El herrero cayó en un sueño ligero, y Sancho y Josué aprovecharon para descansar tras una noche agotadora. El negro se despertó antes, a tiempo de encender una hoguera y hacer una buena brasa. Cuando Sancho se levantó ya era media tarde, y fue hasta una de las casas del pueblo a por huevos frescos, vino, leche y un pollo grande. Pagó con lo poco que le quedaba en la faltriquera. Para bien o para mal, al día siguiente no necesitaría ya aquel dinero.
Comieron hasta hartarse. Cuando Dreyer se despertó le dieron un poco del caldo de pollo e incluso se atrevió a probar la carne. Aunque tenía mala cara, su aspecto era mucho mejor que por la mañana.
—¿Qué os sucede, maestro? ¿Cuánto lleváis enfermo?
—Empezó al final del otoño. Primero noté que meaba sangre, y luego empecé a estar más delgado y a perder el apetito.
—¿Os ha visto algún médico?
Dreyer sonrió con tristeza.
—¿Para qué, muchacho? Tras tantos años mis fuerzas se han marchado, dejando sólo cenizas. Soy ya viejo y no tengo ganas de seguir en este mundo. Y no soy idiota. Sé lo que tengo, y no tiene cura.
Sancho asintió, sin saber bien cómo responder a aquello. Dreyer no se había suicidado tras conocer la muerte de su hijo porque ellos habían entrado en su vida. Pero ahora que era la muerte quien venía a buscarle, la aceptaba de buen grado.
—¿Qué hay de ti, muchacho? ¿En qué embrollo te encuentras?
Sentado en el borde de la cama, el joven le contó a grandes rasgos lo sucedido desde que se habían marchado de allí. El herrero asentía con una sonrisa de aprobación. Y también, o al menos eso le pareció a Sancho, un poco de envidia.
—Así que habéis venido a ocultaros.
—No sólo eso. El hombre que me venció... es demasiado fuerte, maestro. Mañana tendré que enfrentarme a él otra vez, y no creo que pueda con él.
—Descríbeme a ese Groot, con tantos detalles como puedas, e intentaré ayudarte.
—Un flamenco rubio, con una barba fina. Es casi tan alto como Josué. Un auténtico animal. Cuando peleamos en el puente adoptó una postura extraña, con los pies paralelos al cuerpo. Pero lo más extraño era su espada. Larga y pesada, con la punta más ancha que el resto de la hoja... ¡Maestro!
El rostro de Dreyer se había ido demudando. Tenía la boca abierta y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. Intentó ponerse en pie, pero las fuerzas le fallaron tras tanto tiempo postrado en la cama.
—¿Qué os sucede? —preguntó Sancho, agarrándole por el brazo para que no cayera.
—La arqueta. Ve a aquella arqueta… —dijo el herrero, señalando un extremo del cuarto.
Sancho la abrió siguiendo sus instrucciones y encontró un paquete envuelto en un paño de color marrón oscuro. Se lo llevó a Dreyer, quien desenvolvió lo que había en su interior. Un pedazo de acero, parte de una hoja de espada.
—¿Era como éste, Sancho? ¿Era como éste?
El joven asintió, sorprendido ante la reacción del herrero. Éste se dejó caer de nuevo en la cama, agotado tras aquel esfuerzo. Tardó en volver a hablar, y cuando lo hizo, su voz estaba apagada y oscurecida.
—Esa espada es una anomalía. No es una flambeada, ni una hoja normal. Es un engendro desequilibrado y mortal. Hace falta una fuerza enorme para manejarla. Es especialmente dañina si te lanzan una estocada a la cara, esa que los italianos llaman
stramazzone
.
—¿Vos conocéis a ese hombre, maestro?
—Antes no se hacía llamar De Groot, sino De Johng. Y sí, le conozco bien. Fue el hombre que destruyó mi vida.
