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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (69 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Ahora, la última puerta del segundo piso.

Los corredores de aquella planta eran estrechos y abalconados, y ninguno de ellos tenía carteles en la puerta. Sancho caminó agachado, lejos de la balaustrada, más preocupado que nunca ya que la luz de la luna iluminaba de lleno aquella zona. Por un momento se preguntó qué ocurriría si el tabernero con el que había hablado el comisario le había dado equivocadamente las indicaciones del maestro tallador, o si Miguel le había entendido mal.

Al llegar frente a la puerta la encontró protegida por una cerradura. De uno de sus bolsillos secretos extrajo las ganzúas, con las que maniobró durante un rato, maldiciendo la cercanía del río que ya había comenzado a oxidar el metal, a pesar de que aquel lugar apenas tenía tres o cuatro años. Con un leve chirrido que a Sancho le estremeció como si fuera un grito, la puerta se abrió.

La habitación era enorme, y estaba repleta de bancos e instrumentos que Sancho jamás había visto. Al fondo estaba lo que el joven buscaba: una caja fuerte empotrada en la pared, donde el maestro tallador debía guardar el fruto de su obra.

—Nunca sale de su cuarto, dice el tabernero. Y sin embargo está encargado de la producción de centenes, las monedas más valiosas de la cristiandad. Cada una de ellas vale cien escudos, y sólo los más privilegiados alcanzan a ver una en toda su vida.

Con cuidado de no alterar nada o tirar al suelo alguna de las herramientas esparcidas por todas partes, Sancho se acercó hasta la caja fuerte. Pero aquella triple cerradura resistió todos los intentos que realizó, partiendo incluso una de sus ganzúas. Consciente de que el tiempo iba pasando y de que Josué tenía que estar cada vez más nervioso, Sancho se dio cuenta de que sólo había una manera de abrir aquella caja.

Fue hasta el fondo del taller, donde había una puerta que llevaba hasta un dormitorio. Al entrar comprendió enseguida por qué el maestro tallador nunca salía de su cuarto. En la enorme cama yacían juntos un muchacho rubio y un hombre maduro, de largas greñas grises y grasientas. Ambos estaban desnudos, y el mayor abrazaba al más joven.

De un fuerte tirón, Sancho apartó la manta bajo la que se cobijaban y puso su daga en el pecho del aprendiz. Cuando ambos se despertaron, el viejo dio un pequeño grito y Sancho le mandó callar.

—Vos sois el maestro tallador.

—¿Qué es lo que queréis?

—La pregunta es qué es lo que queréis vos. Tenéis dos opciones. Puedo matar a vuestro mancebo, ataros a él en pelotas y vos os entenderéis con la Inquisición por la mañana. ¿Os gusta la primera opción?

El rostro del viejo reflejaba tal terror que Sancho no pudo evitar sentir lástima por él. Pero por desgracia no tenía tiempo para aquellas contemplaciones. El rubio, por su parte, estaba tan quieto como un conejo degollado. No quitaba los ojos de la daga que tenía apoyada en el pecho.

—La segunda opción es que os vistáis, abráis la caja fuerte y yo os ate a cada uno en una habitación. Seguramente ésa sea la más aceptable, ¿no es así?

Sólo entonces el viejo encontró el coraje de hablar.

—La caja fuerte está vacía.

—Bueno, entonces no tendréis inconveniente en abrirla, ¿verdad?

Con una mueca de desesperación, el viejo se levantó y se vistió. Sin dejar de amenazar al aprendiz, Sancho le mandó ponerse un pañuelo dentro de la boca, cerrarla fuerte y tenderse en el suelo. Luego ordenó al rubio que se vistiera y le ató usando las sábanas.

—Podéis decir que éramos seis o siete. Así vuestro honor quedará a salvo. ¿Dónde está el lugar en el que fingís dormir?

El rubio le indicó el taller con un movimiento de la cabeza, y Sancho ordenó al viejo que pasase a la otra habitación. El maestro tallador actuaba dócilmente, por miedo a perder a su amante, aunque cuando éste quedó tendido en el camastro que nunca ocupaba, lejos de la punta del cuchillo de Sancho, su actitud fue mucho más hostil. Miró a su asaltante con odio, y seguramente le habría insultado de no tener la boca obstruida por el pañuelo.

—Abrid la caja.

El tallador echó un vistazo alrededor, buscando algo que le sirviese como arma. Era un hombre fuerte, y si le echaba mano a uno de los punzones tal vez podría herirle o, aún peor, obligarle a matarle.

—Puedo ir a buscar a vuestro mancebo y cortarle los colgajos con esto. Está tan afilado que no le dolerá demasiado. ¿Preferís eso?

Derrotado, el tallador se arrodilló, sacó las llaves que llevaba colgadas del cuello y abrió la caja, tirando ligeramente del pomo. Se hizo a un lado, y Sancho se agachó para mirar en el interior. Había un cartapacio con papeles, moldes hechos en piedra de monedas de diversos países y dos grandes sacos de cuero.

—Sacadlos.

