—Sólo es un edificio. Con más cerraduras, con más guardias, pero... ¿qué clase de ladrón es el que le tiene miedo a un edificio?
El martes, el comisario visitó el objetivo que habían escogido.
Miguel había escapado en cinco ocasiones de la vigilancia de los turcos en Argel. Era un hombre de inteligencia tan afilada como la hoja de su espada, aunque prefiriese el silencio a la demostración pública de su ingenio. Veía detalles donde otros sólo apreciaban superficies, y eso lo convertía en el hombre ideal para reconocer el punto de entrada. Ésa sería su única participación en todo aquel asunto. Sancho había sido tajante.
—Vos sois un hombre honrado, don Miguel. Un hombre del rey. No puedo involucraros en esto.
—Hijo mío, no se me ocurre nada más noble que ayudar a una mujer en peligro.
Pero había aceptado la condición que Sancho le había impuesto, pues en el fondo de su alma tenía un miedo atroz a volver a perder la libertad. Y aquél sería el resultado de la empresa, de eso Miguel estaba seguro tras pasar un rato en el interior de la Casa de la Moneda.
Había pasado por delante en muchas ocasiones, sin cuestionarse si sería un lugar de libre entrada. La gruesa puerta de madera, reforzada con pesadas planchas de acero, estaba en la plaza de Maese Rodrigo, entre la Puerta del Carbón y la Puerta de Jerez. Vigilada por la Torre de la Plata, la Casa de la Moneda era más un grupo de construcciones que se habían fusionado con la muralla. Ésta se convertía en aquella esquina de la ciudad en un enorme espolón que culminaba en la Torre del Oro, símbolo inequívoco del auténtico poder del Imperio español. «Sin el metal de las Indias, toda aquella magnificencia desaparecería de un suspiro», pensó Miguel.
Pero aún había mucho dinero con el que pagar a guardias como los que había en la puerta de entrada al recinto, o para levantar magníficas construcciones como era aquel complejo. Terminado tres años atrás, estaba formado por una moderna plaza que llamaban de los Capataces, en torno a la cual se articulaba la vida de los artesanos. Vestido como iba con sus mejores galas, nadie cuestionó la presencia del comisario en aquel lugar, dando por hecho que sería alguno de los funcionarios que a menudo lo visitaban. Sus ocupantes estaban demasiado atareados, moviéndose como hormigas de un lado a otro del patio. Transportaban sacos de mena, se afanaban en las pilas de lavado de mineral, afilaban sus instrumentos mientras compartían el almuerzo al sol.
Miguel se sentó en el borde de la fuente del centro de la plaza, estudiando atentamente la hilera de pequeñas tiendas que la formaban. Comida, ropa, incluso imágenes religiosas. Había viviendas para los artesanos y los tenderos en la parte alta. Aquel lugar era como un castillo en miniatura, y salvo para escuchar misa ninguno de los que allí vivían tendría que abandonar el lugar jamás.
«Felipe es un hombre listo —pensó Miguel—. Ha rodeado a los que sustentan su poder de comodidades, y en todas ellas ha puesto su símbolo.»
El escudo del rey aparecía por todas partes. En los vanos de las puertas, en los carteles de las tiendas, incluso, constató con sorpresa el comisario, en los pomos de las herramientas de los artesanos. Una manera excelente de conseguir la fidelidad de aquellos hombres y asegurarse de que convertían hasta el último gramo de metal en monedas con las que alimentar sus ejércitos.
«Tampoco nadie entrará aquí por la fuerza, no con esa enorme puerta en un ángulo ciego de la plaza, tan fácilmente defendible. Ni con estos muros enormes. Y luego encontrar el lugar en el que se guarda el oro entre el laberinto de edificios y puertas del lado este. No será fácil.»
Esta última tarea fue la única a la que antes logró poner remedio. En un extremo de la plaza había un edificio sin marcas, de puertas gruesas, donde cada cierto rato pasaba un artesano bastante mayor, empujando una carretilla cuyo contenido iba tapado por un paño negro. Miguel supuso acertadamente que aquélla sería la sala del Tesoro, y la desilusión se apoderó de él. Aquel lugar era la caja fuerte dentro del edificio inexpugnable. Tenía su propio retén de guardia en la entrada, que seguramente sería permanente, igual que el del acceso de la calle.
Amargado, fue a pedir algo de comida para reponer fuerzas en uno de los edificios del lado oeste. Había una pequeña taberna, poco más que un bodegón de puntapié, donde el mozo le sirvió potaje de una cazuela de barro. Limpió una de las cucharas en el delantal que llevaba al cuello antes de dejarla caer en el plato de Miguel.
Aunque comía más por obligación y para alargar su presencia en el lugar lo más posible, se sorprendió al descubrir que el potaje estaba bueno. La grasa rezumante de los callos y el sabor picante del chorizo le devolvieron los ánimos en aquella mañana fría.
—¿Venís por lo de los centenes? —preguntó el tabernero.
