La llamada de lo salvaje (9 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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Desde las laderas llegaba el rumor, la música de invisibles fuentes. Todo se deshelaba, se estremecía, se animaba. El Yukón hacía esfuerzos por liberarse del hielo que lo aprisionaba. El río lo derretía por debajo y el sol por arriba. Se formaban bolsas de aire, fisuras que se ampliaban, y los fragmentos de hielo carcomidos acababan por desaparecer en el cauce. Y en medio de los estallidos, las turbulencias y las vibraciones de la vida que despertaba, bajo el sol resplandeciente y con la brisa que susurraba a su alrededor, avanzaban vacilantes los dos hombres, la mujer y los perros, como peregrinando hacia la muerte.

Con los perros cayéndose, Mercedes llorando encaramada al trineo, Hal profiriendo maldiciones inútiles y los ojos de Charles con lágrimas de nostalgia, llegaron vacilantes al campamento de John Thornton, a la entrada de White River. En el momento en que se detuvieron, los perros se desplomaron como si a cada uno le hubiesen asestado un golpe de muerte. Mercedes se secó los ojos y miró a John Thornton. Charles se sentó en un tronco a descansar. Lo hizo muy lenta y concienzudamente debido al fuerte agarrotamiento de su cuerpo. Hal llevó la voz cantante. John Thornton le estaba dando el último repaso a un mango de hacha que había hecho con una rama de abedul. Tallaba y escuchaba, respondía con monosílabos y, cuando se le pedía, daba escuetos consejos. Conocía el paño y daba sus consejos con la certidumbre de que no serían seguidos.

—Allá arriba nos dijeron que la senda por el río se estaba deshelando y que lo mejor que podíamos hacer era quedarnos —dijo Hal en respuesta a la advertencia de Thornton de que no continuaran arriesgándose sobre el hielo quebradizo—. Dijeron que no podríamos llegar a White River, y aquí estamos. Y lo dijo con un despectivo retintín de triunfo.

—Y no faltaban a la verdad —contestó John Thornton—. El fondo está a punto de desmoronarse. Sólo unos necios, con la suerte loca que tienen a veces, podían hacerlo. Le digo la verdad: yo no me jugaría el pellejo sobre ese hielo ni por todo el oro de Alaska.

—Será porque usted no es un necio, supongo. De todas formas, nosotros continuaremos hacia Dawson —dijo, y desenrolló el látigo—. ¡Arriba, Buck! ¡Venga! ¡Arriba! ¡Arre!

Thornton prosiguió con su tarea. Sabía que era inútil interponerse entre un necio y su necedad, y que, por otra parte, dos o tres necios más o menos no cambiaban nada.

Pero los perros no se levantaron. Hacía mucho que habían entrado en una fase en la que sólo lo hacían a fuerza de golpes. El látigo restallaba indiscriminadamente y sin misericordia. John Thornton apretó los labios. El primero en levantarse lentamente fue Sol—leks. Lo siguió Teek. A continuación Joe, con ladridos de dolor. Pike hizo un esfuerzo extremo: dos veces cayó cuando ya estaba medio erguido, y al tercer intento consiguió tenerse en pie. Buck no hizo esfuerzo alguno. Permaneció tranquilamente tendido donde había caído. El látigo se cebó en él una y otra vez, pero él ni gimió ni forcejeó. Varias veces Thornton hizo amago de hablar, pero cambió de idea. Se le humedecieron los ojos y, mientras los latigazos continuaban, él se levantó y se puso a caminar inquieto de un lado a otro.