El tallador negó con la cabeza e hizo un gesto con los brazos. Sancho comprendió. No podía con ellos. Aquellos sacos eran demasiado pesados. Le ordenó volver al dormitorio, donde le ató con fuerza usando el resto de las sábanas. El tallador clavó en él una mirada de furia.

—Estaos quieto y todo irá bien.

De regreso junto a la caja, Sancho tiró a duras penas del primero de los sacos. El peso era descomunal. No le quedaba otro remedio que vaciarlos y llevarse exactamente las monedas que necesitaba. Usando el cuchillo cortó las cuerdas que ataban el primero de ellos y tiró del lateral para verter su contenido. Una cascada de monedas se desparramó por el suelo de piedra. Sancho se quedó boquiabierto al tomar una en las manos. Era grande, del diámetro de una naranja, y muy pesada. Estaba profusamente grabada con el rostro del rey por un lado y con el escudo por el otro. Sancho sintió un escalofrío al pensar en lo que tenía en la mano.

Contó doscientas de aquellas monedas, que fue colocando en veinte montones de diez sobre la mesa. Cuando terminó, tomó una de las restantes y se acercó al muchacho rubio que seguía atado de pies y manos sobre el camastro.

—¿Ves esto? —dijo agachándose junto a él. Éste asintió—. No lo pierdas de vista.

Fue hasta la pared y encajó el centén en el hueco entre dos piedras, metiéndolo lo bastante adentro para que no se viese a simple vista.

—Cuando los guardias te encuentren, no lo cojas, no sea que te registren después. Espera un par de días. Y búscate otro trabajo.

Sin gran parte de su contenido, el saco de la caja ya no pesaba tanto. Aun así Sancho tuvo que hacer un esfuerzo para levantarlo y vaciarlo antes de colocarlo sobre la mesa. Hizo lo mismo con el otro saco, hasta que la habitación quedó alfombrada de oro.

Deprisa, deprisa.

Estaba seguro que el plazo que le había dado a Josué tenía que haberse cumplido ya. Dividió las doscientas monedas entre los dos sacos, e hizo agujeros en la parte superior de éstos con su daga. Pasó una cuerda por ellos, y se la cruzó por el pecho, y la espalda, de manera que le quedase un saco por delante y otro por detrás. Aun así, el peso era enorme. Sancho calculó que tenía que estar cargando tres cuartas partes de su propio peso. Al caminar de vuelta al pasillo notaba las piernas pesadas, los pulmones comprimidos y las cuerdas hiriéndole los hombros.

Último obstáculo, la muralla.

Por muy despacio que anduviese, cada paso de Sancho arrancaba un débil tintineo metálico de las monedas. Volver tan despacio por donde había entrado, y además haciendo ruido, era impensable. La única solución era alcanzar el piso superior, allá donde se unía con la muralla. El problema era que la sección de ésta que llegaba desde la Torre del Oro hasta el Palacio Real era patrullada por guardias constantemente.

Subir aquella escalera fue una tortura. Alcanzó el punto más bajo de la muralla, en un pasillo descubierto plagado de habitaciones de servicio, con la cabeza ida por el esfuerzo y un zumbido palpitante en las sienes. Le llevó más de lo que había pensado, y ahora estaba seguro de que habrían pasado al menos tres rondas de los guardias por el punto por el que debía descender. El problema era que no tenía ni la más remota idea de cuánto hacía que había pasado la última y si le daría tiempo a descolgarse antes de que llegase la próxima.

Al llegar a la muralla se quitó los sacos del pecho y se tomó unos instantes para recuperar el aliento. La sangre volvió a circular por la cabeza con normalidad, produciéndole una sensación de levedad y euforia. No se dejó arrastrar, porque no tenía tiempo que perder. Subió a la muralla de un pequeño salto. Se situó entre dos almenas, sosteniendo uno de los sacos, y lo colocó sobre el vacío, tensando la cuerda que había enrollado sobre su antebrazo. Después lo hizo descender, notando cómo la cuerda iba desgarrando el jubón, que después de aquella noche quedaría inservible. Pero no había tiempo tampoco para pensar en ello.

En aquel lugar la muralla tenía una altura equivalente a seis hombres. Cuando calculó que el saco ya debía de estar cerca del nivel del suelo, balanceó el peso a un lado y a otro, confiando en que Josué lo viera.

«Pero ¿y si no está? ¿Y si le ha entrado el miedo y se ha marchado, o simplemente obedeció lo que tú mismo le dijiste y se fue después del segundo cambio de guardia?»

Durante un instante las dudas se apoderaron de él, hasta que de pronto el peso que sostenía se desvaneció como por arte de magia. Izó la cuerda, colocó el otro y comenzó a repetir la misma operación. Llevaba el saco casi por la mitad cuando oyó las voces.

—Te digo que tienes que probarla. No he conocido a mujer igual.

Los guardias doblaban ya el recodo que conducía al punto donde estaba Sancho, paseando con sus arcabuces al hombro, charlando despreocupadamente. No había tiempo para bajar el saco, ni tampoco podía soltar la cuerda pues se quedaría sin medios para bajar. Desesperado, Sancho se lanzó de vuelta al pasillo que conectaba con el edificio y se agachó junto al desnivel. Sostenía el extremo de la cuerda enrollada en el brazo, y el resto de ella tensa y pegada al suelo, mientras él aplastaba la espalda contra la piedra.

