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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (8 page)

BOOK: La invención de Hugo Cabret
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—Y ahora deme mi cuaderno.

El viejo tosió y se llevó una mano al bolsillo. Cuando la sacó, en ella había algo de calderilla.

—Ve a comprarme un cruasán y un café. Espero que no pretendas robar mi dinero como hiciste con mis juguetes.

Hugo cogió las monedas alegremente y volvió al poco con dos cruasanes y dos cafés. Los dos comieron y bebieron en silencio.

Cuando terminaron, el viejo se levantó del banco en el que estaban sentados, entró en la tienda, rebuscó tras el mostrador y sacó los restos aplastados del ratoncito azul de cuerda que Hugo había intentado robar el día en que lo sorprendió.

—Arréglalo —dijo, esparciendo las retorcidas piezas por el mostrador.

Hugo lo miró atónito.

—He dicho que lo arregles —insistió el hombre.

—Necesito mis herramientas.

El viejo juguetero sacó una caja de lata llena de minúsculos destornilladores; alicates, limas y martillitos de bronce.

—Usa estas.

Hugo vaciló solo un instante, y luego se puso manos a la obra.

El ratón correteó ruidosamente por el mostrador.

—Veo que no me he equivocado al juzgarte —dijo el viejo—. Parece que tienes cierto talento. Y ahora, dime: ¿por qué has vuelto? ¿Estás dispuesto a hablarme sobre los dibujos de tu cuaderno?

—Démelo primero —respondió Hugo.

El viejo suspiró.

—No voy a decirte si lo he quemado o no; pero, si no lo hubiera hecho, solo habría una posibilidad de que te lo devolviera. Los mocosos como tú valen aún menos que los andrajos que llevan puestos. Sin embargo, casi todos los mocosos como tú habrían desaparecido sin dejar rastro. Además, hay pocos con la habilidad que tú tienes para arreglar artefactos mecánicos. Tal vez seas capaz de demostrarme que eres algo más que un ladronzuelo; tal vez puedas ganarte tu cuaderno. Pero recuerda que esto es una apuesta, y tú estás jugándote tu tiempo. Puede que trabajes para mí durante meses y meses para acabar descubriendo que no estabas en lo cierto, y que tu cuaderno ya no existe. Es una posibilidad que debes tener en cuenta, un riesgo que tendrás que correr.

El juguetero miró a Hugo fijamente y continuó hablando.

—Vendrás aquí todos los días. Yo decidiré cuánto tiempo deberás trabajar para compensarme por todos los juguetes que me robaste, y también decidiré cuándo es el momento adecuado para devolverte el cuaderno… si es que no lo he quemado, claro. ¿Lo entiendes?

—Pero es que tengo que trabajar —protestó Hugo.

El viejo soltó una carcajada.

—Robar no es un trabajo, niño.

—Yo trabajo en otra cosa. Sin embargo, vendré siempre que pueda.

—Empiezas mañana.

Hugo echó a correr por el vestíbulo desierto, procurando no hacer ruido con las suelas de los zapatos.

No es que fuera un plan perfecto, pero al menos era un comienzo.

8

Cartas

A
L DÍA SIGUIENTE,
tras su ronda matinal de revisiones, Hugo se presentó en la juguetería dispuesto a trabajar. Le daba la impresión de que las ruedas y engranajes de su cabeza se movían en direcciones opuestas: tan pronto se esperanzaba pensando que iba a recuperar su cuaderno, como se ponía furioso con el viejo. Aun así, cumplió con todas sus tareas. Barrió el suelo de la tienda y ordenó las cajitas que se alineaban tras el mostrador. Desenredó los cables de los móviles de pájaros y repintó los juguetes que tenían melladuras en el esmalte. También arregló los animales mecánicos que habían dejado de funcionar.

Se encontró rodeado de piezas mecánicas, más de las que jamás hubiera podido imaginar. Mirara donde mirara, encontraba botes llenos de piececitas metálicas, resortes minúsculos, engranajes, muelles, tuercas, tomillos y trocitos de hojalata de colores. Sabía que no debía robar nada más, pero aquella abundancia resultaba demasiado tentadora. Si lograba recuperar su cuaderno, iba a necesitar muchas más piezas de las que tenía.

Finalmente, al tiempo que manoseaba con nerviosismo los botones de su chaqueta, se guardó discretamente las piececitas que más necesarias le parecieron.

