La llamada de lo salvaje (2 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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Sólo una cosa le alegraba: ya no llevaba la soga al cuello. Eso les había dado una injusta ventaja; pero ahora que no la llevaba, ya les enseñaría. Jamás volverían a colocarle otra soga en el cuello, estaba resuelto. Había pasado dos días y dos noches sin comer ni beber, y durante esos días y noches de tormento había acumulado una reserva de ira que no auguraba nada bueno para el primero que le provocase. Sus ojos se inyectaron en sangre y se convirtió en un demonio furioso. Tan cambiado estaba que el propio juez no lo habría reconocido; y los empleados del ferrocarril respiraron con alivio cuando se desembarazaron de él en Seattle.

Cuatro hombres transportaron con cautela el cajón en un carromato hasta el interior de un pequeño patio trasero rodeado por un muro. Un tipo fornido; con un jersey rojo de cuello desbocado, salió a firmar el recibo del conductor. Aquel hombre, presintió Buck, era el siguiente torturador. Y se lanzó salvajemente contra las tablas. El hombre sonrió con crueldad y trajo un hacha y un garrote.

—No irá a soltarlo ahora, ¿verdad?... —preguntó el conductor.

—Desde luego —replicó el hombre, al tiempo que hincaba el hacha en el cajón a modo de palanca.

Se produjo la inmediata espantada de los cuatro hombres que lo habían traído, que, encaramados al muro, se aprestaron a presenciar el espectáculo.

Buck se abalanzó sobre la tabla astillada, en la que clavó los dientes, luchando con furor con la madera. Dondequiera que el hacha caía por fuera, allí estaba él por dentro, rugiendo, tan violentamente ansioso él por salir como lo estaba el hombre del jersey rojo para sacarle de allí con fría deliberación.

—Ahora, demonio de ojos enrojecidos —dijo, una vez abierta una brecha que permitía el pasaje del cuerpo de Buck. Al mismo tiempo, dejó caer el hacha y se cambió el garrote a la mano derecha.

Y Buck era verdaderamente un demonio que lanzaba fuego por los ojos en el momento de disponerse a saltar con los pelos erizados, la boca envuelta en espuma y un brillo enloquecido en los ojos inyectados en sangre. Directamente contra el hombre lanzó sus sesenta kilos de furia, acrecentados por la pasión contenida de dos días y dos noches. Pero ya lanzado, en el momento mismo en que sus quijadas estaban por cerrarse sobre la presa, recibió un impacto que detuvo su cuerpo y le hizo juntar los dientes con un doloroso golpe seco. Tras una voltereta en el aire, se dio con el lomo y el costado contra el suelo. Como nunca en su vida le habían golpeado con un garrote, se quedó pasmado. Soltando un gruñido que tenía más de queja que de ladrido, se puso en pie y volvió a arremeter. Y nuevamente recibió un golpe y cayó al suelo anonadado. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su exaltación no admitía la cautela. Una docena de veces volvió a acometer y con igual frecuencia el garrote frustró la embestida y acabó con él en el suelo.

Después de un golpe especialmente feroz, sus patas vacilaron y quedó demasiado aturdido para atacar. Se tambaleó sin fuerzas, con sangre manándole de la nariz, la boca y las orejas, con el hermoso pelaje salpicado y con manchas de saliva ensangrentada. Entonces el hombre avanzó y deliberadamente le asestó un espantoso golpe en el hocico. Todo el dolor que había soportado Buck no fue nada en comparación con la intensa agonía de éste. Con un rugido de ferocidad casi leonina, volvió a lanzarse contra el hombre. Pero el hombre, pasándose el garrote de la derecha a la izquierda, cogió diestramente a Buck por debajo del maxilar inferior, dando al mismo tiempo un tirón hacia abajo y hacia atrás. Buck describió un círculo completo en el aire, para después golpear el suelo con la cabeza y el pecho.

