La llamada de lo salvaje (10 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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Tan perentoria era la llamada de aquellas almas que día a día el ser humano y sus reclamos se volvían más distantes. Una llamada resonaba en lo profundo del bosque y, cada vez que la oía, misteriosa, emotiva y atrayente, se sentía empujado a volver la espalda al fuego y a la tierra hollada a su alrededor para sumergirse en la espesura y seguir adelante, sin saber hacia dónde ni por qué, ni preguntárselo siquiera, tan imperativa era la llamada de las profundidades del bosque. Pero en cuanto llegaba a la suave tierra virgen y a la sombra de los árboles, el amor por John Thornton lo atraía de nuevo hacia el fuego.

Sólo Thornton lo retenía. El resto de la humanidad no existía. Si algún viajero de paso lo elogiaba o le hacía caricias, él lo recibía con frialdad, y si otro le mostraba demasiado interés, se levantaba y se iba. Cuando los socios de Thornton, Hans y Pete, llegaron por fin en la tan esperada balsa, Buck rehusó prestarles atención hasta que se dio cuenta de la estrecha relación que tenían con su amo; a partir de entonces los toleró de una forma, digamos, pasiva, aceptando sus atenciones como si les hiciera un favor. Eran tan corpulentos como Thornton, vivían con los pies en la tierra, eran sencillos de pensamiento y discernían con claridad. No habían acabado de maniobrar aún para amarrar la balsa al embarcadero de Dawson, que ya conocían el modo de ser de Buck y no aspiraban a tener con él la relación de intimidad que sí tenían con Skeet y con Nig.

En cambio, el amor de Buck por Thornton aumentaba cada día. En los viajes de verano, era el único hombre al que le dejaba cargar un fardo sobre su lomo. Nada era demasiado para Buck si Thornton se lo ordenaba. Un día (se habían abastecido con la recaudación de la balsa y habían salido de Dawson en dirección al nacimiento del Tanana), hombres y perros se encontraban en lo alto de un despeñadero que caía en vertical sobre un lecho de rocas desnudas situado a casi cien metros más abajo. John Thornton se había sentado cerca del borde con Buck junto a él. Un capricho insensato se apoderó del hombre, que reclamó la atención de Hans y de Pete para que vieran lo que se le había ocurrido.

—¡Salta, Buck! —ordenó, señalando la sima con un brazo. Un instante después estaba forcejeando con el animal al filo del abismo, mientras Hans y Pete tiraban de ambos para ponerlos a salvo.

—Asombroso —dijo Pete, cuando todo hubo terminado y hubieron recobrado el habla. Thornton meneó la cabeza.

—No, es fenomenal y terrible a la vez. ¿Sabéis?, la verdad es que a veces me asusta.

—No quisiera estar en la piel del tipo que te pusiera una mano encima estando él presente —manifestó Pete, señalando a Buck con la cabeza.

—¡Caray! —fue la contribución de Hans—. Ni a mí tampoco.

Fue en Circle City, antes de que acabara el año, donde los hechos dieron razón a los temores de Pete el Negro Burton, un individuo malhumorado y pendenciero, había iniciado una riña con un forastero en un bar, cuando Thornton se interpuso entre ambos. Buck, según su costumbre, estaba echado en un rincón, con la cabeza sobre las patas, atento a cada movimiento de su amo. Burton, sin avisar, le soltó un puñetazo directo. Thornton salió despedido girando sobre sí mismo y sólo se salvó de la caída porque se agarró a la barra del bar. Los que miraban la escena oyeron algo que no fue ladrido ni un gruñido, sino más bien un rugido, y vieron que, desde el suelo, el cuerpo de Buck saltaba por los aires hacia la garganta de Burton. El hombre salvó la vida alzando instintivamente el brazo, pero cayó de espaldas con Buck encima. El perro aflojó la dentellada del brazo para buscar nuevamente la garganta. Esta vez el hombre sólo consiguió bloquear parcialmente el ataque y sufrió un desgarro en el cuello. Entonces la concurrencia se abalanzó sobre Buck, apartándolo; pero mientras un médico controlaba la hemorragia, él permaneció al acecho, gruñendo con furia, intentando atacar y forzado a retroceder ante el despliegue de garrotes. Enseguida se reunió una «asamblea de mineros», que decidió que el perro había sido provocado y lo exculpó. Pero su reputación estaba servida, y desde aquel día su nombre corrió de boca en boca por todos los campamentos de Alaska.