Sólo entonces se dio cuenta Sancho de que lo que había tomado por un paño marrón era en realidad un lienzo blanco empapado en sangre vieja.
—Maestro...
Dreyer no le escuchaba ya. De pronto todo el dolor que había acumulado durante aquellos años se cristalizó en forma de palabras, que fueron cayendo de su boca como gotas de lluvia de una densa nube de amargura.
—Mi mujer se llamaba Anika. Su hermano mellizo era uno de mis mejores alumnos, una espada rápida en una mente fría. Se parecía un poco a ti, aunque él era bravucón y vanidoso. Hubo un día en que llegó un desafío a nuestra escuela. Había un espadachín nuevo, un chico de granja, un animal con un físico gigantesco. Mi cuñado decidió que se enfrentaría a él. En aquella época aquella clase de desafíos eran normales en Rotterdam. Servían para azuzar la combatividad de nuestros jóvenes. A veces morían algunos, pero eso poco importaba, ¿verdad? Se trataba de hacer mejores espadachines.
El herrero hizo una pausa larga. Cerró los ojos y Sancho llegó a pensar que se había dormido, pero siguió hablando. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Mi cuñado se enfrentó a él sin haberse molestado en acudir a sus entrenamientos para estudiar su estilo de lucha. Creía que un patán campesino no sería rival. Y yo, que Dios me perdone, pequé de orgullo. Creí que sería pan comido. Pero el campesino le destrozó. Rompió todas sus guardias, azuzándole. Insultándole.
—
Smerlaap
—dijo Sancho, recordando la palabra que Groot le había escupido en el muelle.
—Significa trapo sucio, basura. Ninguno de los dos respetó las reglas del combate. Se suponía que debía ser a primera sangre, pero el campesino no se detuvo ahí, y mi cuñado tampoco. Cuando le lanzó la estocada mortal, yo intenté intervenir. La espada del campesino se rompió en dos. Esa mitad fue la que se quedó dentro de mi cuñado.
Dreyer hizo otra pausa.
—Mi mujer se degolló con ella un mes después.
Sancho se estremeció de horror.
—Estaban muy unidos —susurró Dreyer—. Ella era de carácter melancólico, y tras dar a luz a nuestro hijo había pasado por malos momentos. Me culpó de la muerte de su hermano, y luego decidió castigarme.
El silencio se apoderó de ellos. En algún lugar de la casa, una ventana se abrió, y un aire frío recorrió la estancia, arrastrando los fantasmas.
—Ayudadme a vencerle, maestro Dreyer —pidió Sancho, con la voz hueca.
Dreyer se incorporó en la cama y llamó a Josué. Le susurró algo al oído y éste regresó al cabo de un rato con una espada. Era una ropera de lazo, similar a la que llevaba Sancho, aunque de una calidad algo inferior. El joven la recordaba por haber entrenado con ella en muchas ocasiones.
—Tómala en la mano izquierda, muchacho. Y desenvaina la otra.
Sancho obedeció, extrañado. No estaba acostumbrado a sostener una arma tan grande en la izquierda, y notaba el cuerpo desequilibrado. Dreyer le ordenó corregir la posición de los pies y ensayar una guardia diferente a todas las que había conocido. En ésta debía sostener la izquierda frente a su pecho, con la hoja paralela al suelo y el brazo levemente flexionado. La derecha quedaba algo más retrasada y baja.
—Se llama estilo florentino, Sancho. Te otorga un sentimiento del hierro mucho más grande, mayor movilidad y alcance. Pero es tan peligroso para el contrario como para ti. Requiere un esfuerzo considerable. La concentración debe ser máxima, porque el más ligero error en esta técnica significará tu muerte. Y ahora esto es lo que debes hacer…
F
altaba poco para el amanecer cuando Sancho rodeó el cuerpo de Josué y le enganchó una argolla en el pie con sumo cuidado. El otro extremo de la argolla iba enganchado por una cadena al hogar de la chimenea de la cocina.