Atacó por última vez. El hombre descargó entonces el golpe que le había reservando durante toda la lucha y Buck se derrumbó y cayó al suelo sin sentido.

—¡Éste no es manco para domar a un perro, te lo digo yo! —exclamó entusiasmado uno de los hombres encaramados al muro.

—Yo preferiría domar potros de indios todos los días y el doble los domingos —fue la respuesta del conductor mientras trepaba al carromato y ponía en marcha los caballos.

Buck recobró el sentido, pero no las fuerzas. Tumbado donde había caído, observaba al hombre del jersey rojo.

—«Responde al nombre de Buck» —citó el hombre hablando consigo mismo en alusión a la carta del tabernero que le había anunciado el envío del cajón y su contenido—. Bien, Buck, muchacho —prosiguió en tono jovial—, hemos tenido nuestro pequeño jaleo, y lo mejor que podemos hacer es dejarlo así. Tú te has enterado de cuál es tu sitio y yo me sé el mío. Sé un buen perro y todo irá bien. Pórtate mal y te arrancaré las tripas. ¿Entendido?

Mientras hablaba, daba palmaditas en la cabeza que había golpeado tan despiadadamente, y, aunque el contacto de aquella mano le erizara involuntariamente el pelambre, Buck aguantó sin protestar. Bebió ávidamente el agua que el hombre le trajo y más tarde engulló de su mano una generosa ración de carne cruda que él le suministró de trozo en trozo.

Había perdido (lo sabía), pero no estaba vencido. Comprendió, de una vez para siempre, que contra un hombre con un garrote carecía de toda posibilidad. Había aprendido la lección y no la olvidaría en su vida. Aquel garrote fue una revelación. Fue su toma de contacto con el reino de la ley primitiva y aceptó sus términos. Las realidades de la vida adquirieron un aspecto más temible; y si bien las afrontó sin amedrentarse, lo hizo con toda la latente astucia de su naturaleza en funcionamiento. En el transcurso de los días llegaron otros perros, en cajones o sujetos con una soga, unos dócilmente y otros rugiendo con furia como había hecho él; y a todos ellos los vio someterse al dominio del hombre del jersey rojo. Una y otra vez, según contemplaba aquellas brutales intervenciones, la lección se afianzaba en el corazón de Buck: un hombre con un garrote era el que dictaba la ley, un amo a quien se obedece, aunque no necesariamente se acepte.

De esto último nunca hubo que acusar a Buck, por más que viera efectivamente a perros apaleados hacerle fiestas al hombre, meneando la cola y lamiéndole la mano. También vio a un perro que no quiso aceptarle ni obedecerle y acabó muerto en la lucha por imponerse.

De vez en cuando llegaban hombres, forasteros que hablaban con adulación y en diversos tonos al hombre del jersey rojo. Y cuando en esas ocasiones algún dinero pasaba de unas manos a otras, el forastero se llevaba consigo uno o más perros. Buck se preguntaba adónde irían, porque nunca regresaban; pero el miedo al futuro lo atenazaba, y cada vez se alegraba por no haber sido elegido.

Pero su hora llegó, finalmente, bajo la forma de un hombrecillo arrugado que escupía un mal inglés y numerosas exclamaciones desconocidas y burdas que Buck fue incapaz de entender.

—¡Sacredam! —exclamó el hombrecillo al posar la mirada en Buck—. ¡Ése sí ser perro bravo! ¿Cuánto?

—Trescientos, y es un regalo —fue la inmediata respuesta del hombre del jersey rojo—. Y siendo dinero del gobierno, no tendrás ningún problema, ¿eh, Perrault?

Perrault sonrió. Considerando que el precio de los perros estaba por las nubes debido a la inusitada demanda, no era una cantidad desproporcionada por un animal tan espléndido. El gobierno canadiense no saldría perdiendo, ni su correspondencia viajaría más despacio. Perrault entendía de perros, y cuando vio a Buck supo que se trataba de uno en un millar: «Uno entre diez mil», comentó para sus adentros.

