La llamada de lo salvaje (6 page)

BOOK: La llamada de lo salvaje
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Pero Buck tenía una cualidad que suplía la corpulencia, y era la imaginación. Luchaba por instinto, pero también era capaz de pelear con raciocinio. Atacó como si intentase el anterior truco del hombro, pero en el último instante se agachó sobre la nieve y sus dientes apresaron la pata delantera izquierda de Spitz. Hubo un crujido de hueso que se quiebra, y el perro blanco le hizo frente con tres patas. Por tres veces intentó Buck derribarlo, y después repitió el último truco y le quebró a Spitz la otra pata delantera. Éste, pese al dolor y a su precario estado, luchó desesperadamente por mantenerse en pie. Veía que el círculo silencioso, del que se elevaba el vaho plateado de las respiraciones, se aproximaba a él con los ojos brillantes y la lengua afuera, tal y como había visto en el pasado círculos similares cercando a adversarios vencidos.

Ya no había esperanza para él. La misericordia era algo reservado a climas más benignos. Buck, inexorable, maniobró para emprender el ataque final. El círculo se había apretado hasta tal punto que él podía sentir la respiración de los huskies. Los veía, más allá de Spitz y a cada lado, medio agazapados para dar el salto y con los ojos fijos en el otro. Hubo un momento de pausa. Todos los animales permanecían inmóviles, como petrificados. Únicamente Spitz se estremecía y se erizaba oscilando hacia adelante y hacia atrás, con un horrible gruñido amenazador, como para ahuyentar con él la muerte inminente. Entonces Buck atacó y reculó enseguida; pero con el primer salto los hombros chocaron de lleno. El oscuro círculo se convirtió sobre la nieve iluminada por la luna en un denso y único punto en el que Spitz desapareció. Buck observaba la escena de pie. Era el orgulloso vencedor, la primitiva bestia dominante que ha descubierto la satisfacción en la destrucción de su presa.

4. La conquista del poder

—¿Eh? ¿no decir yo? Este Buck valer dos demonios.

Así habló François a la mañana siguiente cuando descubrió la ausencia de Spitz y a Buck cubierto de heridas. Condujo al perro cerca de la hoguera para observárselas a la luz.

—Spitz pelea como una fiera —dijo Perrault mientras examinaba los desgarrones y los cortes.

—Y Buck como dos —fue la respuesta de François—. Y ahora nosotros andar deprisa. No Spitz, no más lío, seguro.

Mientras Perrault empacaba el equipo de acampada y cargaba el trineo, François colocaba los arneses a los animales. Buck se dirigió trotando al lugar de líder que hubiera ocupado Spitz; pero François, sin prestarle atención, llevó a Sol—leks a la codiciada posición. A su juicio, era el mejor perro guía que quedaba. Buck saltó furioso sobre Sol—leks, obligándolo a retirarse y ocupando su lugar.

—¿Eh? ¿Qué es eso? —exclamó François, palmeándose los muslos, divertido—. Fíjate en Buck. Como mató al Spitz, piensa coger su puesto. ¡Fuera, fuera! —le gritó, pero Buck se negó a moverse.

Cogió a Buck por el cuello y, aunque el perro gruñía de forma amenazadora, lo arrastró a un lado y colocó en su lugar a Sol—leks. Al veterano animal no le gustó y mostró sin ambages que le tenía miedo a Buck. François no le hizo caso, pero en cuanto se dio la vuelta, Buck volvió a desplazar a Sol—leks, que se apartó sin resistencia.

François se enfureció.

—¡Pero bueno! ¡Por Dios que vas a ver! —farfulló, mientras volvía al lugar con un garrote en la mano.

Buck recordó al hombre del jersey rojo y se retiró lentamente; tampoco intentó arremeter cuando Sol—leks fue colocado una vez más en el lugar del perro guía. En cambio, describió un círculo un poco más allá del alcance de François, gruñendo de cólera amarga y vigilando al mismo tiempo el garrote para poder esquivarlo si François le daba un golpe. Buck ya era un experto en cuestión de golpes.

