La llamada de lo salvaje (7 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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Los perros eran los primeros en ser atendidos cada noche. Comían antes que los conductores, y ningún hombre buscaba su saco de dormir hasta haber examinado las patas de los perros a su cargo. Aun así, la fuerza de los animales declinaba. Desde el comienzo del invierno habían cubierto tres mil kilómetros, arrastrando trineos a lo largo de tan agobiadora distancia; y tres mil kilómetros hacen mella hasta en los más fuertes. Buck lo soportó y, manteniendo la disciplina, obligaba a los perros de su equipo a cumplir con la parte que les correspondía. Pero también él estaba muy cansado. Por la noche, Billie gemía y se quejaba en sueños. Joe estaba peor dispuesto que nunca, y Sol—leks era inabordable, fuera por el lado ciego o por el otro.

Pero de todos, el que más sufría era Dave. Algo le había ocurrido. Se volvió más sombrío e irritable y, en cuanto se montaba el campamento, se preparaba el refugio y allí le daba de comer su conductor. Una vez desenganchado y en su hoyo, no volvía a ponerse en pie hasta la hora de ocupar su puesto a la mañana siguiente. A veces, cuando durante la marcha recibía una sacudida provocada por un súbito frenazo del trineo, o cuando tiraba más fuerte al arrancar, soltaba un aullido de dolor. El conductor lo examinaba pero no le encontraba nada. Los demás conductores acabaron interesados en el caso. Lo comentaban a la hora de comer o mientras fumaban la última pipa antes de irse a dormir, y una noche decidieron examinar el perro todos juntos. Lo llevaron junto al fuego y palparon y exploraron su cuerpo hasta arrancarle reiterados quejidos de dolor. Algo andaba mal en su interior, pero no pudieron localizar ningún hueso roto ni averiguar nada.

Cuando llegaban a Cassiar Bar, Dave estaba tan débil que hizo el trayecto cayéndose varias veces. El mestizo escocés decidió acabar con aquello, así que lo sacó del tiro y puso a Sol—leks en su lugar. Quería que Dave se tomase un descanso corriendo con libertad detrás del trineo. Pero aún enfermo como estaba, Dave no podía tolerar la exclusión; rezongó con gruñidos mientras lo desenganchaban y se puso a gemir desconsolado al ver a Solleks en el puesto que él había ocupado con eficacia durante tanto tiempo. Porque sentía el orgullo del camino y del arnés, y ni mortalmente enfermo podía soportar que otro perro ocupara su sitio.

Cuando el trineo arrancó, Dave se puso a correr por la nieve blanda que flanqueaba el sendero batido, empezó a darle dentelladas a Sol—leks, a embestirlo para que cayera sobre la nieve blanda de otro lado, y a intentar meterse entre Sol—leks y el trineo, gruñendo y aullando sin parar de dolor y consternación. El mestizo intentó alejarlo con el látigo; pero Dave no hizo caso del cinto urticante y al hombre le habría partido el alma golpearle con más fuerza. El perro se negó a correr obediente detrás del trineo, donde le habría sido más fácil, y continuó marchando con dificultad a un lado, por la nieve blanda, hasta que ya no pudo más. Entonces cayó y quedó postrado donde había caído, aullando de un modo lúgubre mientras la larga caravana de trineos corría con rapidez.

Con una última reserva de energía consiguió ponerse en pie y seguirlos a rastras, y una nueva parada le permitió adelantarse dando tumbos y llegar hasta el costado de su propio trineo, donde se detuvo junto a Sol—leks. El conductor se había entretenido un momento para pedir fuego al hombre que iba detrás y encender la pipa. Después volvió a su sitio e hizo arrancar a sus perros, que se pusieron en marcha con insólita facilidad, giraron inquietos la cabeza y se detuvieron sorprendidos. También el conductor se sorprendió: el trineo no se había movido. Llamó a sus colegas para que fueran testigos de lo que estaba viendo. Dave había cortado a dentelladas las correas de Sol—leks y se había colocado directamente delante del trineo, en el sitio que le correspondía.