Casi había alcanzado la puerta cuando Josué se despertó. Notó al instante el peso en su pie. Aquélla era la peor de sus pesadillas, y Sancho no necesitó mirarle a los ojos para saber que aquello le había destrozado el corazón.
—Debo hacerlo, Josué. Si vienes, te matarán.
«Yo quiero morir a tu lado, si es que ése es mi destino», dijo el negro, dando un tirón furioso de la cadena. Pero los eslabones eran demasiado fuertes incluso para él.
—Hay una lima en el suelo junto a ti. La llave de la argolla está sobre el yunque de la fragua. Si no vuelvo, usa la carta de manumisión de tu cartuchera y busca un buen trabajo.
«Espera. Espera.»
—Adiós, amigo mío. Mi hermano.
Sancho cerró la puerta tras de sí, intentando ignorar los bramidos lastimeros del gigantón. Se dijo una y otra vez que aquello era lo mejor para su amigo, pero se sentía como un sucio traidor.
Al llegar junto a los caballos su sorpresa fue mayúscula. Ya estaban enjaezados, y el herrero se hallaba subido en uno de ellos. Estaba vestido con un coleto de cuero, guantes de combate y espada al cinto. Las ropas le quedaban holgadas por todo lo que había adelgazado en aquellos meses, pero sus cabellos grises refulgían con las primeras luces del alba, y la expresión en su rostro era de serena determinación.
—Monta, muchacho.
Sancho tragó saliva, en silencio. El nudo en la garganta que había sentido al encadenar a Josué a la chimenea se volvió aún más pesado y espeso. Aquel hombre esquelético y enfermo apenas estaba en condiciones de mantenerse sobre la silla, y mucho menos de acudir a una cita como la que les esperaba aquella mañana. Pero ¿quién era él para decirle a un hombre cómo debía de morir? Dreyer había elegido, y le correspondía a él honrar su decisión.
Puso el pie en el estribo y montó con elegancia.
—Iremos por el monasterio de la Trinidad. Hay un amigo esperándonos allí.
Cuando llegaron a la puerta del monasterio había no una, sino dos figuras montadas, esperando.
—Buenos días, mi joven amigo —dijo Guillermo.
Sancho miró al comisario enarcando una ceja.
—¿Qué hace él aquí?
—Insistió en venir —respondió Cervantes encogiéndose de hombros.
—Soy perfectamente capaz de hablar por mí mismo, don Miguel. Yo os metí en esto,
Sanso
, hace años. Y justo es que esté aquí para sacaros de ello.
—Maldito inglés chiflado. ¡Vais a morir!
—Los cobardes mueren muchas veces, muchacho. Los valientes sólo una —respondió Guillermo, ufano.
Sancho meneó la cabeza.
—Lleváis tiempo guardando esa frase, ¿verdad?
—Toda la noche —admitió el inglés.
—Esto no es una de vuestras obras de teatro, maese Guillemo. Las espadas no serán de madera.
—Tampoco la mía lo es —dijo señalando una ropera que llevaba al cinto. No parecía haber sido desenvainada nunca.
—¡Pero vos no sabéis pelear!
—Pero puedo fingir que sé. Soy actor, ¿recordáis?
Sancho soltó un bufido de exasperación.
—Poneos detrás de mí, maldita sea. El mundo no puede permitirse perder ni un solo poeta, ni aunque sea uno tan malo como vos.
Les presentó a Dreyer, que saludó llevándose la mano a una imaginaria ala del sombrero, pues nunca los usaba. Se pusieron en marcha cuando las campanas de la catedral anunciaban que quedaba un cuarto para las doce.
Pasaron por debajo de los Caños de Carmona, el acueducto que abastecía de agua potable a buena parte de la ciudad. Al rebasar los arcos de piedra, la mole del Matadero se apareció ante sus ojos. Era un edificio feo y abigarrado, de tres alturas. Sancho comprendía perfectamente por qué Vargas lo había elegido como punto de reunión. Desde las ventanas superiores, cualquiera podía controlar quién se acercaba al lugar.
