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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (7 page)

BOOK: La invención de Hugo Cabret
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Hugo pensó que solo tenía que recuperar el cuaderno para terminar su tarea y leer el mensaje de su padre.

6

Ceniza

E
STABA ROMPIENDO EL DÍA
. El viejo juguetero acababa de abrir su tienda cuando Hugo se acercó por el vestíbulo.

—Estaba seguro de que vendrías hoy —dijo volviéndose hacia él.

Se metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo con las esquinas atadas y se lo ofreció. Hugo abrió los ojos de par en par, esperanzado; pero en cuanto cogió el pañuelo comprendió lo que le había entregado el viejo.

Mientras desataba los cabos se le formó un nudo en la garganta, y las lágrimas se le agolparon en los ojos.

Hugo palpó las cenizas y dejó caer el pañuelo que las contenía. Se tambaleó: todos sus planes, todos sus sueños se habían deshecho como aquel puñado de ceniza. De improviso se abalanzó sobre el viejo, pero él fue más rápido y le agarró los brazos para detenerle.

—¿Por qué te importa tanto ese cuaderno? —preguntó mientras sacudía a Hugo—. ¿Por qué no quierés decírmelo?

Hugo se echó a llorar y, mientras se debatía para desasirse de las manos del hombre, se dio cuenta de algo extraño: también él parecía tener lágrimas en los ojos. Hugo se preguntó por qué estaría llorando el viejo juguetero.

—Vete —susurró este, soltándolo—. Márchate de aquí, por favor. Ya ha acabado todo.

Hugo se enjugó las lágrimas con una mano llena de ceniza que le dejó la cara surcada de churretes negruzcos. Luego se dio la vuelta en redondo y echó a correr.

Estaba exhausto, pero tenía que revisar los relojes. Por un momento consideró la posibilidad de rendirse: dado que ya no podría conocer el mensaje del autómata, tal vez fuera más fácil ir al despacho del inspector para pedirle que lo enviara al orfanato. Al menos, así no tendría que robar más comida ni preocuparse por los relojes. Sin embargo, la idea de perder de vista al hombre mecánico se le hacía insoportable. Había acabado por quererlo; se sentía responsable de él. Aunque no funcionara, prefería quedarse en la estación para tenerlo cerca.

Hugo se puso manos a la obra. Sin embargo, por más que intentaba pensar en otras cosas, la imagen del pañuelo lleno de cenizas volvía a su mente una y otra vez. Estaba furioso con el viejo, y la mentira que le había dicho la niña le parecía imperdonable.

Al final de la jornada, Hugo posó en el suelo su cubo de herramientas y se sentó junto al reloj que acababa de revisar. Metió su reloj ferroviario en el cubo, apoyó la barbilla en las rodillas y se tapó la cara con las manos.

Estaba tan cansado que se adormeció durante un momento, arrullado por el ritmo del reloj; pero en seguida empezó a soñar con incendios y se despertó sobresaltado.

Envuelto en una sensación de melancólica frustración, Hugo dio por terminado su trabajo y se retiró a su cuarto para tratar de dormir. Pero la cabeza no dejaba de darle vueltas, así que sacó un trozo de papel y un lápiz de una caja que había junto a la cama y se puso a dibujar relojes y engranajes, máquinas imaginarias y magos subidos a escenarios de teatro. Dibujó el autómata una y otra vez, y no dejó de dibujar hasta que no se calmó el torbellino de su mente. Luego metió los bocetos bajo su cama, donde ya había un montón, y se tumbó vestido sobre el colchón.

Cuando amaneció, Hugo recordó que los relojes estaban esperándolo como todos los días.

Al terminar de revisarlos, se lavó la cara y las manos en la jofaina de su cuarto. Estaba sediento, y lo que más le apetecía en el mundo era beber un poco de café caliente. Como era imposible robar una taza de café, Hugo rebuscó en sus botes y al fin logró reunir algunas monedas.

Se dirigió a la cantina y se sentó a una mesa para saborear el café. Procuraba comprar todo lo que comía o bebía con la calderilla que encontraba por el suelo, y trataba de no robar nada que sus dueños pudieran necesitar. Sisaba ropa de la sección de objetos perdidos, y rebuscaba en las papeleras en busca de mendrugos de pan duro. A veces se permitía robar alguna botella de leche o algún bollo de los que dejaban los repartidores junto a la cantina todas las mañanas antes del amanecer, como le había enseñado a hacer su tío. Evidentemente, los juguetes eran la excepción a las reglas que se había impuesto.

El café estaba demasiado caliente, y mientras Hugo esperaba a que se enfriara, se dedicó a observar la cavernosa estación y la multitud de viajeros que se apresuraban para llegar a un millar de sitios diferentes. Cuando observaba la estación desde arriba, solía pensar que los viajeros parecían los engranajes de una compleja maquinaria.

Pero de cerca, en medio del bullicio, todo parecía caótico y disperso.