«Que no la pisen. Que no la vean. Que pasen por encima, sin detenerse. Que no tengan que ir a por un vaso de vino a la garita. ¡Dios, cómo duele!»

—De las morenas del Compás sólo me gusta la Mariliendres.

—Tiene un apodo horrible.

—Y es fea como un diablo, pero tendrías que ver lo que es capaz de hacer con la lengua...

Uno de los guardias se detuvo, la punta de su bota a menos de un palmo de distancia de la cuerda de Sancho, mientras le explicaba por gestos a su compañero la excelencia en las artes amatorias de la Mariliendres. El otro se reía a carcajadas.

Agazapado tan cerca de ellos que si se hubieran inclinado un poco los guardias hubieran podido tocarle la cabeza, Sancho sentía que la cuerda estaba a punto de arrancarle el brazo. Se mordió el labio inferior, tan fuerte que un hilillo de sangre le chorreó por la mandíbula. Cualquier cosa con tal de no pensar en la presión que estaba sufriendo.

El pie del guardia se levantó, luego se arrastró de nuevo, cada vez más cerca de la cuerda. La rozó con la puntera, luego la pisó ligeramente sin darse cuenta. Ambos siguieron su camino.

Cuando las voces se apagaron en la distancia, Sancho se puso de nuevo en pie y soltó el resto de la cuerda. Tenía el brazo izquierdo completamente dormido en un momento de lo más inoportuno, pues iba a necesitar de ambos para descolgarse por la pared. Ató la cuerda en torno a la almena, y después se pasó la cuerda alrededor de la cintura y por encima del hombro. Había hecho aquello docenas de veces, pero jamás usando una sola mano. El esfuerzo fue descomunal, y perdió pie en un par de ocasiones, golpeándose la cara contra la muralla. Cuando cerca del suelo los brazos de Josué le recogieron y le sostuvieron de camino a la barquichuela que tenían allí escondida, Sancho respiraba entrecortadamente, pero una alegría salvaje se apoderó de él.

«Lo hemos conseguido. Hemos entrado donde nadie lo ha hecho antes y tenemos el dinero.»

Y Clara tenía una oportunidad.

LXIX

E
l viento silbaba entre las rocas cuando llegaron a lo alto del monte.

Hacía casi seis meses que había abandonado Castilleja de la Cuesta, pero habían pasado tantas cosas en aquel espacio de tiempo que la fragua y sus aledaños, inmutables, parecían pertenecer a un pasado remoto.

Ya a mitad de subida habían intuido que algo no marchaba bien. Incluso Josué, a pesar de lo preocupado que estaba intentando dominar a su caballo, se había dado cuenta de que la chimenea de la fragua no soltaba humo. El alba ya rompía por el este, proyectando las sombras alargadas de hombres y bestias sobre el camino, y a esa hora Dreyer siempre estaba empuñando el martillo.

Ataron los caballos a una argolla de hierro cerca de la entrada. Ambos iban muy cargados, pues además de a sus amos llevaban unas improvisadas alforjas de cuero muy pesadas. Josué tocó el hombro de Sancho y le mostró algo que había a su espalda.

«Está creciendo», dijo con una sonrisa.

El melocotonero que Josué había plantado hacía un año y medio había sobrevivido, contra todo pronóstico, y ya era más alto que él. Sus ramas comenzaban a ensancharse. El modo en que aquel árbol había decidido sobrevivir le conmovió profundamente.

—Vamos dentro.

«Ve tú», le dijo Josué.

Sancho comprendió que al negro le había afectado igual que a él la visión del árbol, y quería estar a solas un rato. Lo dejó solo y fue a buscar a Dreyer, preguntándose si el herrero estaría enfermo o muerto.

La primera de las dos opciones era la correcta.

Encontró a Dreyer en su cama, pálido y ojeroso. Tosía mucho, y la chimenea estaba apagada. Tenía la frente ardiendo y los labios resecos.

El herrero tardó un rato en reconocerle, pero tras beber algo de líquido pareció encontrarse mejor y dijo su nombre. Un momento después intentó incorporarse en la cama.

—Sancho, hijo mío. ¿Qué haces aquí?

—Necesitamos refugio hasta mañana, maestro.

—¿Te has metido en algún lío?

—Ninguno del que no podamos salir, espero —dijo Sancho, que no quería preocuparle—. Descansad, que Josué y yo cuidaremos de vos.

El herrero debía de llevar un tiempo enfermo, pues su alacena tenía pocas provisiones. Sancho se preguntó qué clase de desalmados eran sus vecinos, que le habían permitido caer en aquel estado. Luego se dio cuenta de que, con la hambruna tan tremenda que había habido aquel invierno, tal vez había sido mejor que lo dejasen en paz. De no haber tenido miedo de acercarse, y en el estado tan débil en el que se encontraba Dreyer, alguno habría tenido la tentación de degollarle y desvalijarle. Sólo las armas que tenía en la sala de entrenamiento ya valían una fortuna.

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