Miguel alzó la cabeza del plato y miró al tabernero. El hombre se veía aburrido y con ganas de conversar, no parecía haber suspicacia en su pregunta. Decidió fingir, pues tal vez así conseguiría algo de información.
—Sí, en efecto. Es un encargo de Su Majestad. Pero no me pidáis que hable de ello.
—Ah, buen funcionario, pero si aquí todos somos familia. Los secretos son difíciles de guardar en la Moneda. El nuevo maestro tallador ha concluido sus moldes, y comenzado la producción que Felipe ordenó. Es un tipo raro, si sabéis a lo que me refiero.
—¿Me va a causar problemas?
—No, no lo creo. Es más bien tímido, no gusta de la compañía de otras personas. Jamás sale de su taller, el único que sale es el aprendiz para venir aquí a buscar su comida —se acercó a Miguel y le susurró en tono confidencial—: prefiere mi cocina a la de la otra taberna, la de Jiménez. Se ve que es la primera vez que venís a la Moneda porque aún no sabéis qué clase de bazofia sirven en ese lugar...
Miguel sonrió.
—Ya veo. Bueno, gracias por prevenirme, tendré cuidado. ¿Y dónde decís que puedo encontrar al maestro Tallador?
—Subid la escalera del lado este, debajo de la arcada. En el segundo piso, la última puerta del fondo. No tiene pérdida, el humo a azufre os guiará. Es el único que sigue empleando los métodos antiguos para hacer los moldes. Los demás ya no los usan.
—Sabéis mucho de moldes.
—Es casi la única conversación que tienen mis clientes, mi señor. ¡Que tengáis un buen día!
Miguel se levantó para irse, pero a mitad de camino se dio la vuelta y arrebató un pequeño mendrugo de pan que había quedado sobre la mesa.
—Para después —dijo sonriente.
El otro lo miró contrariado, y Miguel intuyó que ya había previsto echarlo al potaje para añadir sustancia.
—Claro, señor. Volved cuando queráis.
El comisario salió a la calle y caminó distraídamente por la plaza. Al llegar cerca del lavadero de mineral que había bajo los muros, saltó por encima del canal de desagüe. El trozo de pan que llevaba en la mano cayó en la corriente de agua.
—¿Puedo ayudaros? —dijo uno de los artesanos, que no comprendía por qué Miguel se había acercado tanto al lavadero.
—No, muchas gracias, señor. Mi tarea aquí ha concluido —dijo Miguel, mientras contemplaba cómo el pedazo de pan desaparecía por un agujero en el muro.
S
ancho se estremeció de frío. Sabía lo que venía a continuación. El abrazo del agua, como mil agujas heladas. La sensación de pesadez en los miembros, el miedo, las ganas de abandonarse. Había experimentado todo aquello apenas dos días atrás, y no quería volver a pasar por ello.
Sin embargo no había otra opción.
«¿No rezas, Sancho?», preguntó Josué.
El joven meneó la cabeza.
—No creo que ningún Dios al que merezca la pena rezar quiera ayudarnos con lo que vamos a hacer.
Josué le dedicó una de aquellas sonrisas suyas que podían significar por igual solidaridad o conmiseración. A diferencia de lo que hacía siempre, Sancho no se sentía proclive a devolvérsela.
Todo aquello era una enorme locura, y así se lo había dicho al comisario.
—¿Un pedazo de pan? ¿Estáis hablándome en serio, don Miguel? ¿Eso es en lo que os basáis para mandarnos a ambos ahí dentro?
—Calmaos, muchacho. En la cárcel de Argel conocí a un zapador que me enseñó mucho acerca del agua y de sus pequeños trucos. Gracias a él conseguimos escaparnos la primera vez. Llegamos hasta la ensenada del puerto, donde nos esperaba una barquichuela. Por desgracia también nos esperaban los guardias.
—Don Miguel...
—El trozo de pan desapareció entre las rejas, y había suficiente holgura. Podréis respirar.
El plan era sencillo. Descubrir adónde iba a parar el desagüe que desembocaba en el Tagarete. Colarse dentro, y desde ahí, por debajo del muro, hasta el interior de la plaza.
Como todo plan aparentemente sencillo, una vez iniciada su ejecución se había vuelto horriblemente complicado. Encontrar el punto en el que la alcantarilla desembocaba en el arroyo había sido como buscar una aguja en un pajar. El muro en aquel punto estaba cubierto por una masa de vegetación, y por encima de sus cabezas los guardias patrullaban la muralla cada media hora. Así que la búsqueda del agujero se había vuelto un incómodo juego del escondite.
Finalmente hallaron la entrada. Estaba cubierta por unos barrotes oxidados, y éstos no resistieron demasiado el embate de las gruesas limas que habían comprado a un herrero de la calle de Armas. A partir de ahí las cosas se volvieron más difíciles. La alcantarilla era alta, tanto que Josué cabía en ella casi sin doblar la cabeza. El agua le llegaba al negro un poco por debajo de sus anchos pectorales. Era de color arcilloso, y desprendía un olor penetrante y repulsivo. Formaba una charca que se iba desbordando hacia el río según las bombas del lavadero empujaban agua hacia dentro, pero una buena parte de los residuos químicos y orgánicos se quedaban pegados a las paredes o caían al fondo. El ambiente era irrespirable, aún peor que la bajocubierta de la
San Telmo
en los días malos.