Con la mirada suplicaba que lo dejasen allí. El conductor estaba perplejo. Sus colegas comentaron que a un perro se le podía romper el corazón cuando se le negaba la posibilidad de hacer el trabajo que lo estaba matando, y recordaron a otros perros que habían conocido, demasiado viejos para el trabajo o heridos, que habían muerto al ser excluidos del tiro. Y pensaron que, puesto que de todas formas Dave iba a morir, sería mejor que muriera enganchado, feliz y contento. De modo que le colocaron los arreos y él se puso a tirar con orgullo como antes, aunque más de una vez gimiera sin poder evitar el penetrante dolor de sus entrañas. Muchas veces se desplomó y fue arrastrado por los demás, y en una ocasión el trineo se lo llevó por delante, y a partir de aquel momento se quedó cojeando de una de las patas traseras.

Pero aguantó hasta llegar al campamento, donde el conductor le hizo un lugar junto al fuego. Por la mañana lo encontró demasiado débil para viajar. A la hora del enganche intentó llegar como fuese hasta el conductor. Con un esfuerzo convulsivo se puso de pie, vaciló y cayó. Entonces empezó a arrastrarse lentamente hasta el lugar donde estaban enganchando a los perros. Adelantaba las patas delanteras y arrastraba el resto del cuerpo, y volvía a hacerlo para ganar cada vez un breve trecho. Las fuerzas lo abandonaron, y la última vez que sus compañeros lo vieron yacía jadeando sobre la nieve, mirándolos con anhelo. Pero lo oyeron aullar de forma lastimera hasta que se perdieron de vista detrás de una hilera de árboles.

Allí la caravana se detuvo. El mestizo escocés volvió lentamente sobre sus pasos hacia el campamento de donde habían salido. Los hombres dejaron de hablar. Sonó un disparo de revólver. El hombre regresó apresuradamente. Restallaron los látigos, sonaron alegremente las campanillas, los trineos se deslizaron velozmente; pero Buck sabía, y lo sabía cada uno de los perros, lo que había ocurrido detrás de aquella hilera de árboles.

5. El duro esfuerzo del camino

A los treinta días de haber salido de Dawson, el correo de Salt Water, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay. Estaban en un estado lamentable, agotados y exhaustos. El peso de Buck se había reducido de sesenta y cinco a cincuenta kilos. El resto de los perros, aun pesando menos, habían perdido relativamente más peso que él. Pike, el tramposo, que se había pasado la vida fingiendo y que tantas veces había logrado hacer creer que tenía una pata herida, cojeaba ahora de verdad. Sol—leks andaba paticojo, y Dub tenía una paletilla dislocada.

A todos les dolían terriblemente las plantas de las pies. No podían saltar. Dejaban caer pesadamente las patas en la tierra trasmitiendo la vibración a su cuerpo, con lo que duplicaban la fatiga de la jornada. No les pasaba nada, excepto que estaban muertos de cansancio. No se trataba del agotamiento que sigue a un determinado y excesivo esfuerzo del que cabe recuperarse en cuestión de horas, sino de la lenta y prolongada extenuación provocada por meses de esfuerzo sostenido. Ya no tenían capacidad de recuperación ni reserva de energías a la que recurrir. Habían utilizado todo lo que tenían. Cada músculo, cada fibra, cada célula, participaba de la extenuación, de la mortal fatiga. Y había motivo. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil quinientos kilómetros, los últimos tres mil con sólo cinco días de descanso. Cuando llegaron a Skaguay estaban en las últimas. Apenas podían mantener tensas las riendas y, en cuesta abajo, les era difícil mantenerse fuera del alcance del trineo.

—¡Adelante, pobrecillos! —los animaba el conductor mientras avanzaban tambaleantes por la calle principal de Skaguay—. ¡Fin de trayecto! Después tendremos un largo descanso, ¿eh? Un descanso magnífico.

