Vargas estaba allí, mirándole con un odio blanco y venenoso. Junto a él estaba Clara, aún amordazada. El comerciante la sujetaba por el vestido, manteniendo el cuerpo de la joven en equilibrio sobre la baranda. Los pies descalzos de Clara estaban al borde del vacío.
—Si la suelto, morirá.
—Sois vos quien morirá si la soltáis.
El comerciante soltó una carcajada.
—¿Pretendéis que crea que vais a perdonarme la vida si la dejo ir?
—Podéis pensar lo que os plazca. Pero como hay un cielo sobre nuestras cabezas que si la soltáis os sacaré las tripas antes de que ella toque el suelo.
Vargas lo contemplaba acercarse, tan lleno de furia que Sancho fue incapaz de predecir qué haría después. Le temblaban los hombros por la tensión, y apretaba los dientes en una mueca inhumana. Finalmente, con un grito, tiró del vestido de Clara, arrojándola al suelo, en el lugar donde la baranda de madera volvía a alzarse. La joven se quedó allí, sollozando.
Sancho se agachó a su lado y le retiró la mordaza. Clara tosió varias veces y enterró la cabeza en su pecho.
—Tranquila. Todo saldrá bien. Ahora estás conmigo. Y nunca más nos separarán. Te lo prometo.
Vargas se apartó del agujero en la baranda. Por un momento miró su espada y luego a Sancho, que estaba arrodillado junto a Clara. Calculando sus posibilidades.
—No lo pensaréis de veras —dijo Sancho, intentando camuflar con una sonrisa el hecho de que con los brazos inutilizados, en aquellos momentos no sería capaz de parar la estocada de un niño de cinco años.
Vargas le devolvió la sonrisa. Una mueca inerte, de ojos muertos y vacíos.
—Crees que has vencido, ¿verdad? Esa a la que amas es mi hija, Sancho. Piensa en ello cuando te para un hijo. Será mi cara la que veas.
—No sé si sabré distinguirla de la mía. Al fin y al cabo, ahora ambos somos ratas callejeras.
Sancho anticipó el ataque mucho antes de que éste se produjera. En los pies de Vargas, que giraron hacia él. En los ojos de Vargas, que se abrieron mucho ante el insulto. En la espada de Vargas, que le apuntaba mientras el comerciante renqueaba los tres pasos que les separaban. Pero por mucho que lo anticipase, sus brazos ya no le respondían. Sólo tenía una oportunidad.
Cuando la espada cargaba hacia él, Sancho rodó por debajo de su estocada, se puso en pie y golpeó con el hombro en el centro del pecho del viejo. Éste trastabilló hacia la baranda, braceando desesperado en el aire mientras intentaba recobrar el equilibrio. Por un instante se mantuvo quieto, pero luego su peso fue demasiado para la envejecida madera, que se partió. Vargas desapareció en el vacío.
Sancho se asomó y lo vio allí abajo, desmadejado como un muñeco roto. Su cabeza se había estrellado contra la piedra de amolar con un terrible crujido. Los ojos sin vida del comerciante aún mostraban una expresión de tristeza, mientras la sangre y los sesos se desparramaban sobre las monedas, empapaban la piedra y se escurrían hasta el suelo lleno de vísceras y restos.
La pesadilla de Vargas se había cumplido.
E
l tañido comenzó fuerte y sereno para volverse rápido, agudo y alegre. El sonido era inconfundible.
Las campanas de la catedral anunciaban, aquel 23 de abril de 1591, la partida hacia las Indias de la flota. En el Arenal, como siempre, había un ambiente de fiesta y optimismo. Aquel año, debido a la terrible hambruna que habían padecido y a lo largo que se les había hecho el invierno, los sevillanos mostraron una alegría aún más desbordante. Se bebió vino en los toneles que habían arrastrado hasta allí, se cantaron canciones, se hicieron ofrendas de alabanza a Dios y peticiones por el éxito de la expedición. Las putas y los ladrones hicieron buen negocio también.
En mitad de la gozosa muchedumbre, cuatro personas se decían adiós. Habían despedido semanas antes a una quinta, cierto inglés que había partido de regreso a su patria en un barco francés, vía Normandía. Se había ido con los bolsillos llenos y el ánimo dispuesto. Cuando Sancho lo rescató de debajo del cadáver del matón al que había vencido, cubierto de vísceras y sangre, dijo que había jurado a san Jorge que si le sacaba de aquélla no volvería a beber. Y desde aquel día no había vuelto a probar el vino. Muy al contrario, pasaba el día entero enfrascado en sus resmas de papel, escribiendo. Decía que regresaría a Londres e intentaría que se representasen algunas obras que se le habían ocurrido. También pasó mucho tiempo a solas con el comisario, hablando de historias y de gentes.
Sancho y Josué habían empleado aquel tiempo muy provechosamente. Se llevaron las alforjas llenas de centenes hasta la fundición de Dreyer, junto al cadáver del herrero. Lo enterraron allí, junto al mirador de la forja, de manera que cada mañana pudiera ver amanecer, tal y como a él le hubiera gustado. La cruz de la tumba la hicieron de acero, el material del que estaba hecha el alma de aquel hombre que tanto le había dado.
