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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (6 page)

BOOK: La invención de Hugo Cabret
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El padre de Hugo se acercó a un bulto cubierto por una mugrienta tela blanca, lo destapó… y allí estaba el hombre mecánico. Al verlo, Hugo tuvo la clara conciencia de que nunca olvidaría aquel momento. Sus mecanismos eran tan intrincados, tan complejos, que se mareó solo de mirarlos. A pesar del estado de deterioro en el que se encontraba, era un objeto muy bello.

—¿Por qué no lo arreglas, papá? —susurró Hugo—. ¿No quieres averiguar lo que escribe? Podríamos darle cuerda y leer su mensaje.

—Ni siquiera sé si voy a tener tiempo de arreglar todos los relojes rotos que tengo en el taller y el museo, hijo.

Sin embargo, el padre de Hugo debió de reflexionar sobre el autómata mientras trabajaba en su taller.

Pronto, el padre de Hugo tenía varios cuadernos llenos de bocetos del autómata. Lo había desarmado con mucha precaución, había trazado dibujos detallados de cada una de sus partes, había limpiado todas las piezas y las había vuelto a ensamblar pacientemente. En el siguiente cumpleaños de Hugo, su padre le llevó a ver una película como hacía todos los años, y luego le entregó uno de los cuadernos como regalo.

Para entonces, el padre de Hugo ya estaba obsesionado con la idea de reparar el autómata. Llevó a su hijo al museo unas cuantas veces más para explicarle cómo funcionaban sus mecanismos; tanto Hugo como él estaban convencidos de que tenía arreglo, y a menudo especulaban sobre lo que podría escribir cuando funcionara. Los dos empezaron a considerar al autómata como un animal herido que había que cuidar para que se restableciera.

Una noche, el viejo vigilante del museo olvidó que el padre de Hugo estaba en el desván y echó la llave de la puerta principal, dejándolo encerrado dentro.

Hugo nunca llegó a saber exactamente lo que ocurrió a continuación.

Nadie sabía por qué había empezado el incendio, pero lo cierto es que arrasó el edificio del museo en cuestión de minutos.

Hugo estuvo toda la noche despierto, esperando el regreso de su padre. Nunca había llegado tan tarde. Pero cuando la puerta de su casa se abrió por la mañana, quien apareció en el umbral no fue su progenitor.

Era su tío Claude.

—Recoge tus cosas y mételas en una maleta. Date prisa, sobrino —dijo su tío. El aliento le apestaba a alcohol, como de costumbre. Con una mano se quitó sus pequeños anteojos de montura de alambre mientras con la otra se secaba los ojos inyectados en sangre—. Tu padre ha muerto. Yo soy el único familiar que te queda, así que te acogeré en mi casa.

Hugo, que no había dormido en toda la noche, apenas comprendió las palabras de su tío. La cabeza le palpitaba al ritmo de los latidos de su corazón, como el tictac de un reloj. Atontado, como en un trance, Hugo metió toda la ropa que tenía en una pequeña maleta y guardó en una bolsa algunas herramientas y una baraja. Luego se metió el pequeño cuaderno de cartón que le había regalado su padre en el bolsillo del pantalón.

Mientras recorrían las heladas calles de la ciudad, su tío le habló del incendio y de la puerta que el vigilante había cerrado por error. A Hugo le hubiera gustado desplomarse allí mismo, tumbarse en la acera y desaparecer. ¡Todo había ocurrido por su culpa! Le había pedido a su padre que arreglara aquel artilugio, y su padre había muerto por hacerle caso.

Su tío seguía hablando mientras caminaban.

—Serás mi aprendiz —le oyó decir vagamente—. Vivirás en la estación conmigo, y yo te enseñaré cómo cuidar de los relojes. Serás aprendiz de relojero; es un buen oficio para un chico como tú. Además, me estoy haciendo demasiado viejo para colarme por esos pasadizos.

En la neblina que inundaba la mente de Hugo flotaban un millón de preguntas, pero solo se atrevió a hacer una:

—¿Y la escuela…?

