La llamada de lo salvaje (5 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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El enfrentamiento por el liderazgo era inevitable. Buck lo deseaba. Lo deseaba porque así se lo pedía su naturaleza, porque se había apoderado de él ese indescriptible e incomprensible orgullo del sendero y el arnés, un orgullo que sostiene a esos perros en su esfuerzo hasta el último aliento, que los lleva a morir en el tiro con alegría y les destroza el corazón si se los excluye del equipo. Así era el orgullo de Dave como perro zaguero, el de Solleks mientras tiraba con todas sus fuerzas; el orgullo que al levantarse el campamento se apoderaba de ellos transformándolos de bestias taciturnas, en criaturas esforzadas, entusiastas y ambiciosas; el orgullo que los espoleaba el día entero y por la noche los abandonaba en los límites del campamento, dejándolos caer en el desasosiego y el descontento más sombríos. Era la arrogancia que movía a Spitz y lo llevaba a castigar a los perros del tiro que metían la pata o se escaqueaban durante la marcha o se escondían por la mañana a la hora de ser amarrados a los arneses. Era precisamente ese orgullo lo que hacía que temiese a Buck como posible perro guía. Y ése era también el orgullo de Buck.

Buck amenazaba abiertamente el liderazgo de Spitz. Se interponía entre él y los holgazanes a quienes Spitz habría castigado. Y lo hacía a propósito. Una noche hubo una gran nevada y, por la mañana, Pike, el que acostumbraba a escaquearse, no se presentó. Estaba bien oculto en su refugio bajo un palmo de nieve. François lo llamó y lo buscó inútilmente. Spitz estaba ciego de rabia. Recorría furioso el campamento, olfateando y escarbando en todos los lugares sospechosos y gruñendo de un modo tan espantoso que Pike lo oía y temblaba en su escondite.

Cuando por fin lo descubrieron y Spitz se abalanzó hacia él para castigarlo, Buck, con el mismo ímpetu, se atravesó entre los dos. Fue algo tan inesperado y ejecutado con tal precisión, que Spitz, empujado hacia atrás, perdió el equilibrio. Alentado ante aquella abierta rebelión, Pike, que había estado temblando de un modo abyecto, saltó sobre el líder caído. Buck, para quien el juego limpio era una norma relegada al olvido, se precipitó también sobre Spitz. Pero François, que aunque divertido por el incidente era inflexible a la hora de administrar justicia, descargó el látigo con todas sus fuerzas sobre Buck. Como ni con esto logró apartarlo de su postrado enemigo, recurrió al mango del látigo. Semiinconsciente por el golpe, Buck cayó hacia atrás y recibió reiterados latigazos, mientras Spitz propinaba una buena paliza al reincidente Pike.

Durante los días que siguieron, a medida que se iban acercando a Dawson, Buck continuó interponiéndose entre Spitz y los transgresores, pero lo hacía con astucia, cuando François no andaba por allí. Con el encubierto amotinamiento de Buck, surgió y fue aumentando una insubordinación general. Dave y Sol—leks permanecieron al margen, pero el resto del tiro iba de mal en peor. Las cosas ya no funcionaban como debían. Se producían peleas y crispaciones continuas. Había siempre un conflicto en gestación, y en su origen estaba Buck. François permanecía atento, pues temía la lucha a muerte que tarde o temprano había de tener lugar entre los dos perros; y más de una noche, el ruido de una riña lo hizo salir de su saco de dormir, temeroso de que fueran Buck y Spitz los que se hubieran enzarzado.

Pero la oportunidad no se presentó, y así, una tarde gris llegaron a Dawson con la gran pelea todavía pendiente. Había allí multitud de hombres e incontables perros, a todos los cuales Buck encontró trabajando. Al parecer, el que los perros trabajasen pertenecía al orden natural de las cosas. En largas traíllas se los veía pasar en ambas direcciones por la calle principal durante todo el día, y, de noche, sus campanillas continuaban aún tintineando. Transportaban la leña, así como troncos para la construcción de cabañas, acarreaban materiales a las minas y realizaban todos aquellos trabajos que en Santa Clara correspondían a los caballos. Buck encontró ocasionalmente algún perro sureño, pero la gran mayoría eran mezcla de husky y de lobo. Todas las noches, regularmente (a las nueve, a las doce, a las tres), elevaban un canto nocturno, una especie de extraña y sobrecogedora sinfonía a la que Buck se incorporaba con deleite.

Con la aurora boreal vibrando fríamente en el cielo o con las estrellas brincando su gélida danza y la tierra aterida bajo el manto nevado, aquel canto de los huskies parecía ser un desafío a la vida, pero en ese tono menor, entre larguísimos aullidos quejumbrosos, era más bien una súplica, una queja manifiesta por el duro trabajo de existir. Era una canción antigua, tan antigua como la raza misma, una de las primeras canciones de un mundo más joven, de un tiempo en que todas las canciones eran tristes. El sufrimiento de innumerables generaciones impregnaba aquel lamento que tan extrañamente conmovía a Buck. Cuando aullaba y gruñía, lo hacía con el dolor de vivir de sus remotos antepasados salvajes, y con el mismo miedo y misterio del frío y la oscuridad que fueron antaño su miedo y su misterio. Y esa conmoción de su ser marcaba el final del proceso que lo había hecho retroceder a través de épocas enteras de calor y cobijo hasta los crudos orígenes de la vida en la era del aullido.