Forjar la cruz fue un desafío para Sancho y un buen entrenamiento para la tarea que quería desempeñar. Las monedas que habían robado estaban marcadas. El rey Felipe se reservaba su uso, y sólo las empleaba como ofrenda para grandes personalidades y otros monarcas. Su valor era además demasiado alto como para gastarlas con normalidad. Si intentaba utilizarlas, los alguaciles le colgarían en la plaza de San Francisco antes de terminar un padrenuestro. Por toda Sevilla corría de boca en boca la leyenda del ladrón que había desvalijado la Casa de la Moneda para luego desvanecerse sin dejar rastro.
Fundir el oro en pequeñas barras manejables fue mucho más difícil de lo que había imaginado. Aunque había visto muchas veces trabajar a Dreyer, e incluso le había ayudado con pequeñas tareas, el herrero nunca le había enseñado los secretos de su oficio, limitándose a la espada. Éstos habían muerto con él, ya que no había dejado libros ni escritos sobre el arte de la forja. Pero Sancho había visto lo suficiente como para intentarlo por su cuenta. Conseguir la temperatura suficiente como para fundir el oro fue sencillo. Ver desaparecer el escudo del rey entre grumos anaranjados supuso para el joven una pequeña satisfacción. Lo complejo fue conseguir verter el metal fundido en los moldes y lograr formas homogéneas. Le costó muchos días y muchas pequeñas cicatrices en los antebrazos, pues al contrario que el hierro, el oro formaba burbujas que explotaban de forma inesperada. Pero lo logró.
El primer joyero al que acudió frunció el ceño al ver aquellas barras desiguales, con forma sospechosamente parecida a la de la espiga de una espada.
—Traer oro de las Indias y fundirlo vos mismo es ilegal —dijo mirando a Sancho por encima de sus anteojos.
—Esto es parte de un candelabro de oro que me legó mi anciano padre. Fundido para mayor facilidad en su transporte. Pero si no os interesa... —dijo Sancho, retirando las barras de encima del mostrador.
—Yo no he dicho eso. Hablemos del precio —se apresuró a responder el otro, tomándole del brazo.
Y así, repitiendo varias veces la misma jugada, Sancho reunió varios miles de escudos. Una cantidad inferior a la que había acuñada en las monedas, pero conseguir más era imposible sin abandonar España. Tal vez algún banquero florentino o genovés hubiese aceptado los centenes sin hacer preguntas, pero Sancho no podía correr el riesgo de un viaje tan largo. Además, necesitaba el dinero cuanto antes.
La mayor parte la puso en una gran bolsa y la llevó hasta cierto lugar donde no había sido feliz. Escalar hasta el cuarto de fray Lorenzo con aquel peso encima fue difícil y peligroso. Depositó la bolsa encima de la mesa en mitad de la madrugada, una hora después de maitines, rezo que el fraile seguía siempre en la capilla junto a los otros monjes. Cuando volvía a escapar en dirección a la ventana, una voz le retuvo.
—Aquí no hay nada que robar, muchacho.
—Ahora sí —dijo el joven, agarrando la cuerda que había usado para subir.
—¡Espera, Sancho!
Éste aguardó, sorprendido.
—Me habéis reconocido.
El fraile se levantó y prendió una vela.
—Siempre supe que volverías, muchacho, aunque me imaginé que sería por la puerta. ¿Qué es eso? —dijo señalando la bolsa que había ahora sobre su escritorio.
—Eso depende de vos, padre.
Fray Lorenzo rozó la bolsa con la mano. Había asombro en sus ojos al reconocer los contornos inconfundibles bajo sus dedos esqueléticos.
—No lo comprendo.
—Quiero decir que en esa bolsa puede haber el fruto del robo y del pecado, o pan para los niños del orfanato durante muchos años. Insisto, depende de vos.
El anciano miró a Sancho con tristeza.
—¿Por qué has venido a esta hora?
—Ahora soy yo quien no os comprende, padre.
—Podrías haber venido mientras estaba en maitines. Hubieras hallado mi cuarto vacío. Lo sabes bien, viviste aquí mucho tiempo.
Sancho se calló, pues el fraile tenía razón. Había esperado ese encuentro, anticipado lo que le diría y cómo se lo diría. Y a la hora de la verdad, seguía teniendo miedo de enfrentarse a él.
—Has venido a restregarme este dinero por el rostro, muchacho. Para ponerme entre la espada y la pared, para tentarme como Satanás tentó a Jesús en el desierto. Para obligarme a elegir.
El joven se encogió de hombros. Era cierto.
—¿Y bien?
—Dios te bendiga, muchacho.
Sancho abrió mucho los ojos. Aquello no se lo esperaba.
—Pero…
—¿Sabes cuántos de mis niños han muerto a causa de la hambruna? ¿Cuántas pequeñas tumbas sobre la tierra helada? Dios me ha mostrado lo equivocado que estaba. El auténtico pecado sería rechazar la ayuda por orgullo o por soberbia, muchacho. Que Cristo me perdone, pero ojalá hubieras pecado antes.