Tenía la mano en el bolsillo del cuaderno, y sin darse cuenta había empezado a frotarlo con el índice.

—Ah, sobrino, eres un chico con suerte —respondió su tío con una carcajada—. La escuela se acabó: no te quedará tiempo para ir cuando te hagas cargo de los relojes de la estación. En realidad, deberías agradecérmelo —añadió tío Claude, dándole una palmada a Hugo en la espalda—. Provienes de una larga estirpe dedicada a la cronometría; tu padre estaría orgulloso de ti. Venga, date prisa.

El tío Claude carraspeó, se sacó una petaca plateada del bolsillo y dio un trago.

El taller del padre de Hugo tenía un rótulo que ponía «Especialista en cronometría». Hugo sabía que la cronometría era la ciencia de medir el tiempo con los relojes, y siempre había pensado que acabaría por convertirse en relojero como su padre. Pero cuando su padre descubrió el autómata, Hugo cambió de opinión: prefería ser mago.

En aquel momento, por la cabeza de Hugo cruzó la idea de escapar corriendo de su tío. Pero este le agarró del cuello de la chaqueta como si le hubiera leído los pensamientos, y no lo dejó ir hasta que no llegaron a la estación.

Y así, Hugo comenzó a pasarse los días envuelto en la penumbra de los corredores, cuidando de los relojes. A menudo imaginaba que tenía el cráneo lleno de ruedas y engranajes, y sentía una extraña conexión con todos los mecanismos que tocaba. Le apasionaba aprender cómo funcionaban los relojes de la estación, y sentía cierta satisfacción al escabullirse por el interior de las paredes para reparar los relojes sin que nadie lo viera. Pero su tío apenas le daba comida, le gritaba a menudo, le golpeaba los nudillos cuando había algo mal y lo obligaba a dormir en el suelo.

Su tío también le enseñó a robar comida. A Hugo le repugnaba hacerlo, pero en ocasiones era la única forma de conseguir algo que llevarse a la boca. Casi todas las noches lloraba hasta quedarse dormido, y cuando el sueño lo rendía, soñaba con incendios y relojes rotos.

Pronto, su tío empezó a ausentarse durante ratos largos, dejando que Hugo se hiciera cargo de los dos repasos diarios que había que dar a los relojes de la estación. A veces no volvía hasta bien entrada la noche; y un día, simplemente no volvió.

A Hugo le daba miedo que su tío lo persiguiera si se marchaba, pero una noche —la tercera que su tío pasaba fuera— decidió escapar. Metió todas sus posesiones en la maleta y salió corriendo de la estación; estaba cansado y hambriento, y no sabía adónde ir. Se internó por las callejuelas del centro de la ciudad dando vueltas al azar, aterrorizado por la idea de que tal vez muriera de frío si no encontraba algún refugio. Caminaba con la cabeza gacha para protegerse del viento helado, y así, le sorprendió encontrarse de pronto frente a las ruinas carbonizadas del museo. Lo único que quedaba en pie era una tiznada pared de ladrillo, salpicada de ventanas que solo mostraban la negrura del cielo. La policía había cercado el lugar con una valla de madera, pero aún no habían empezado a despejar el solar. Delante de la fachada había un enorme montón de vigas retorcidas, tablas quemadas y ladrillos rotos. Pero en medio de los escombros Hugo vislumbró un brillo que le llamó la atención.

El autómata yacía entre los restos del edificio como si quisiera acusar a Hugo, recordarle que todo lo que tenía en la vida había desaparecido. Hugo se sentó y lo miró fijamente.

Así estuvo largo rato.

A lo lejos ladraba algún perro, y el rumor de los barrenderos rompía de cuando en cuando el silencio de la noche. Hugo reflexionó: no sabía adónde ir ni qué hacer. No le quedaba nadie en el mundo. Hasta el autómata había muerto.