En aquella pestilencia pasaron tres noches.
Al final de la alcantarilla había un enrejado que supuso un reto mucho mayor. La parte inferior de la reja quedaba muy por debajo del agua, y cortarla era sencillamente imposible. La única manera en la que podían actuar era entrando completamente desnudos al agua y cortando la parte superior de los hierros, en un lugar en el que la alcantarilla era mucho más profunda y el agua le llegaba por la barbilla a Sancho. Los barrotes eran allí mucho más gruesos, y tampoco podían arriesgarse a usar una sierra para cortarlos, puesto que el ruido que harían se oiría en toda la plaza.
Tenían que usar las limas despacio, poco a poco. Y tenían que hacerlo sumergidos en un agua helada en pleno invierno, sin ni siquiera tener la seguridad de que Josué sería capaz de doblegar aquellas tres barras de metal cuando llegase el momento. Cada hora salían de la alcantarilla unos minutos, se secaban con unas mantas que llevaban y luego se envolvían en otras secas intentando recuperar el calor, soñando con una hoguera imposible.
Hombres menos fuertes o acostumbrados que ellos a las privaciones se hubieran rendido enseguida. En muchas ocasiones durante aquellas tres noches Sancho cerró los ojos y deseó la muerte. Pero en cuanto sus párpados se tocaban entre sí el recuerdo de Clara afloraba a su memoria y volvía a la carga contra aquellos tres enemigos metálicos, tan gruesos que apenas era capaz de juntar el índice y el pulgar al rodearlos.
El primero de ellos cayó bajo la lima de Josué cuando al que a Sancho le correspondía aún le faltaba más del ancho de una uña. Cubrieron el corte con mugre para que los artesanos no notasen nada en la alcantarilla, y siguieron adelante, algo más animados.
En la madrugada del jueves al viernes, las limas de Sancho y Josué se encontraron a mitad de camino del barrote con un chasquido sordo.
—Vámonos de aquí. Mañana volveremos —susurró Sancho.
La siguiente noche, más fuertes y descansados, ambos se introdujeron en la alcantarilla. Josué encabezaba la marcha y Sancho llevaba su ropa y otros utensilios hechos un hato en la cabeza, para que no se mojase.
Josué llegó junto al primero de los barrotes, lo rodeó con ambas manos y tiró con fuerza de él. No se movió. Josué lo volvió a intentar, poniendo en ello cada brizna de energía de su poderoso cuerpo, apretando con los pies contra la pared. Finalmente consiguió separar el barrote, doblándolo, y entonces se sirvió de su peso para doblarlo hacia abajo. Repitió la operación otras dos veces, en completo silencio, sólo roto por el correr del agua y el chapotear de las ratas y otras criaturas inmundas en la oscuridad.
Cuando el paso estuvo franco, el negro se volvió hacia su amigo.
«Ten cuidado.»
«Te haré una señal cuando esté listo. De ahora en dos cambios de guardia. Si no aparezco, márchate. ¿Lo harás?»
«Sí», mintió Josué.
Sancho se escurrió por entre los barrotes, saliendo al frío de la plaza. El aire le arrancó destellos de dolor de la piel, mientras intentaba secarse con la manta que había llevado. Permaneció envuelto en ella durante un rato, pegado al lavadero, mientras repasaba mentalmente y por enésima vez el plano que Miguel le había dibujado en una hoja de papel.
Primero, la escalera.
Se vistió con camisa, jubón y calzas negras y gruesas que le protegían la planta de los pies. No llevaba botas, pues las que le había fabricado Fanzón habían quedado en el fondo del río cuando Groot le arrojó al agua, al igual que la capa. Con ellas puestas se hubiera hundido sin remedio, y no había tenido tiempo ni dinero para encargar unas nuevas. Alrededor del cuerpo se enrolló una larga cuerda.
Salió de detrás del lavadero, permaneciendo a la sombra que la luna arrancaba de la muralla. Los guardias que había apostados en la puerta de la sala del Tesoro parecían despiertos y concentrados, y Sancho tendría que pasar a menos de treinta metros de ellos. Intentó moverse lo más despacio posible, con el corazón encogido cada vez que los guardias miraban en su dirección. Por suerte éstos tenían un brasero delante de ellos que reducía un poco su visión.
Cuando alcanzó la escalera, otro problema le cruzó por la mente. ¿Y si los guardias de la puerta recibían el relevo en ese momento? Podría cruzarse con ellos por los pasillos, y aquél sería el fin de su aventura. De nuevo intentó abstraerse de la insensatez que suponía lo que estaba haciendo. Con la poca información de la que disponía, salir de allí con vida dependería por completo de la suerte. Metió la mano dentro de uno de los bolsillos de su jubón, rozando con la punta de los dedos la talla de madera que Bartolo le había dado antes de morir. Aquél era el único amuleto en el que creía.