Cuando volvió a agarrar la taza, vio que sobre la mesa había aparecido un papel doblado. Miró a su alrededor, pero no había nadie cerca que pudiera haberlo dejado allí. Hugo desdobló la hoja lentamente.

Decía así:
Te veré en la librería que hay al otro lado de la estación.

Nada más.

Pero entonces dio la vuelta al papel y vio otra frase escrita:
Las cenizas no eran de tu cuaderno.

7

Secretos

H
UGO NUNCA HABÍA ENTRADO
en la librería, pero sabía perfectamente dónde estaba; conocía la estación como la palma de su mano. Enfrente de la cantina, junto a la sala de espera principal, había siempre dos mesas de madera cubiertas de libros que flanqueaban una puerta con el siguiente rótulo:

R. LABISSE
LIBROS NUEVOS Y DE OCASIÓN

Cuando abrió la puerta, en el interior de la librería repiqueteó una campanilla. Hugo empezó a sobar los botones de su chaqueta para tranquilizarse, y uno de ellos se desprendió. Se lo metió en el bolsillo y siguió manoseándolo. El corazón le latía con fuerza.

La librería olía a papel viejo, polvo y canela. Aquel olor le recordó al colegio, y de improviso le vino a la cabeza un agradable recuerdo de su vida anterior, una imagen de Antoine y Louis, los mejores amigos que había tenido en la escuela. Los dos eran muy morenos y a menudo jugaban a decir que eran hermanos. Hugo llevaba mucho tiempo sin acordarse de ellos. Antoine, el más alto de los dos, había apodado a Hugo «Tictac» porque siempre llevaba algún reloj en los bolsillos. Hugo se preguntó qué habría sido de ellos. ¿Seguirían jugando a ser hermanos? ¿Lo echarían de menos?

Hugo recordó también las increíbles historias de Julio Verne que su padre le leía muchas noches. Otras veces le leía cuentos de hadas de su autor favorito, Hans Christian Andersen. Echaba mucho de menos aquellas lecturas.

Tras el mostrador de la librería, entre dos pilas de tomos de enciclopedia, asomaba el librero. Hugo miró a su alrededor. Al principio no distinguió a nadie más, pero en seguida vio cómo la niña aparecía entre los montones de libros como una sirena emergiendo de un mar de papel. La niña cerró el volumen que tenía entre las manos y le indicó con un ademán que se acercara a ella.

—Papá Georges no ha quemado tu cuaderno.

—¿Cómo puedo saber que me dices la verdad? Me mentiste el otro día.

—No te mentí. Papá Georges ha hecho trampa.

—¿Por qué me cuentas esto? ¿Por qué me quieres ayudar?

La niña se quedó pensativa un momento.

—Porque quiero ver lo que hay en tu cuaderno —dijo luego.

—No puedes. Es secreto.

—Mejor, me gustan los secretos.

Hugo pensó que aquella niña era desconcertante. Ella se volvió hacia el fondo de la tienda para hablar con el librero.

—Señor Labisse, si no le importa, me llevo el libro de fotografía. Se lo devolveré pronto.

—Sí, sí, de acuerdo —respondió él con aire ausente, mientras la niña salía de la librería sin volverse para mirar a Hugo.

Una parte de Hugo desconfiaba de la niña: podía estar engañándolo. Pero como no tenía nada que perder, se encaminó a la juguetería y esperó a que el viejo terminara de atender a unos clientes. Las ruedas y engranajes de su cabeza giraban desenfrenadamente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el viejo juguetero.

Hugo inspiró profundamente antes de contestar.

—No creo que haya quemado usted mi cuaderno.

—¿Ah, no? —repuso el viejo.

Parecía sorprendido, y reflexionó durante unos segundos antes de seguir hablando.

—¿Y a mí qué? —dijo luego—. Tal vez estés en lo cierto; puede que esas cenizas no fueran los restos de tu cuaderno, pero eso es algo que nunca sabrás.

Hugo se acercó muy lentamente al mostrador.

El viejo ordenó tranquilamente los juguetes que tenía esparcidos por la encimera y retomó el hilo.

—Has hecho mal en volver aquí, Hugo Cabret. Márchate ahora mismo.

Pero más tarde, tras reflexionar en la soledad de su habitación y en los estrechos corredores que conducían a los relojes, Hugo se convenció de que tenía que seguir intentándolo. Al día siguiente volvió a la juguetería, y al otro también. El montoncito de dibujos que guardaba bajo la cama crecía cada noche.

Al tercer día, el viejo juguetero salió de su tienda enarbolando una escoba. Hugo se estremeció, convencido de que iba a golpearlo. Pero en vez de hacerlo, el juguetero le ofreció el palo.

—Sé útil, al menos —le dijo.

Hugo agarró la escoba y se puso a barrer el trozo de vestíbulo que había frente a la juguetería.

El viejo lo observó atentamente.

Cuando Hugo terminó, le devolvió la escoba.

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