Eso era aún más fácil en domingo, en que el Matadero estaba desierto. Era uno de los lugares más peligrosos de Sevilla por muchas razones. El hampa controlaba sus oficios, y muchos de los carniceros que allí trabajaban habían servido antes en el ejército y tenían experiencia previa cortando cuellos más delgados que el de una res o un puerco. También era un buen lugar en el que deshacerse de alguien molesto e incómodo. Y su situación a las afueras de la muralla, en terreno despejado, era ideal.
Si en vez de ellos hubiera aparecido una cuadrilla de corchetes, Vargas habría mandado matar a Clara y escapado a caballo rumbo al sur. Sólo de pensar que ella estaba en poder de aquellos desalmados le hizo forzar el paso de los caballos. Éstos hicieron los últimos metros al galope, con los belfos chorreando espuma.
El hedor era patente desde lejos. Una mezcla de carne podrida, sangre y basura.
«Este sitio tiene que ser horrible en verano —se dijo Sancho. Con un escalofrío se dio cuenta de que tal vez no viviese para ver el siguiente cambio de estación—. Qué demonios, tal vez sea ésta la última vez que respire aire fresco», pensó hinchando bien los pulmones.
El chirrido de las puertas al abrirse resonó con fuerza, y una enorme boca se abrió en el frontal del Matadero. Nadie salió a recibirles.
—Adelante —dijo Sancho.
La entrada hubiera permitido el paso de dos carros a la vez, así que los cuatro caballos pasaron con holgura, grupa con grupa, mientras sus jinetes miraban a ambos lados con cautela. Ante ellos se abría un espacio vacío, de suelo de tierra. Ésta apenas se distinguía, teñida como estaba por décadas de sangre y vísceras aplastadas. Cadenas con ganchos colgaban de todas partes, la mayor parte vacías, pero algunas con animales a medio despiezar, que esperarían allí a que el lunes los trabajadores reanudasen la tarea. Pedazos sueltos de tripa y el contenido del estómago de los animales se barrían sin ningún cuidado, formando montones en las esquinas. El olor en el interior era tan nauseabundo que hacía palidecer el recuerdo de la
San Telmo
. Con una mueca de horror, Sancho comprobó que no eran restos de vacas lo único que se descomponía en aquel lugar. Colgando de un poste, completamente desnudo y con la cabeza en un ángulo antinatural, estaba el cadáver de Zacarías.
Y en el tercer piso, mirándoles desde el hueco en la baranda que servía para ascender las piezas grandes hasta el lugar donde se salaban, estaba Francisco de Vargas. Su aspecto no era el del adinerado comerciante que ocupaba los puestos más altos en las Gradas de la catedral. Su camisa estaba sucia, el pelo grasiento y los ojos enrojecidos.
—Maese Whimpole, cuánto honor. Y nuestro amigo Sancho, el jovencito que osó retarme. Qué agradable sorpresa. Y habéis traído compañía.
—¿Dónde está Clara? —preguntó Sancho, fingiendo una calma que no sentía.
El comerciante hizo una seña y se oyó un jadeo ahogado. Enseguida la joven gritó, aunque Sancho no entendió lo que dijo.
—Soltadla y os daré lo que queréis.
—Jovencito, ¿creéis que soy idiota? Mostradme lo que has robado para mí. Veamos si sois tan buen ladrón como decía Zacarías.
Sancho descabalgó, tomó los sacos de monedas y los llevó unos pasos por delante del lugar donde se habían detenido los caballos. Allí había una enorme piedra de amolar, en la que Sancho supuso que los matarifes afilarían sus instrumentos de muerte. Los dejó caer sobre ella con gran esfuerzo, y el ruido arrancó ecos de los aleros del edificio.