El conductor del trineo continuó con su tarea y, cuando se dispuso a colocar a Buck en su habitual lugar delante de Dave, lo llamó. Buck retrocedió dos o tres pasos. François lo siguió y el perro volvió a retroceder. Después de un rato, François se desprendió del garrote, pensando que Buck tenía miedo a una paliza. Pero era una abierta rebelión. Lo que quería no era esquivar un garrotazo, sino asumir la jefatura. Le correspondía. Se la había ganado y no se contentaría con menos.

Perrault intervino para ayudar. Los dos hombres estuvieron casi una hora corriendo tras él. Le lanzaban sus garrotes, él los esquivaba. Lo maldecían a él, a todos sus antepasados y a todos sus posibles descendientes hasta la más lejana de las generaciones futuras, incluyendo además cada pelo de su cuerpo y cada gota de la sangre de sus venas; y él respondía con gruñidos y se mantenía fuera de su alcance. No intentaba huir, sino que se replegaba sin alejarse del campamento, dando a entender claramente que cuando su deseo fuera complacido él se acercaría y se portaría bien.

François se sentó y se rascó la cabeza. Perrault miró su reloj y soltó un juramento. El tiempo volaba, y hacía una hora que deberían haberse puesto en camino. François volvió a rascarse la cabeza, negó con el gesto y dedicó una media sonrisa resignada al correo, que se encogió de hombros en señal de capitulación. Entonces François fue adonde estaba Sol—leks y llamó a Buck. Éste se rió como ríen los perros, pero se mantuvo a distancia. François liberó a Sol—leks de los arreos y restituyó al animal a su antigua posición. El equipo completo de perros estaba ahora uncido al trineo en una fila continua, listo para la marcha. No quedaba ningún lugar para Buck que no fuese al frente. Una vez más, François lo llamó, y de nuevo Buck se rió y mantuvo la distancia.

—Suelta el garrote —ordenó Perrault.

François así lo hizo, y acto seguido Buck se acercó trotando, con una sonrisa triunfal, y se colocó en posición a la cabeza del tiro. Enganchadas las correas, el trineo arrancó y, con los dos hombres corriendo, la partida se dirigió velozmente hacia el río.

A pesar de haberle dedicado tantos elogios, mucho antes de acabar la jornada, François descubrió que había infravalorado a Buck, quien al primer salto asumió los deberes del liderazgo: y en materia de criterio, rapidez mental y acción inmediata, se reveló superior incluso a Spitz, a quien François siempre había considerado insuperable.

Pero donde Buck más destacó fue en la forma de establecer las normas y hacerlas cumplir a sus compañeros. A Dave y a Sol—leks no les importó el cambio de liderazgo. No les incumbía. Lo suyo era trabajar duro y esforzarse al máximo. Siempre que no fuera un impedimento para su tarea, no les importaba lo ocurrido. Les habría dado igual que hubieran puesto de jefe a Billie, el contemporizador, con tal de que mantuviera el orden. El resto del equipo, en cambio, que se había vuelto revoltoso durante la última época de Spitz, se sorprendió ahora que Buck restauraba la disciplina.

Pike, que tiraba inmediatamente detrás de Buck y que jamás había tirado del trineo más que lo estrictamente indispensable, fue inmediata y reiteradamente sacudido por flojear; y antes de acabar la jornada estaba tirando más de lo que jamás había tirado en su vida. La primera noche de campamento, Joe, el resentido, recibió el rotundo castigo que Spitz nunca había conseguido aplicarle. Buck simplemente lo aplastó gracias a su peso superior y lo redujo hasta que el otro dejó de morder y se puso a gemir pidiendo tregua.