Más tarde, en otoño de aquel año, salvó la vida de John Thornton de una forma completamente distinta. Los tres socios estaban conduciendo una larga y angosta canoa por un difícil tramo de rápidos del Forty Mile. Hans y Pete se desplazaban por la orilla manteniéndola controlada con una cuerda de cáñamo que amarraban a un árbol y después a otro, mientras Thornton, que estaba en la embarcación, dirigía el descenso con la ayuda de una pértiga y gritando instrucciones a los socios. Buck, desde la orilla, ansioso y preocupado, se mantenía a la misma altura que la canoa sin perder de vista a su amo.

En un punto especialmente peligroso, donde había una roca que asomaba por la superficie del agua, Hans liberó la cuerda y, mientras Thornton empujaba con la pértiga la embarcación hacia el centro de la corriente, él corría por la orilla con el extremo del cabo en la mano dispuesto a frenar la canoa una vez que hubiera dejado atrás la roca. Pero, tras superar el escollo, la canoa se deslizó aguas abajo llevada por una corriente tan rápida como la presa de un molino, y entonces Hans la frenó con la cuerda, pero fue demasiado brusco. La embarcación se tambaleó y volcó sobre la orilla, mientras Thornton, despedido por el impulso, era arrastrado por la corriente hacia la parte más peligrosa de los rápidos, un tramo de aguas turbulentas en la que ningún nadador podría sobrevivir.

Buck había saltado al agua al instante; y tras cubrir unos doscientos cincuenta metros, dio alcance a Thornton envuelto en un furioso torbellino. Cuando sintió que el hombre se agarraba de su cola, Buck se dirigió a nado a la orilla, desplegando su formidable energía. Pero el avance hacia la margen era lento, y la corriente, increíblemente rápida. Desde un poco más lejos llegaba el ominoso estruendo del lugar donde la corriente cobraba más ímpetu y saltaba convertida en remolinos y espuma por las rocas que la hendían como los dientes de un inmenso peine. La fuerza de arrastre del agua en el último tramo donde comenzaba a precipitarse era tremenda, y Thornton sabía que arrimarse a la orilla era imposible. Rozó una roca manoteando con furia, se magulló al pasar sobre otra y se dio violentamente contra una tercera. Se aferró con ambas manos a la superficie resbaladiza y, soltando a Buck, le gritó, por encima del estruendo de la agitada corriente:

—¡Vete a la orilla, Buck! ¡Vete!...

A Buck le fue imposible detenerse, barrido río abajo por la corriente, y luchó con todas sus fuerzas sin conseguir volver. Al oír la reiterada orden de Thornton se irguió parcialmente fuera del agua, alzando cuanto pudo la cabeza como para lanzar una última mirada, tras lo cual giró obedientemente hacia la orilla. Nadó con potencia y fue arrastrado fuera por Hans y Pete precisamente en el punto donde ya no se podía nadar y el final era ineluctable.

Sabiendo que el tiempo que un hombre era capaz de aguantar aferrado a una roca resbaladiza en medio de una corriente impetuosa como aquélla era cuestión de minutos, los dos hombres fueron corriendo por la orilla hasta un lugar situado bastante más arriba de donde estaba Thornton. Ataron la cuerda con la que habían estado controlando la canoa al cuello y los hombros de Buck, con cuidado de no estrangularlo ni impedirle nadar, y lo arrimaron al agua. Él se lanzó con audacia a la corriente, pero no en línea suficientemente recta. Descubrió el error demasiado tarde, cuando estuvo a la altura de Thornton y a apenas media docena de brazadas de distancia, y fue irremisiblemente arrastrado por la corriente.