Los propios conductores esperaban confiados un prolongado respiro. Habían hecho dos mil kilómetros con dos días de asueto, y razonablemente y en justicia se merecían un intervalo de descanso. Pero eran tantos los hombres que habían acudido a Klondike y tan numerosas las novias, esposas y demás familiares que no lo habían hecho, que la congestión postal estaba adquiriendo enormes proporciones; y además estaban los despachos oficiales. Nuevas tandas de perros de la bahía de Hudson habrían de reemplazar a los que ya no valían para el camino. Había que desprenderse de estos últimos y, puesto que un perro poco significa frente a un puñado de dólares, el caso era venderlos. Pasaron tres días, en el transcurso de los cuales Buck y sus compañeros descubrieron cuán cansados y debilitados estaban. Después, en la mañana del cuarto día, llegaron de los Estados Unidos dos hombres, que los compraron con arneses incluidos, por cuatro cuartos. Se llamaban Hal y Charles. Charles era de mediana edad, más bien moreno, tenía la mirada miope y acuosa y un mostacho que se retorcía con furia hacia arriba como para compensar la aparente blandura del labio que ocultaba. Hal era un joven de diecinueve o veinte años, con un gran revólver Colt y un cuchillo de caza sujetos al cuerpo por un cinturón provisto de cartuchos. Este cinturón era el elemento más llamativo de su persona. Proclamaba su inmadurez, una absoluta e inefable inmadurez. Los dos hombres estaban manifiestamente fuera de lugar, y el porqué de que semejantes individuos se hubieran aventurado a viajar al norte es parte de un misterio que escapa al entendimiento.

Buck oyó el regateo, vio pasar el dinero de las manos del hombre y a las del agente del gobierno, y se dio cuenta de que el mestizo escocés y los conductores de trineos del correo desaparecían de su vida como había ocurrido con Perrault y François y con los que los habían precedido. Lo que Buck vio en el campamento al que los llevaron los nuevos dueños fue abandono y suciedad, una tienda a medio desmontar, platos sin fregar y un desorden general; vio también a una mujer, a quien los hombres llamaban «Mercedes». Era la mujer de Charles y la hermana de Hal: toda una familia...

Buck los observó con aprensión mientras acababan de desmontar la tienda y cargaban el trineo. Lo hacían todo con gran despliegue de gestos, pero sin un método eficaz. La tienda fue enrollada formando un bulto tres veces más voluminoso de lo que podía haber sido. Guardaron los platos de lata sin fregarlos. Mercedes revoloteaba continuamente saliendo al paso a los hombres y no paraba de charlar haciéndoles reproches y dándoles consejos. Cuando ya habían colocado una bolsa con ropa en la parte delantera del trineo, Mercedes sugirió que debería ir en la de atrás; y una vez puesta allí la bolsa y quedar tapada por otros dos bultos, descubrió que le había pasado por alto guardar unas prendas que sólo podían ir en ella, así que hubo que descargarla otra vez.

De una tienda vecina salieron tres hombres que se quedaron mirando la escena entre guiños y sonrisas.

—Ya llevan ustedes bastante peso —dijo uno de ellos— y, aunque no me corresponda meterme en sus asuntos, yo en su lugar no cargaría con esa tienda.

—¡Qué esperanza! —exclamó Mercedes, alzando los brazos al cielo con afectada consternación—. ¿Cómo demonios voy a arreglármelas sin una tienda?

—Estamos en primavera, ya no volverá a hacer frío —replicó el hombre.

Ella meneó la cabeza con decisión, y Charles y Hal colocaron los últimos trastos encima de la voluminosa carga.

—¿Le parece que andará? —preguntó uno de los hombres.

—¿Por qué no? —dijo Charles secamente.

—Oh, está bien, está bien —se apresuró a decir el otro, en tono conciliatorio—. Sólo me lo preguntaba. Parece que llevan mucha carga.

Charles le dio la espalda y amarró las cuerdas lo mejor que pudo, o sea no demasiado bien.