Mientras Hugo trabajaba, el viejo se dedicaba a jugar a las cartas. El padre de Hugo le había enseñado a hacer solitarios años atrás, y a menudo hacía trucos de cartas para entretenerle. El niño llevaba mucho tiempo sin acordarse de ello, pero al ver cómo jugaba el viejo se quedó cautivado por las cosas que hacía. Este no se limitaba a barajar las cartas: formaba un abanico con ellas, les daba la vuelta y las hacía saltar formando un puente que pasaba de una mano a otra con rapidez vertiginosa. Sabía cortar la baraja con una sola mano y hacer que apareciera un segundo abanico de cartas tras el primero. Hasta hizo que una carta flotara sobre el mostrador y se volviera a posar sola. Hugo se preguntó cómo podría un hombre tan viejo hacer unas cosas tan asombrosas.

Al día siguiente, Hugo fue a la juguetería con su baraja guardada en un bolsillo. Cuando ya casi había terminado todas sus tareas, se acercó con actitud decidida al viejo juguetero y dejó la baraja ante él.

—Enséñeme cómo hace esas cosas con las cartas.

—¿Cómo hago qué? ¿Los solitarios?

—No, cómo logra hacer abanicos usando una sola mano, y cómo hace que las cartas floten.

—¡No me digas que he hecho todas esas cosas! —exclamó el viejo—. Habrá sido sin darme cuenta. Y ahora, sigue trabajando antes de que pierda la paciencia.

Hugo no se movió ni un ápice.

El viejo titubeó. Giró un poco la cabeza y, mirando a Hugo de reojo, agarró su baraja y la extendió en abanico como había hecho antes. Después hizo que las cartas bailaran, se pusieran verticales y flotaran.

Hugo lo observó todo obnubilado hasta que la voz del viejo juguetero lo sacó de su trance.

—Hala, ya está bien. Ponte a trabajar.

Sin embargo, durante el resto de la jornada, Hugo siguió observando de vez en cuando al viejo, que seguía haciendo cosas increíbles con las cartas. A veces sus miradas se encontraban, y entonces Hugo tenía la impresión de que, en el fondo, el otro, quería que viera todo lo que estaba haciendo. Era como una representación solo para él.

Al fin, el viejo se quedó dormido sobre el mostrador, como de costumbre, y Hugo sintió un golpecito en el hombro. Era la niña, que lo observaba con un libro rojo bajo el brazo. Cuando iba a saludarla, ella se llevó el índice a los labios.

—Ve a la librería dentro de diez minutos —le susurró—. Papá Georges no quiere que esté aquí.

La niña echó a andar rápidamente esquivando bancos y columnas, y pronto se perdió de vista por el vestíbulo.

—Ya he empezado a buscar tu cuaderno —dijo cuando Hugo entró en la librería.

—No quiero que mires lo que pone.

—Si lo encuentro, creo que debería tener derecho a hojearlo, al menos.

—Pues entonces no lo busques —repuso Hugo fulminándola con la mirada.

—¿Por qué eres tan mezquino? Yo solo trato de ayudarte.

Hugo pestañeó. Nunca se le había ocurrido calificarse a sí mismo de mezquino. El viejo juguetero era mezquino, sin duda, ¿pero él? No, él no tenía más remedio qué comportarse así. Estaba obligado a guardar sus secretos, pero no podía explicarle todo aquello a la niña.

Ella esperaba con los brazos en jarras, mirándolo con una expresión que Hugo no supo identificar. Parecía muy adulta, y como si estuviera decepcionada con él; por un instante, Hugo notó con sorpresa que el corazón se le encogía. Apartó la vista de la niña y se metió las manos en los bolsillos.

—Prométeme que no lo abrirás —insistió.

—Como quieras —respondió ella en tono agrio—. Pero si cae al suelo y se abre, no pienso cerrar los ojos al recogerlo —añadió luego, más suavemente.

En aquel momento volvió a sonar la campanilla y un joven entró en la librería.

—¡Etienne! —exclamó la niña.

—Hola, Isabelle —respondió él.

«Así que se llama Isabelle», pensó Hugo.

—¡Cuánto tiempo sin verte, Isabelle! ¿Qué tal van las cosas en la juguetería?

—Bien —respondió ella, mientras extendía el brazo para señalar a Hugo—. Te presento a mi amigo…

—Hugo.

Etienne sonrió y le chocó los cinco.

—Etienne trabaja en el cine que hay cerca de mi casa, ¿sabes? Siempre me deja pasar sin entrada; a papá Georges no le gusta que vaya al cine.

—Cuando conozco a alguien que disfruta tanto de las películas, me da mucha pena que no pueda verlas. No lo puedo evitar. ¿A ti te gustan, Hugo?

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