Sancho sonrió y se subió al alféizar de la ventana. Puso los pies a ambos lados de la cuerda.
—Adiós, padre —dijo, y comenzó a bajar.
Estaba a media fachada cuando el fraile se asomó a la ventana.
—¡Espera! —La nuez huesuda del anciano subía y bajaba en su cuello desnudo, mientras se desgañitaba para hacerse oír por encima del gélido viento nocturno—. ¿No quieres saber quién te trajo aquí?
—¡No es necesario! —gritó Sancho a su vez—. Ya le conocí, y me dijo que fui los seis escudos mejor invertidos de su vida.
El fraile sonrió con aprobación y volvió a entrar. Mirando la enorme bolsa de cuero sobre su mesa, él no podía estar más de acuerdo.
Las cuatro figuras del muelle compartieron una última jarra de vino en un bodegón de puntapié. Portaban escaso equipaje, pues preferían forjar su vida desde el principio al otro lado del océano. Josué llevaba sus ropas y algunos libros, pues Sancho le estaba enseñando a leer. Éste había cogido sus armas y los restos del dinero que habían conseguido con la venta de las barras de oro. Una cantidad suficiente como para empezar cualquier aventura.
Clara era la que más cargada iba, con dos enormes cofres que contenían sus tratados de medicina y multitud de frascos repletos de las medicinas con las que pretendía iniciar su nueva consulta. La joven echaría pocas cosas de menos de Sevilla. Había llorado más de lo que creyó posible cuando supo de la muerte de Catalina, pero menos de lo que lo hizo al despedirse de las chicas del Compás. Una semana antes había traído al mundo al hijo de la Juani, la joven prostituta a quien había conocido en su primer día en el burdel. La Juani estaba aterrada, y Clara la comprendió. También para la boticaria se abría una puerta a un mundo nuevo, aunque era feliz. El sueño de su madre de que ella regresase al otro lado del mar, y el suyo propio de ser libre para elegir su propio destino podían ahora fundirse en uno solo.
Por su parte Miguel de Cervantes los miraba con tristeza. Besó a Clara, a quien había conocido en los últimos meses y aprendido a respetar. Estrechó la mano de Josué, que le devolvió un enorme apretón que por poco le arranca el brazo. Y por fin se detuvo ante Sancho.
—He aprendido mucho a vuestro lado, amigo mío. La noche antes de la encerrona que le hicimos a Vargas, Guillermo me habló de cómo terminasteis siendo un ladrón.
Aun después de todo aquel tiempo y de lo que habían pasado juntos, Sancho no pudo evitar ruborizarse al recordar cómo había apuñalado los barriles de vino aquella noche, como si fueran los enemigos imaginarios de su propia vida.
—Es una historia lamentable.
—Bien contada podría ser brillante. Tal vez la escriba algún día y le ponga vuestro nombre al protagonista.
Sancho meneó la cabeza.
—No, por Dios, don Miguel. Al protagonista no. Tal vez a algún secundario de buen corazón.
Miguel le miró y frunció el ceño, hasta que ambos estallaron en una carcajada y se fundieron en un abrazo.
—Gracias, muchacho.
—Me alegro de que al menos hayáis sacado una buena historia de todo esto.
El comisario se separó de él y apartó la mirada por un instante, pestañeando como si el fuerte viento le hubiera metido algo en el ojo. Carraspeó.
—¿Qué hay de vos, Sancho? ¿Habéis descubierto cuál es la materia de los sueños?
—Maese Guillermo creía en la tinta que da forma a las historias. Yo en el oro que da los medios para realizarlas. Y vos en la esperanza que nos lleva a cumplirlas.
Sancho se volvió hacia Clara, que le dedicó una sonrisa suave y seductora, y una mirada tan cristalina y brillante como la mañana. Cuando se volvió de nuevo hacia Miguel, el joven parecía estar ya a miles de leguas de distancia.
—¿Y bien? ¿Cuál es la respuesta?
—¿Por qué no las tres, don Miguel? —respondió Sancho. Luego se volvió para besar la mano de Clara—. ¿Por qué no ésta?
Miguel permaneció aún mucho rato en el muelle de Sevilla, contemplando cómo el galeón se iba alejando Betis abajo. El pelo color medianoche de Clara se agitaba por encima de la borda donde los tres le decían adiós, mecido por el viento que impulsaba la flota del rey hacia el Nuevo Mundo. Miguel se dejó llevar por una extraña melancolía, deseando ocupar el lugar del joven al que había salvado de la muerte, al que había acabado debiendo más que la propia vida y al que tanto iba a echar de menos. Cuando la última vela se ocultó tras el recodo del río, el comisario se permitió por fin una única lágrima que quedó brillando en su rostro curtido y enjuto.
«Oro, tinta y esperanza. No es mala combinación —pensaba Miguel, mientras llevaba su caballo entre la muchedumbre, cogido por el ronzal. Cruzó el Puente de Barcas, montó y picó espuela, rumbo de nuevo a su tarea—. No es mala en absoluto.»