El comportamiento general del equipo mejoró con rapidez. Recuperó la antigua solidaridad y una vez más los perros corrieron al mismo ritmo. En Rink Rapids se incorporaron dos huskies nativos, Teek y Koona; y la celeridad con que Buck los dominó dejó sin aliento a François.

—¡Nunca había visto un perro como Buck! —gritó—. ¡No, nunca! ¡Por Dios que vale mil dólares! ¿Eh? ¿Qué dices tú, Perrault?

Perrault asintió con la cabeza. Para entonces llevaba batido el récord y ganaba tiempo cada día. El camino estaba en excelentes condiciones, con la nieve firme y dura. No hacía demasiado frío. La temperatura bajó hasta los diez grados bajo cero y así permaneció durante todo el viaje. Los hombres corrían o montaban en trineo por turnos y tenían a los perros en constante movimiento, sin apenas paradas.

El río Thirty Ele, por su parte, estaba relativamente cubierto de hielo, y en un día recorrieron lo que de ida les había llevado diez. De un tirón se hicieron cien kilómetros desde la punta del lago Le Barge hasta los rápidos de White Horse. Al atravesar el Marsh, el Tagish y el Bennett (cien kilómetros de lagos), su velocidad era tal que al hombre que le tocaba ir corriendo era remolcado atado al extremo de una cuerda. Y la última noche de la segunda semana coronaron el White Pass y bajaron raudos por la pendiente marítima con las luces de Skaguay y las embarcaciones a sus pies.

El viaje estableció un récord. En los catorce días que duró hicieron un promedio de setenta kilómetros diarios. Durante tres días, Perrault y François provocaron el entusiasmo en toda la calle principal de Skaguay y fueron abrumados con invitaciones a beber; por su parte, el equipo fue durante mucho tiempo el centro de atención de una multitud de admirados buscadores de oro y conductores de trineo. Después, tres o cuatro facinerosos que aspiraban a «limpiar» la ciudad fueron acribillados a balazos y el interés público se volvió hacia otros ídolos. Después llegaron órdenes oficiales. François llamó a Buck, lo abrazó, y lloró sobre él. Era el final. Como otros hombres, antes y después, François y Perrault se apartaron para siempre de la vida de Buck.

Un mestizo escocés se hizo cargo de él y de sus compañeros, y junto con una docena más de perros emprendieron el difícil camino a Dawson. Esta vez no se trataba de viajar ligeros de equipaje ni de batir un récord, sino de hacer un descomunal esfuerzo todos los días arrastrando una pesada carga. Aquel era el convoy del correo que llevaba las noticias del mundo a los hombres que buscaban oro en las regiones polares.

A Buck aquello no le gustaba, pero resistía bien el esfuerzo movido por el mismo orgullo que Dave y Sol—leks ponían en el trabajo, y se ocupaba de que los demás, con orgullo o sin él, colaboraran con la parte que les tocaba. Era una vida monótona que funcionaba con la regularidad de una máquina. Los días eran todos iguales. Todas las mañanas, a una hora determinada, entraban en acción los cocineros, se encendían las hogueras y se desayunaba. Luego, mientras unos levantaban el campamento, otros enganchaban a los perros, y, una hora antes de que el cielo oscureciera anunciando el amanecer, se habían puesto en marcha. Por la noche se instalaba el campamento. Unos montaban las tiendas, otros cortaban la leña y las ramas de pino para los jergones, y otros acarreaban agua o hielo para los cocineros. También se daba de comer a los perros. Para ellos, aquél era el hecho más importante del día, aunque después de comer y durante una o dos horas, les gustaba vagar todos juntos (eran más de un centenar) sin nada que hacer por los alrededores del campamento. Algunos eran valientes luchadores, pero, después de tres peleas con los más fieros, Buck adquirió la posición dominante, y a partir de entonces, cuando erizaba el pelo y enseñaba los dientes, los demás se apartaban de su camino.