A los siete días de la llegada a Dawson ya estaban bajando por el empinado talud junto a los Barracks para enfilar la Yukon Trail en dirección a Dyea y Salt Water. Perrault era portador de despachos más urgentes, si cabe, que los que había traído; además, se había apoderado de él un orgullo profesional que lo incitaba a batir las marcas de velocidad del año. Varios aspectos le eran favorables. La semana de descanso había servido para que los perros se recuperasen y estuviesen en perfecto estado. La senda abierta por ellos a campo traviesa había sido después consolidada por otros viajeros. Y por último, la policía había instalado en dos o tres lugares depósitos de comida para los hombres y los perros, de modo que podían viajar con muy poco peso.

El primer día cubrieron el trayecto de cien kilómetros hasta Sixty Mile; y el segundo los encontró avanzando a toda velocidad por el Yukon, camino de Pelly. Pero tan espléndida marcha no se logró sin que François tuviera que afrontar grandes dificultades y contrariedades diversas. La insidiosa revuelta liderada por Buck había destruido la solidaridad en el tiro, que ya no era como un solo perro en acción. El respaldo proporcionado por Buck a los rebeldes los inducía a toda clase de trastadas de poca monta. Spitz había dejado de ser un líder temido. Perdido el respeto temeroso, los demás perros se sentían capaces de desafiarlo. Una noche, Pike, bajo la protección de Buck, le robó la mitad de un pescado y lo engulló. Otra noche, Dub y Joe le hicieron frente y lo forzaron a renunciar al castigo que merecían. Y hasta Billie, el amable, se volvió menos amable y sus gruñidos ya no eran tan cordiales como antes. Buck nunca se acercaba a Spitz sin gruñir ni erizar el pelo, amenazante. De hecho, se comportaba casi como un matón y le daba por pavonearse ante las mismas narices de Spitz.

La alteración de la disciplina afectó también las relaciones entre los demás perros. Se peleaban más que nunca, hasta el punto de que a veces el campamento era un inmenso alboroto de aullidos. Sólo Dave y Sol—leks permanecían al margen, aunque con aquellas riñas permanentes se volvieron irritables. François blasfemaba y lanzaba extraños y brutales juramentos al tiempo que se tiraba de los pelos y daba furiosas e inútiles patadas a la nieve que cubría el suelo. Su látigo resollaba continuamente entre los perros, pero no servía de mucho. En cuanto volvía la espalda, se agarraban otra vez. Con el látigo respaldaba a Spitz, mientras que Buck estaba de parte del resto del equipo. François sabía que era el que estaba detrás de todo aquello, y Buck sabía que lo sabía, pero era demasiado listo para dejarse sorprender. Trabajaba con ahínco, pues el trabajo se le había convertido en un placer; pero un placer aún mayor era provocar arteramente una pelea entre sus compañeros que acababa enmarañando las riendas.

En la desembocadura del Tahkeena, una noche después de comer, Dub avistó un conejo-raqueta
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, calculó mal y se le escapó. Un segundo después, el equipo entero corría con ansia tras él. A pocas yardas de distancia había un campamento de la policía territorial, con cincuenta perros, todos ellos huskies que se incorporaron a la cacería. El conejo se alejó por el río a toda velocidad, lo abandonó para internarse en un pequeño afluente sobre cuyo lecho helado continuó corriendo a un ritmo constante. Corría ágilmente sobre la superficie nevada mientras los perros se abrían camino con dificultad empleándose a fondo. Buck iba a la cabeza de la jauría de sesenta canes, cogiendo curva tras curva, pero sin obtener ventaja alguna. Iba casi a ras del suelo, gimiendo de impaciencia, con el espléndido cuerpo adelantando, salto a salto, bajo la tenue y blanca luz de la luna. Y, palmo a palmo, como un blanquecino espectro glacial, el centelleante conejo se mantenía por delante.

Esa agitación de ancestrales instintos que en determinadas épocas lleva a los hombres a salir de las bulliciosas ciudades y dirigirse a los bosques y planicies para matar seres vivos con perdigones impulsados químicamente; esa sed de sangre, ese placer de matar: todo ello estaba actuando en Buck, aunque de forma infinitamente más intensa. Marchaba a la cabeza de la jauría, extenuando a aquel animal silvestre, la carne viviente, para matar con sus propios dientes y mojarse el hocico hasta los ojos con la sangre tibia.