Volvió a agarrar su maleta y echó a andar. Sin embargo, no podía evitar volver la mirada atrás; algo en su interior le impedía dejar allí el autómata. Su padre había pasado muchas horas arreglándolo, y ahora le pertenecía a él. Hugo inspiró profundamente, dio la vuelta, se acercó al montón de escombros y escarbó un poco. El autómata pesaba mucho y se había partido en varios trozos, pero Hugo cargó con ellos y se encaminó hacia la estación a pesar del temor que le inspiraba aquel lugar. No se le ocurría otro sitio al qué acudir.

Fue un trayecto muy difícil, porque Hugo no solo tenía que cargar con la maleta, sino también con los ennegrecidos fragmentos del autómata. Le dolían los brazos y la espalda, y ni siquiera sabía qué iba a hacer con todo aquello cuando llegara a la habitación en la que vivía.

Era muy tarde, lo que le permitió colarse por una de las rejillas de ventilación sin que nadie lo viera. Una vez dentro de la pared, tuvo que hacer varios viajes para transportar toda su carga hasta la habitación. Al acabar tenía las manos llenas de profundos rasguños y los brazos entumecidos. Dejó los pedazos del autómata en el suelo, llevó a la diminuta cocina la jofaina que había junto a su camastro, la llenó de agua en el fregadero resquebrajado y se lavó las manos. Luego observó los retorcidos trozos de metal que había traído consigo, pensando que era una suerte que su tío no hubiera vuelto aún.

«Arréglalo».

Hugo dio un respingo; hubiera jurado que una vocecilla acababa de susurrarle aquella palabra al oído. Miró a su alrededor esperando ver a su tío, pero en la estancia no había nadie más que él. Reflexionó: no sabía si la voz habría sonado dentro de su propia cabeza o si habría sido un fantasma, pero la había oído claramente. «Arréglalo».

Observó el autómata, pensando que nunca sería capaz de repararlo. Estaba aún más deteriorado que antes. Sin embargo, aún tenía el cuaderno que le había dado su padre. Tal vez pudiera utilizar los dibujos como guía para reconstruir las partes que faltaban.

El sentimiento de que debía intentarlo se hacía más y más fuerte. Si lo lograba, al menos dejaría de estar tan solo.

Hugo era consciente del peligro que entrañaba quedarse en la estación. Su tío podía volver; además, si el inspector de la estación se enteraba de que vivía allí solo, lo encerraría en la jaula de su despacho y luego lo mandaría al orfanato. Si eso ocurría, estaba seguro de que el autómata acabaría destrozado o en el basurero.

Hugo se dio cuenta en seguida de que tenía que hacer como si su tío siguiera viviendo allí. Se dedicó a cuidar de los relojes para que funcionaran con total precisión, y cuando llegaban a la oficina de personal los cheques de las pagas, se colaba sin que lo viera nadie para retirar el de su tío (aunque no sabía cómo cobrar el dinero). Ante todo, procuraba ser invisible.

Desde entonces habían pasado tres meses. Hugo rozó con las yemas de los dedos el brazo del autómata y observó su rostro. Había estudiado con mucha atención los dibujos de su padre, y había logrado grandes progresos en la restauración del autómata. También le había repintado las facciones, que ahora mostraban una expresión muy extraña. Le recordaba a la cara que ponía su padre cuando parecía estar pensando en tres cosas a la vez. La mano recién barnizada del autómata estaba suspendida sobre la mesa como al principio, a la espera de agarrar la pluma que Hugo tenía que fabricarle.

Hugo había pensado mucho en lo que podría escribir el autómata una vez arreglado. Cuanto más avanzaba en su restauración, más le obsesionaba una idea; sabía que era una locura, pero no podía sacársela de la cabeza. Estaba convencido de que lo que apareciese allí escrito resolvería todas las preguntas que tenía pendientes y le revelaría qué hacer ahora que se había quedado solo. Aquella nota iba a salvarle la vida, estaba seguro de ello.

Siempre que pensaba en la nota del autómata, se la imaginaba escrita con la letra de su padre. Tal vez su padre, mientras lo reparaba en el desván del museo, hubiera alterado sus menudos mecanismos para hacerle escribir algo diferente, algo destinado únicamente a Hugo. No era una idea tan descabellada, al fin y al cabo.

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