Quizá lo que más le gustaba era tumbarse cerca del fuego con las patas traseras bajo el cuerpo y las delanteras extendidas, erguida la cabeza, contemplando las llamas con aire soñador. A veces pensaba en la vasta finca del juez Miller en el soleado valle de Santa Clara, en el tanque de cemento donde nadaba, en Ysabel, la chihuahua, y en Toots, la perrita japonesa; pero con mayor frecuencia evocaba al hombre del jersey rojo, la muerte de Curly, el gran duelo con Spitz y las cosas buenas que había comido o le gustaría comer. No sentía nostalgia. Los recuerdos de las tierras soleadas eran difusos y distantes y no le influían. Mucho más poderosa era la memoria hereditaria, que teñía de aparente familiaridad cosas nunca vistas antes; los instintos (que no eran sino los recuerdos de sus antepasados convertidos en hábito) debilitados por el paso de los años que despertaban y revivían en él.

A veces, en su ensoñación, tumbado y pestañeando, tenía la impresión de que las llamas eran de otro fuego y de que junto a él veía a un individuo distinto del cocinero mestizo que tenía delante. Este otro hombre tenía las piernas más cortas y los brazos más largos, músculos fibrosos y nudosos en lugar de redondeados y prominentes. El cabello de este hombre era largo y enmarañado y, bajo él, su cráneo retrocedía hacia atrás a partir de los ojos. Emitía unos sonidos extraños y parecía tenerle pavor a la oscuridad, que escudriñaba continuamente aferrando en la mano, suspendida a medio camino entre la rodilla y el pie, un garrote con una pesada piedra en el extremo. Estaba casi desnudo, y una andrajosa piel chamuscada le colgaba de la espalda, pero un vello espeso le cubría el cuerpo. En algunas zonas, como el pecho y los hombros, y por la parte exterior de los brazos y los muslos, el vello estaba tan apelmazado que más parecía una piel gruesa. No tenía el tronco erguido, sino que desde las caderas se inclinaba hacia adelante sobre unas piernas que se doblaban por las rodillas. Había en aquel cuerpo una agilidad, o elasticidad, casi felina, y tenía la actitud alerta de quien vive en constante temor y sobresalto por lo que ve y lo que no ve.

Otras veces, aquel hombre velludo se quedaba en cuclillas junto al fuego con la cabeza entre las piernas y se dormía con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas sobre la cabeza, como si quisiera protegerse de la lluvia con los brazos velludos. Y al otro lado de aquel fuego, en la oscuridad circundante, veía Buck ascuas relucientes, por pares, siempre de dos en dos, en las que reconocía los ojos de grandes fieras carniceras. Y oía el ruido de sus cuerpos al desplazarse por la maleza y los sonidos que emitían en la noche. Y allí, soñando a orillas del Yukón, parpadeando ante el fuego con ojos adormilados, aquellos sonidos y visiones de otro mundo le erizaban el pelo del lomo y del cuello y entonces emitía un leve gemido o un gruñido débil hasta que el cocinero mestizo le gritaba, «¡Eh, Buck, despierta!». Aquel mundo se desvanecía y el mundo real le entraba por los ojos, y se levantaba, bostezaba y se desperezaba como si de verdad hubiera estado durmiendo.

Fue un viaje difícil por la carga que arrastraban, y un esfuerzo tan duro resultó agotador. Al llegar a Dawson habían perdido peso y estaban tan extenuados que habrían necesitado diez días, o al menos una semana, de descanso. Pero a los dos días ya iban bajando por las márgenes del Yukón hacia los Barracks, cargados de cartas para el extranjero. Los perros estaban fatigados, los conductores, de mal humor, y por si fuera poco, nevaba todos los días. Esto quería decir un terreno blando, mayor fricción en los patines y más dificultad para los perros; pero los conductores afrontaban todo aquello con prudencia y hacían cuanto podían para que no resultase demasiado duro para los animales.

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