Era la primera vez que Buck fallaba, lo que era motivo suficiente para enfurecer a Hal, que cambió el látigo por el garrote. Bajo la lluvia de golpes brutales que le caían encima, Buck se negó a moverse. Al igual que sus compañeros, apenas podía levantarse; pero con la diferencia de que él había decidido no hacerlo. Tenía el vago presentimiento de un desastre inminente. Lo había sentido muy intensamente cuando se habían arrimado a la orilla y ya no lo había abandonado. Como si al sentir bajo las patas la capa fina y quebradiza de hielo se le hubiera manifestado el presentimiento de que un desastre les esperaba en el lugar adonde su amo pretendía llevarlo. Se negó a moverse. Tanto había sufrido y tan extenuado estaba que los golpes no le dolían. Y según continuaban cayéndole, la chispa de la vida en su interior oscilaba y se atenuaba. Estaba a punto de apagarse. Él se sentía extrañamente embotado. Era consciente, pero como desde muy lejos, de estar recibiendo golpes. Las últimas sensaciones de dolor se extinguieron. Ya no sentía nada, aunque alcanzaba a oír, muy débilmente, el impacto del garrote contra su cuerpo. Pero ese cuerpo le parecía tan distante que ya no era el suyo.

Y entonces, de pronto, sin advertencia previa y emitiendo un grito inarticulado como el de las fieras, John Thornton se abalanzó sobre el hombre que empuñaba el garrote. Hal se tambaleó y retrocedió como si le hubiera sorprendido un árbol en su caída. Mercedes se puso a chillar. Charles levantó la vista vagamente confundido, se secó los ojos lacrimosos, pero el entumecimiento no le dejó levantarse.

John Thornton, luchando por mantener el control de sí mismo porque estaba poseído por una rabia convulsiva que le impedía hablar, se plantó delante de Buck.

—Si vuelves a golpear a este perro, te mato —logró finalmente decir, en tono ahogado.

—El perro es mío —replicó Hal, limpiándose la boca sucia de sangre mientras recuperaba el aliento—. Quítese de ahí o se arrepentirá. Pienso ir a Dawson como sea.

Thornton estaba entre él y Buck y no mostraba la menor intención de quitarse de en medio. Hal sacó el largo cuchillo de caza. Mercedes chillaba, gritaba, reía, abandonada a su histeria. Con el mango del hacha, Thornton golpeó los nudillos de Hal, y el cuchillo que había soltado cayó al suelo. Y cuando intentó recogerlo, volvió a golpearlos. Luego se agachó, lo cogió él y, de un par de tajos, cortó las riendas de Buck.

A Hal no le quedaban arrestos para pelear. Además, tenía que dedicar las manos, o más bien los brazos, a su hermana; por otra parte, Buck es taba demasiado cerca de la muerte y ya no sería útil para tirar del trineo. Minutos después se apartaban de la orilla y marchaban río abajo. Buck oyó que se iban y alzó la cabeza para mirar. Pike iba al frente, Sol—leks, de zaguero, y entre ambos, Joe y Teek. Renqueaban y se tambaleaban. Mercedes iba sentada sobre la carga del trineo. Hal llevaba la vara y Charles los seguía dando tumbos.

Mientras Buck los observaba, Thornton se arrodilló junto a él y, con sus toscas y bondadosas manos, lo palpó buscando huesos rotos. Cuando acabó con el examen sin haber encontrado más que muchas contusiones y un tremendo estado de inanición, el trineo se hallaba a unos quinientos metros de distancia. Hombre y perro observaban su lentísimo avance sobre el hielo. De pronto vieron que la parte trasera se hundía, formando un surco, y que la vara, con Hal prendido de ella, daba vueltas en el aire. Hasta sus oídos llegó el grito de Mercedes. Vieron a Charles girar y dar un paso atrás para escapar, y entonces todo un bloque de hielo cedió, y perros y hombres desaparecieron. Lo único que quedó a la vista fue un inmenso agujero. La senda de hielo por el río se había deshelado.

John Thornton y Buck se miraron.

—Pobre animal —dijo John Thornton, y Buck le lamió la mano.

6. Por el amor de un hombre

Cuando en el pasado mes de diciembre a John Thornton se le congelaron los pies, sus socios lo dejaron bien instalado para que se recuperase y se fueron río arriba en busca de una balsa de troncos a Dawson. Todavía cojeaba un poco cuando rescató a Buck, pero con la llegada del buen tiempo se recuperó por completo. Y fue allí donde Buck, tumbado a la orilla del río durante los largos días de primavera, contemplando el discurrir del agua, escuchando perezosamente los trinos de los pájaros y el murmullo de la naturaleza, fue recobrando gradualmente las energías.

