectamente recortada, y llegamos frente a una puerta de madera con algunos adornos multicolores grabados en ella. Quizá hubiera esperado que la vivienda de un alto dignatario fuera algo más parecido a un palacio, pero tenía que admitir que el lugar era agradable. En el jardín había multitud de casitas de madera para pájaros y palomares que despedían un característico olor, y de los que llegaba un continuo murmullo de aves que se preparaban para pasar la noche.

La consejera abrió la puerta y una mujer joven, a quien Neléis me presentó como su
compañera
, salió a recibirnos.

Cenamos en el jardín, en una mesa atendida por un par de muchachas a las que ya no me atreví a considerar esclavas. Quizá también eran estudiantes como Ácalo.

La compañera de Neléis se llamaba Eritea, y le calculé unos veinte años. Tenía el pelo largo, de color castaño oscuro. Sus rasgos eran equilibrados y apacibles, y sonreía con sinceridad. Era una buena conversadora, al igual que Neléis, pero al mismo tiempo parecía ser, de las dos, la que estaba más pendiente del desarrollo de la cena, ordenando a las dos sirvientas que sacaran uno u otro plato, que retiraran esto o lo otro, o que escanciaran más vino; por lo que me pregunté si sería una especie de
dueña
, o ama de llaves que se ocupaba de la casa mientras Neléis se dedicaba a sus tareas en la Asamblea. Pero ambas mujeres se trataban con una familiaridad sorprendente.

La comida era deliciosa, como toda la que había probado en Apeiron; pero durante mi tiempo de estudio en la vivienda cercana a la Pirámide de la Asamblea, había estado tan enfrascado en los libros que apenas había percibido lo excelente que era.

Sabores ricos y sutiles en las verduras perfectamente especiadas, y una carne fresca y llena de jugo, como si siempre perteneciera a un animal recién sacrificado. Y el vino era el mejor que jamás hubiera tomado, incluso en la mesa de algún papa. Pero, como tantas otras cosas, aquel lujo allí parecía cosa normal.

Sirvieron una verdura con aspecto de flor, semejante a la alcachofa, pero de un color verde más intenso, hervida y aromatizada con hebras de azafrán, y una carne cortada muy gruesa y apenas pasada por el fuego, pero asombrosamente tierna. Pregunté de qué animal se trataba, y Eritea dijo una palabra que no entendí pero que después de una larga explicación interpreté que se trataba de carne de avestruz.

Yo sólo había visto avestruces en las ilustraciones de un libro sarraceno de un tal El-Kasvini
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, y me había parecido un animal tan mítico como el mismísimo unicornio; un pájaro tan grande como un caballo, de plumas blancas y negras. Me parecía imposible estar comiéndolo en esos momentos; Eritea me podía haber dicho que se trataba de carne de
roc
yme hubiera resultado igual de extraño.

Pero tenía que admitir que era sabrosísima.

Los dulces consistieron en una multitud de pequeños y sabrosísimos pasteles, de diferentes tamaños y sabores, pero en los que la miel parecía ser el ingrediente principal. Ya había observado el gusto que los apeironitas tenían por la miel, y pregunté por su procedencia. Neléis explicó que algunos de los grandes edificios de cristal no estaban habitados por personas, sino por plantas, flores y abejas. Eran llamados estos edificios
palacios de cristal, y
la miel era recolectada por unos ciudadanos que penetraban en estos edificios con trajes protectores.

Mientras comíamos, Neléis me contó que Eritea era ingeniera, y que había aportado importantes mejoras al trazado del alcantarillado y al sistema de irrigación de los jardines. La mujer joven sonrió con modestia mientras la consejera decía esto; pero yo seguía sintiéndome confuso. Me preguntaba cuál sería la relación entre las dos mujeres, pues no parecían hermanas ni madre e hija; y consideré si existiría entre ambas alguna especie de vínculo monástico que las obligara a vivir solas sin compañía masculina.

Aquella ciudad y sus gentes me desconcertaban por completo.

Tras la cena, Eritea me condujo al interior de la vivienda donde me mostró su colección de objetos del
Mundo Exterior
: Frascos egipcios, con esfinges policromadas rematando sus tapas; curvados cuchillos de acero turco, y llaves de hierro romanas; la multitud de pequeños objetos se completaba con minuciosos grabados colgados de las paredes que mostraban estampas de Alejandría, Constantinopla y Roma.

Otro grupo de grabados, que Eritea exhibió con el cuidado de quien enseñaría su más preciada joya, representaban escenas repletas de hombres y mujeres extraños, desnudos o con apenas un pequeño taparrabos cubriendo sus partes pudendas. Eran hombres oscuros, con el cuerpo ilustrado con exóticos tatuajes y espectaculares adornos de plumas sobre sus cabezas. Otro mostraba a un grupo de personajes de ojos rasgados, ricamente vestidos y en actitud hierática; el grabado reproducía con minuciosa perfección los complejos bordados de sus túnicas que recordaban algo a las vestiduras de los nobles de Constantinopla. Otro representaba una ciudad con aire oriental, con hermosas mujeres asomadas a las ventanas, por cuya calle principal discurría una comitiva de guerreros cabalgando sobre elefantes; uno de los cuales estaba ricamente engalanado y llevaba una especie de palio bajo el que había un hombre de aspecto majestuoso.

Había incontables grabados, y algunos mostraban escenas tan extrañas que yo no sabía cómo interpretarlas, pero el conjunto era fascinante y extrañamente evocador.

—Nunca he salido de Apeiron —me confesó Eritea mientras contemplaba las láminas—, pues siempre ha habido asuntos que me han mantenido dentro de sus murallas, y no tengo más conocimiento sobre el maravilloso
Mundo Exterior
que estos hermosos grabados.

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