Hans se apresuró a sujetarlo con la cuerda, como si Buck fuera una embarcación. Con la cuerda así tensada y el ímpetu de la corriente, el tirón hundió a Buck bajo la superficie y bajo la superficie permaneció hasta que su cuerpo golpeó contra la orilla y lo sacaron del agua. Estaba medio ahogado, y Hans y Pete se arrojaron sobre él, haciéndole tragar aire y vomitar el agua. Se puso de pie tambaleándose y se fue al suelo. Hasta ellos llegó la débil voz de Thornton y, aunque no entendieron las palabras, se dieron cuenta de que ya no podía resistir más. Pero la voz de su amo actuó sobre Buck como una descarga eléctrica. Se levantó de un salto y salió corriendo por la orilla delante de los dos hombres, que se dirigían al punto donde antes se había lanzado. Le ataron otra vez la cuerda y de nuevo lo metieron en el agua; él salió nadando, pero esta vez directamente hacia el centro de la corriente. Había calculado mal en la ocasión anterior, pero no lo haría mal una segunda vez. Hans fue soltando cuerda despacio sin permitir que se aflojara, mientras Pete se ocupaba de que no se enredase. Buck esperó a estar alineado con la posición de Thornton; entonces giró y empezó a desplazarse hacia él a la velocidad de un tren expreso. Thornton lo vio venir y, en el momento en que Buck se precipitaba sobre él como un ariete empujado por la fuerza de la corriente, se irguió y se abrazó con ambos brazos al lanudo cuello del perro. Hans amarró la cuerda al tronco de un árbol y, con el tirón, Buck y Thornton se hundieron bajo el agua. Sofocados y jadeantes, a veces uno encima y a veces el otro, arrastrándose sobre el fondo desigual, chocando con pedruscos y ramas, viraron hacia la orilla.

Thornton volvió en sí boca abajo, mientras Hans y Pete lo hacían rodar enérgicamente hacia adelante y hacia atrás sobre un tronco traído por la corriente. Su primera mirada fue para Buck, sobre cuyo cuerpo laxo y aparentemente sin vida aullaba Nig, mientras Skeet le lamía la cara mojada y los ojos cerrados. Aunque magullado y maltrecho, examinó con cuidado el cuerpo de Buck una vez que este recobró el sentido y le encontró tres costillas rotas.

—Está decidido —anunció—. Acamparemos aquí mismo.

Y así lo hicieron, hasta que las costillas de Buck acabaron de soldarse y estuvo en condiciones de viajar.

Aquel invierno en Dawson, Buck llevó a cabo otra hazaña, no tan heroica quizá, pero que hizo ascender muchas muescas su nombre en el tótem de la fama, en Alaska. Fue una proeza especialmente satisfactoria para los tres hombres, que carecían de equipo y les permitió realizar el viaje al este virgen, donde aún no habían aparecido los mineros. Surgió de una conversación en la barra del Eldorado Saloon, donde los hombres alardeaban de las cualidades de sus perros. Por sus antecedentes, Buck era el objetivo de aquellos hombres, y Thornton tuvo que defenderlo. Había transcurrido media hora cuando un hombre afirmó que su perro era capaz de arrancar un trineo con doscientos kilos y seguir tirando de él; otro se jactó de que el suyo lo arrancaba con doscientos cincuenta; y un tercero con trescientos kilos.

—¡Bah! —dijo John Thornton—. Buck puede hacerlo con quinientos.

—¿Y arrancarlo del hielo y andar con él cien metros? —preguntó Matthewson, un minero enriquecido, el que se había jactado de los trescientos kilos.