Un descanso viene muy bien después de haber viajado cinco mil quinientos kilómetros, y hay que admitir que Buck se volvió holgazán mientras las heridas cicatrizaban, recobraba la musculatura y la carne volvía a cubrirle los huesos. La verdad es que todos (Buck, John Thornton, Skeet y Nig) se dieron la gran vida mientras aguardaban el retorno de la balsa que debía llevarlos a Dawson. Skeet era una perrita setter que de entrada quiso hacer migas con Buck y, a cuyos avances, Buck, casi moribundo entonces, no estuvo en condiciones de oponerse. Tenía ese rasgo protector en exceso que distingue a algunos perros; y del mismo modo que una gata limpia a sus gatitos, lamía y limpiaba las heridas de Buck. Todas las mañanas, en cuanto Buck terminaba el desayuno, se entregaba a su tarea, y Buck acabó por esperar sus atenciones tanto como las de Thornton. Nig, igualmente afable, aunque lo demostraba menos, era un enorme perro negro, mitad sabueso, mitad lebrel, con ojos que reían y un inagotable buen talante.

Para sorpresa de Buck, ninguno de los dos perros tuvo celos de él. Parecían compartir la bondad y generosidad de John Thornton. A medida que Buck iba recobrando las fuerzas, le proponían toda clase de juegos absurdos, en los que el propio John Thornton tomaba parte; y así, retozando alegremente, pasó Buck su convalecencia y entró en una nueva vida. El amor, un genuino amor apasionado, lo invadió por vez primera. No lo había sentido nunca en la casa del juez Miller, allá en el soleado valle de Santa Clara. Cazaba y paseaba con los hijos del juez y mantenía con ellos una relación funcional; con los nietos, una especie de pretenciosa tutela, y con el propio juez, una digna y respetable amistad. Pero el amor hecho de fiebre y fuego, que es adoración y locura, sólo lo había sentido cuando apareció John Thornton.

Era el hombre que le había salvado la vida, lo que no era poco, pero además, era el amo ideal. Otros hombres se ocupaban de sus perros por sentido del deber y por conveniencia; pero éste lo hacía como si fueran sus propios hijos, porque le salía del alma. Y más aún. Nunca dejaba de saludarlos con dulzura o de dirigirles una palabra de aliento, y cuando se sentaba a hablar con ellos (a «charlar», como él decía) era tan gratificante para él como para sus animales. Solía agarrar con fuerza la cabeza de Buck entre las manos y apoyar en ella la suya, y lo zarandeaba en el suelo mientras le decía improperios que a Buck le sonaban como palabras de amor. Para Buck nada era comparable con aquel rudo abrazo y con la música de aquel murmullo de groserías, y era tal el éxtasis que alcanzaba con esos movimientos a un lado y al otro que el corazón parecía que iba a salírsele del cuerpo. Y cuando, una vez suelto, se ponía en pie de un salto, con el hocico sonriente, la mirada expresiva y el cuello palpitante de sonidos no articulados y se quedaba inmóvil en aquella postura, John Thornton exclamaba con admiración:

—¡Válgame Dios!, ¡si casi estás hablando!

Uno de los procedimientos que tenía Buck para expresar el amor parecía una agresión. Cogía la mano de Thornton con la boca y apretaba tan fuertemente que la marca de sus dientes en la carne duraba un buen rato. Y del mismo modo que para Buck las obscenidades eran palabras de amor, el hombre comprendía que aquel mordisco era una caricia.