Buck vio el dinero que cambiaba de manos y no se sorprendió cuando el hombrecillo arrugado se los llevó, a él y a Curly, una afable terranova. Fue la última vez que vio al hombre del jersey rojo, así como la visión de Seattle alejándose fue la última que Curly y él tuvieron, desde la cubierta del Narwhal, de las tibias tierras meridionales. Perrault llevó a Curly y a Buck a las bodegas y los dejó a cargo de un gigante de cara morena llamado François. Perrault era francocanadiense y tenía la piel oscura, mientras que François era francocanadiense mestizo y tenía la piel dos veces más oscura. Para Buck eran hombres de una clase nueva (de los que estaba destinado a ver muchos más), y aunque no les cobró afecto, llegó honestamente a respetarlos. Aprendió rápidamente que Perrault y François eran hombres justos, serenos e imparciales al administrar justicia, y demasiado expertos en el comportamiento canino para dejarse engañar por los perros.

En las bodegas del Narwhal, Buck y Curly encontraron a otros dos perros. Uno de ellos era un ejemplar albo y grande procedente de Spitzbergen, de donde se lo había llevado el capitán de un ballenero, que más tarde había participado en una expedición geológica a las islas Barren. Era cordial aunque traicionero, ya que sonreía a la cara mientras discurría alguna trastada, como por ejemplo cuando le robó a Buck una parte de su primera comida. En el momento en que Buck saltaba para castigarlo, se le adelantó el látigo de François restallando en el aire con tal violencia sobre el culpable que Buck no tuvo más que recuperar el hueso. Fue un acto de equidad por parte de François, pensó Buck, y empezó a sentir aprecio por el mestizo.

El otro perro no dio ni recibió, muestras de fraternidad: pero tampoco intentó robar a los recién llegados. Era un animal malhumorado y taciturno, y le mostró a las claras a Curly que lo único que deseaba era que le dejasen en paz, y además, que si no era así habría jaleo. Dave, que así se llamaba, comía y dormía, o en los intervalos bostezaba sin interesarse por nada; no lo hizo siquiera cuando durante la travesía del estrecho de la Reina Carlota, el Narwhal estuvo balanceándose, cabeceando y corcoveando como un poseso. Cuando Buck y Curly se pusieron nerviosos, medio locos de miedo, Dave alzó la cabeza con fastidio, les dedicó una mirada indiferente, bostezó y se puso de nuevo a dormir.

El incansable pulso de la hélice latía día y noche en el barco, y aunque cada día era muy semejante al anterior, Buck percibió que cada vez hacía más frío. Por fin, una mañana la hélice se detuvo y una atmósfera de excitación se extendió por el barco. Buck la sintió, igual que los demás perros, y supo que se aproximaba un cambio. François les colocó collares y correas y los condujo a cubierta. Al dar el primer paso sobre la fría superficie, las patas de Buck se hundieron en una cosa fofa y blanca muy semejante al lodo. Resopló y dio un salto atrás. En el aire caía más de aquella materia blanca. Se sacudió, pero le siguió cayendo encima. La olisqueó con curiosidad y a continuación recogió un poco sobre la lengua. Quemaba como el fuego y un instante después había desaparecido. Aquello lo intrigó. Lo intentó nuevamente, con igual resultado. Los espectadores reían a carcajadas y Buck se sintió avergonzado sin saber por qué, era la primera vez que veía nieve.

2. La ley del garrote y el colmillo

El primer día de Buck en la playa de Dyea fue una pesadilla. Todas y cada una de las horas estuvieron llenas de conmoción y sorpresas. Lo habían arrancado de golpe del centro de la civilización y lo habían arrojado bruscamente al corazón mismo de lo primitivo. Ya no era una vida regalada acariciada por el sol, sin otra cosa que hacer que dormitar y aburrirse. Aquí no había paz ni descanso ni un momento de seguridad. Todo era confusión y actividad, y no había un solo momento sin que la vida o algún miembro corrieran peligro. Era necesario estar siempre alerta porque aquellos perros y aquellos hombres no eran perros y hombres de ciudad. Eran todos salvajes que no conocían más ley que la del garrote y el colmillo.