Hay un momento de éxtasis que marca la culminación de una existencia y más allá del cual ésta ya no puede elevarse. Y la paradoja existencial consiste en que, pese a sobrevenirle cuando más vivo está el sujeto, le llega cuando ha olvidado por completo que lo está. Este éxtasis, esta inconsciencia de estar vivo, le ocurre al artista, absorbido y enajenado por una intensa pasión; al soldado que, poseído de bélico ardor en un campamento sitiado, se niega a rendirse; y le sobrevino a Buck mientras iba al frente de la jauría emitiendo el inmemorial aullido del lobo, esforzándose al límite de sus fuerzas por atrapar aquel alimento que estaba vivo y huía a toda velocidad, iluminado por la luna. Estaba sondeando las profundidades de su naturaleza y de aquellos elementos de su naturaleza que surgían de honduras más profundas, que se remontaban a las entrañas del tiempo. Prevalecía en él la pura irrupción de la vida, la marea de existir, el perfecto goce de cada músculo, de cada articulación y de cada uno de sus tendones, por el hecho de que todo esto era la otra cara de la muerte, delirio y desenfreno expresado en el movimiento, en la carrera exultante bajo las estrellas y sobre aquella superficie de materia inerte.

Pero Spitz, frío y calculador hasta en los momentos de mayor exaltación, se separó de la jauría y se desvió a través de una angosta franja de terreno donde el afluente trazaba una extensa curva. Buck no se enteró y, al describir él mismo la curva con aquel blanquecino espectro glacial lanzado por delante, vio que otro espectro, más grande aún, daba un salto desde la elevada orilla e interceptaba el paso del conejo. Era Spitz. El conejo no podía retroceder y, cuando los blancos dientes le partieron el espinazo en mitad de un brinco, soltó un chillido tan agudo como el de un hombre herido. Ante aquel sonido, el grito de la Vida que se precipita desde la cúspide en las garras de la Muerte, de la jauría entera que seguía a Buck se elevó un satánico aullido colectivo de placer.

Buck no aulló. Lejos de detenerse, se abalanzó sobre Spitz, que lo esperó de costado, con tal ímpetu que no le atinó a la garganta. Rodaron juntos sobre la nieve en polvo. Spitz se levantó como si no hubiese sido derribado, mordió a Buck en el hombro y se apartó de un salto. En dos ocasiones resonaron las mandíbulas como el acero de un cepo, mientras se alejaba para afianzar las patas, gruñendo y frunciendo los delgados labios para mostrar los dientes.

Buck lo supo al instante. Había llegado el momento. Iba a ser a muerte. Mientras giraban en círculos, gruñendo, con las orejas gachas, intensamente atentos a una posible ventaja, Buck tuvo la sensación de que la escena le era conocida. Le pareció que lo recordaba todo: los blancos bosques y el terreno, el resplandor de la luna y la excitación del combate inminente. Sobre la blancura y el silencio pendía una calma irreal. No soplaba la menor brisa, nada se movía, no temblaba una hoja, el aliento de los perros se elevaba morosamente por el aire helado. Aquellos perros que no eran sino lobos apenas domesticados habían dado cuenta del conejo y ahora formaban un círculo expectante. También ellos participaban del silencio y sólo eran perceptibles el destello de los ojos y el aliento disperso que ascendía con lentitud. A Buck aquella escena ancestral no le resultó nueva ni extraña. Como si siempre hubiera existido, como si fuera normal y consuetudinaria.

Spitz era un luchador experimentado. Desde Spitzberg, por todo el Ártico y a través de Canadá y los Barren, se había hecho valer frente a toda clase de perros y había sabido imponer su ascendiente. La suya era una furia implacable, pero jamás ciega. Incluso poseído por la pasión por despedazar y destruir, en ningún momento olvidaba que su contrario sentía la misma pasión. Nunca embestía hasta estar preparado para recibir una acometida; jamás atacaba hasta haber afianzado el ataque.

En vano se esforzaba Buck en clavar los dientes en el pescuezo del gran perro blanco. Siempre que sus colmillos procuraban atacar una zona blanda, se encontraban con los colmillos de Spitz. Chocaban los colmillos, sangraban los cortes en los labios, sin que Buck consiguiera abrir un resquicio en la defensa de su enemigo. Entonces se enardeció y envolvió a Spitz en un torbellino de ataques. Una y otra vez intentó morderle la garganta, en donde la vida burbujea próxima a la superficie, y cada vez Spitz le dio una dentellada y él se apartó. A continuación, Buck optó por amagar un ataque a la garganta y, súbitamente, echar la cabeza hacia atrás efectuando al mismo tiempo un giro lateral, embistiendo con el hombro a modo de ariete el hombro de Spitz, con objeto de derribarlo. Pero en lugar de eso recibió cada vez una dentellada de Spitz en el hombro en el momento en que este último se apartaba dando un ágil brinco.

Spitz seguía indemne, mientras que Buck sangraba en abundancia y jadeaba. La lucha era desesperada. Y el lobuno círculo silencioso de perros continuaba aguardando para acabar con el que resultase derrotado. Cuando Buck se fue quedando sin resuello, Spitz se dedicó a atacarlo y lo obligó a hacer esfuerzos para no perder el equilibrio. Buck cayó al suelo una vez, y el círculo de sesenta perros se dispuso a avanzar; pero él se recuperó, casi al momento, y el círculo desistió y reanudó la espera.

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