—Y por supuesto los perros podrán tirar todo el día de ese artefacto —afirmó el segundo de los hombres.

—Desde luego —dijo Hal con helada cortesía, al tiempo que cogía la vara con una mano y blandía el látigo con la otra—. ¡Arre! —gritó—. ¡Adelante!

Los perros saltaron y tiraron de las riendas durante unos momentos, pero después aflojaron. No podían mover el trineo.

—¡Bestias holgazanas, yo os enseñaré! —les gritó Hal, disponiéndose a darles con el látigo.

—¡No, Hal, eso no! —intervino Mercedes a gritos, al tiempo que agarraba el látigo y se lo arrebataba—. ¡Los pobrecillos! Tienes que prometer me que no serás cruel con ellos durante el viaje o yo no daré un paso.

—¡Qué sabrás tú de perros! —exclamó desdeñosamente su hermano—; y haz el favor de dejarme en paz. Son perezosos, te lo aseguro, y hay que darles de azotes para que rindan. Ellos son así. Pregunta a cualquiera. Pregúntaselo a uno de ésos.

Mercedes dirigió a los hombres una mirada implorante; en su bonito rostro se había dibujado un gesto de indecible repugnancia ante el sufrimiento de los animales.

—Si quiere usted saberlo están muy débiles —fue la respuesta de uno de los hombres—. Completamente hechos polvo, ésa es la verdad. Necesitan descanso.

—Y una mierda —dijo Hal, y Mercedes soltó un «¡Oh!», dolida y apesadumbrada ante el improperio. Pero siendo una criatura apegada a los suyos, se apresuró a tomar partido por su hermano.

—No hagas caso de ese hombre —dijo con intención—. Tú eres quien conduce a nuestros perros, y haz con ellos lo que te parezca mejor.

Nuevamente descargó Hal el látigo sobre los perros, que tiraron de las riendas, clavaron las patas en la nieve y pusieron en el empeño todas sus fuerzas. El trineo resistió como si fuera un ancla. Después de dos intentos, los perros quedaron inmóviles, jadeando. El látigo silbaba sin piedad cuando Mercedes intervino de nuevo. Cayó de rodillas ante Buck, con lágrimas en los ojos, y le abrazó el cuello.

—Pobrecitos míos —exclamó llorosa y compasiva—, ¿por qué no tiráis más fuerte? Así no os azotarán.

A Buck no le gustó esta mujer, pero estaba demasiado afligido para resistírsele y lo tomó como parte de la desgraciada jornada.

Uno de los espectadores, que había estado apretando los dientes para no estallar, habló entonces:

—No es que me importe lo que os pase a vosotros, pero por el bien de los perros sólo quiero deciros que podríais serles de grandísima ayuda si liberáseis ese trineo. Los patines están firmemente adheridos al hielo. Tenéis que romperlo.

Por tercera vez se intentó la partida, pero esta vez, siguiendo el consejo, Hal liberó los patines que habían quedado congelados en la nieve. El sobrecargado y rígido trineo se puso en marcha, con Buck y sus compañeros esforzándose frenéticamente bajo la lluvia de golpes. Un centenar de metros más adelante, la senda describía una curva y descendía en empinada pendiente hacia la calle principal. Para mantener en pie el inestable trineo habría hecho falta un hombre con experiencia, y Hal no lo era. Al tomar la curva con velocidad, el trineo volcó, desparramando la mitad de la carga mal sujeta. Los perros ni siquiera se detuvieron. El trineo aligerado botaba de un lado a otro tras ellos, irritados por el maltrato recibido y por la carga excesiva. Buck estaba furioso. Apretó la carrera, y el equipo lo siguió. Hal gritaba «¡soo! ¡soo!», pero ellos no le hacían caso. Él tropezó y cayó. El trineo volcado pasó con estruendo por encima de él, y los perros prosiguieron a toda marcha, contribuyendo al jolgorio general en Skaguay al desparramar el resto de los trastos por la calle principal.

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