Buck nunca había visto perros que pelearan como lo hacían aquellas fieras, y su primera experiencia le enseñó una lección inolvidable. Es verdad que fue una experiencia en cabeza ajena, pues de otro modo no habría sobrevivido para aprovecharla. La víctima fue Curly. Habían acampado cerca del almacén de leña, y Curly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky del tamaño de un lobo adulto, aunque apenas la mitad de grande que ella. No hubo advertencia previa, sólo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, un retroceso igualmente veloz, y el morro de Curly quedó abierto desde el ojo hasta la quijada.

Era la forma de pelear de los lobos, golpear y recular; pero hubo algo más. Treinta o cuarenta perros esquimales se acercaron apresurados para formar un círculo alerta y silencioso en torno a los antagonistas. Buck no comprendía aquel silencio expectante ni la ansiedad con que se relamían. Curly se abalanzó sobre su adversario, que volvió a atacar y a dar un salto hacia el costado. El husky recibió la siguiente embestida con el pecho de forma tan peculiar que hizo perder el equilibrio a Curly. No volvió a recobrarlo. Esto era lo que el círculo de perros estaba esperando. La acorralaron, gruñendo y aullando, y Curly, entre aullidos de agonía, quedó sepultada bajo aquella masa peluda de cuerpos feroces.

Aquello fue tan repentino e inesperado que desconcertó a Buck. Vio a Spitz sacando la lengua escarlata tal como hacía al reírse, y vio a François, que, blandiendo un hacha, saltaba hacia el centro del círculo. Tres hombres armados de garrotes le ayudaron a dispersarlos. No les llevó mucho tiempo. A los dos minutos de la caída de Curly, los últimos asaltantes fueron ahuyentados a garrotazos. Pero ella yacía mustia y sin vida sobre la nieve ensangrentada y pisoteada, hecha literalmente pedazos, y de pie junto a ella el mestizo profería terribles maldiciones. La escena se repitió a menudo como una pesadilla en los sueños de Buck. De modo que así eran las cosas. Nada de juego limpio. Una vez en el suelo, había llegado tu fin. Pues ya se las arreglaría él para no caer nunca. Spitz volvió a reír y sacó la lengua, y desde aquel momento Buck le profesó un odio amargo e implacable.

Antes de haberse recobrado de la conmoción que le provocó la trágica muerte de Curly, Buck experimentó otra peor. François le sujetó al cuerpo un aparejo de correas y hebillas. Era un arnés como el que había visto que, allá en la finca, los mozos de cuadra colocaban a los caballos. Y tal como había visto trabajar a los caballos fue puesto él a trabajar, tirando del trineo para llevar a François hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con una carga de leña. Aunque su dignidad resultó gravemente herida al verse convertido en animal de carga, fue lo bastante sensato como para no rebelarse. Se metió de lleno en la tarea y se esforzó al máximo, por más que todo le parecía nuevo y extraño. François era severo, exigía obediencia total y gracias a su látigo la lograba en el acto; por su parte, Dave, que era un experimentado perro zaguero
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, mordía las nalgas de Buck cada vez que cometía un error. Spitz, que era el que guiaba, era igualmente experimentado, pero como no siempre podía acercarse a Buck, le lanzaba de vez en cuando gruñidos de reproche o echaba astutamente su peso sobre las riendas para forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendía con facilidad y, bajo la tutela conjunta de sus dos colegas y de François, realizó notables progresos. Antes de regresar al campamento ya sabía que ante un «¡so!» tenía que detenerse y ante un «¡arre!», avanzar, no le costaba trazar las curvas con amplitud y mantenerse lejos del zaguero cuando, en una pendiente, el trineo cargado se le venía encima pisándole los talones.

BOOK: La llamada de lo salvaje
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