—Desprenderlo y arrastrarlo cien metros —dijo fríamente Thornton.

—Bien —dijo Matthewson, lenta y deliberadamente para que todos pudieran oírlo—. Yo apuesto mil dólares a que no. Y aquí están. —Y diciendo esto, arrojó sobre el mostrador un saquito de oro en polvo del tamaño de una salchicha.

Nadie habló. El farol, si es que lo era, había tenido respuesta. Thornton sintió que una tibia oleada de sangre le asomaba al rostro. La lengua le había jugado una mala pasada. Él no sabía si Buck era capaz de arrancar quinientos kilos de peso. ¡Media tonelada! Aquella enormidad lo consternó. Tenía una gran fe en la fuerza de Buck y muchas veces había pensado que sería capaz de arrancar el trineo con una carga así, pero nunca, como en aquel momento, se había enfrentado a la posibilidad real, con los ojos de una docena de hombres fijos en él, en silenciosa espera. Además, no tenía los mil dólares, ni los tenían Hans y Pete.

—Tengo ahí fuera un trineo cargado con veinte sacos de veinticinco kilos de harina cada uno —prosiguió Matthewson, apremiante—; así que no hay ningún problema.

Thornton no replicó. No sabía qué decir. Paseó la mirada de un rostro a otro, con la expresión ausente de quien ha perdido la capacidad de pensar y busca en alguna parte el elemento que vuelva a ponerla en marcha. El rostro de Jim O'Brien, un rico minero y antiguo camarada, atrajo su mirada. Fue como una señal que lo impulsó a hacer algo que jamás habría imaginado que podría hacer.

—¿Puedes dejarme mil dólares? —preguntó, casi en un susurro.

—Claro —contestó O'Brien, y puso un voluminoso saquito al lado del de Matthewson—. Aunque tengo escasa fe, John, en que el animal lo consiga.

El Eldorado arrojó a sus parroquianos a la calle para presenciar la prueba. Las mesas quedaron desiertas, y los traficantes y los cazadores se acercaron a ver el resultado de la apuesta y a hacer las suyas. Varios centenares de hombres, con abrigo y guantes de piel, rodearon el trineo a prudente distancia. El trineo de Matthewson, cargado con quinientos kilos de harina, llevaba un par de horas detenido, y bajo el intenso frío (más de quince grados bajo cero), los patines congelados se habían incrustado en la nieve compacta. Hubo apuestas de dos contra uno a que Buck no lograría moverlo. Se inició una discusión acerca del término «arrancar». O'Brien sostuvo que Thornton tenía derecho a liberar los patines para que Buck «arrancara» el trineo. Matthewson insistió en que «arrancar» incluía liberar los patines de las heladas garras de la nieve. La mayoría de los que habían sido testigos de la apuesta inicial se pusieron a favor de Matthewson, con lo cual las apuestas subieron en contra de Buck a razón de tres a uno.

No hubo quien se arriesgase. Nadie lo creía capaz de tal hazaña. Thornton se había visto apremiado, con grandes dudas, a aceptar el desafío; y ahora, frente a la realidad material del trineo, con el equipo habitual de diez perros acurrucados en la nieve, la tarea le parecía más imposible aún. Matthewson estaba exultante.

—¡Tres a uno! —proclamó—. Apuesto otros mil, Thornton. ¿Qué me dice?

Thornton tenía la duda pintada claramente en el semblante, pero aquello despertó su espíritu de lucha, el que hace crecer al hombre ante las dificultades, le impide aceptar lo imposible y lo hace sordo a todo lo que no sea el clamor de la batalla. Llamó a Hans y a Peter. Los recursos de ambos eran exiguos y, sumándolos a los suyos, los tres socios apenas pudieron reunir doscientos dólares. Aunque aquella cantidad constituía el total de su capital, no vacilaron en depositarla junto a los seiscientos dólares de Matthewson.

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