Pero, en general, el amor de Buck se expresaba en idolatría. Aunque se volvía loco de contento cuando Thornton lo tocaba o le hablaba, nunca mendigaba cariño. A diferencia de Skeet, que acostumbraba a meter el hocico bajo la mano de Thornton y moverlo con insistencia hasta recibir la caricia, o de Nig, que se acercaba en silencio y ponía la gran cabeza sobre sus rodillas, Buck se conformaba con adorarlo a distancia. Pasaba horas tumbado, alerta, atento, a los pies de Thornton, mirándole el rostro, concentrado en él, estudiándolo, fijándose con profundo interés en cada gesto, en cada movimiento o cambio de expresión. O a veces, tumbado más lejos, a un lado o detrás de Thornton, observaba su silueta y los movimientos de su cuerpo. Y con frecuencia, tal era la comunión en la que vivían, la intensidad de su mirada hacía que John Thornton volviera la cabeza y se la devolviera sin palabras, con un brillo de amor en los ojos que encendía el corazón de Buck.

Al principio y durante mucho tiempo no le gustaba perder a Thornton de vista. Desde el momento en que salía de la tienda y hasta que volvía a entrar en ella, Buck lo seguía pisándole los talones. Los cambios de amo que había vivido desde su llegada a las tierras del norte le habían infundido el temor de que ninguno sería para siempre. Tenía miedo de que Thornton fuera a desaparecer de su vida igual que habían desaparecido Perrault, François y el mestizo escocés. Hasta de noche, en sueños, lo acosaba ese temor. Entonces se sacudía el sueño y se acercaba sigilosamente bajo el intenso frío a la entrada de la tienda, donde se detenía a escuchar la respiración de su amo.

Pero a pesar del gran amor que sentía por John Thornton, un amor que parecía revelar la leve influencia civilizadora, el empuje de lo primitivo que el norte había despertado en él, permanecía vivo y activo. Tenía la fidelidad y la devoción nacidas al amparo del fuego y del techo, pero había conservado la ferocidad y la astucia. Buck era esencialmente un animal salvaje que dejaba de lado su naturaleza para echarse junto al fuego de John Thornton, y no un perro de las templadas tierras del sur, marcado por generaciones de civilización. Debido a su grandísimo amor por aquel hombre, era incapaz de robarle, aunque no vacilaba un instante si se trataba de otro hombre, y de otro campamento. Y lo hacía con tanta astucia que jamás era descubierto.

Llevaba en la cara y en el cuerpo las marcas de dentelladas de muchos perros, y peleaba con la fiereza de siempre y con una mayor sagacidad. Skeet y Nig eran demasiado tranquilos para buscar camorra y, además, pertenecían a John Thornton; pero cualquier perro forastero, fueran cuales fuesen su raza y su valor, reconocía al instante la autoridad de Buck o de lo contrario se encontraba luchando por su vida contra un terrible antagonista. Buck era despiadado. Había aprendido bien la ley del garrote y el colmillo y jamás renunciaba a una ventaja ni se echaba atrás ante un enemigo al que hubiera puesto en camino hacia la muerte. Con Spitz y con los más fieros perros de la policía y del correo había aprendido que no hay término medio: vencer o ser vencido. La compasión era una debilidad. La compasión no existía en la vida primitiva. Se la confundía con el miedo, y estas confusiones conducían a la muerte. Matar o morir, comer o ser devorado, ésa era la ley; y era un mandato que surgía de las profundidades del tiempo y al que él obedecía.

Buck era más viejo que los días que había vivido y las veces que había respirado. Era un eslabón entre el presente y el pasado, y la eternidad que lo precedía palpitaba en él con ritmo poderoso, como el de las mareas y las estaciones. Echado junto al fuego de John Thornton, era un perro de amplio pecho, blancos colmillos y largo pelaje; pero detrás de él habitaban los espíritus de toda clase de perros, medio lobos y lobos salvajes, dominadores y provocadores, que probaban el sabor de la carne que él comía, del agua que él bebía, que husmeaban con él el viento, que escuchaban con él y descubrían los sonidos de la vida salvaje en el bosque, que inspiraban su estado de ánimo, determinaban sus actos, se tumbaban a dormir con él cuando él lo hacía y soñaban con él y más allá de él, convirtiéndose en materia de sus sueños.

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