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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (26 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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El Licenciado se encerró en su gabinete, e hizo llamar a Diego de Robledo, quien acudió inmediatamente. Refiriole aquél, punto por punto, la conversación que acababa de tener con doña Beatriz, con lo que tuvo no poca sorpresa el Secretario. Reflexionó detenidamente, y dijo:

—Es necesario encontrar algún arbitrio, cualquiera que sea, para que vos quedéis con la gobernación.

—¿Y cuál puede ser ese?, preguntó el Licenciado.

Robledo, volvió a quedarse pensativo durante un breve rato, y de repente, como quien halla la solución de un enmarañado problema, exclamó:

—¡Ahí está! ¡ya lo encontré! Proponed a doña Beatriz una transacción que satisfará su amor propio y conciliará sus proyectos con la necesidad de que vos continuéis gobernando.

—Explicaos, dijo don Francisco con impaciencia.

—Convenid, dijo Robledo, en que sea ella nombrada, y proponedle que enseguida manifieste que no pudiendo por su sexo y situación actual ejercer personalmente tan grave y delicado cargo, os nombra su Teniente, para que vos gobernéis en su nombre, reservándose, si lo exige, algunas atribuciones insignificantes.

—Bien pensado me parece, contestó don Francisco, pero ¿creéis que consentirá?

—Pienso que sí. Quizá es más la vanidad que el deseo de mandar personalmente la que induce a vuestra hermana a desear el nombramiento. La idea de que como Teniente suyo, le estaréis en cierto modo sometido, y de que en todo caso podrá recobrar el mando cuando lo juzgue conveniente, la halagará y la hará prestarse.

—¿Y luego?

—Y luego, dijo Robledo, veremos. El tiempo dará de sí y no faltará cómo hacer que vos y sólo vos gobernéis siempre. Lo que importa es salir del apuro de momento. Para lo futuro, debéis contar con lo que yo podré hacer, y sobre todo, con lo imprevisto.

Si el Licenciado de la Cueva hubiese sido un hombre observador y más práctico en el conocimiento del corazón humano que en las leyes, habría apinado todo lo que había de audacia y de perversidad en las últimas palabras pronunciadas por el Secretario, que hemos cuidado de subrayar. Pero no pareció comprender su alcance, y contestó a Robledo:

—La idea me parece excelente, amigo mío, y hace honor a vuestra perspicacia. Voy a conferenciar sin pérdida de tiempo con doña Beatriz. Diciendo esto, don Francisco se dirigió al aposento donde estaba retraída la viuda.

El Licenciado, con toda la diplomacia de que era capaz, propuso el proyecto a doña Beatriz, como una idea que lo acababa de ocurrir y allanaría toda dificultad. Escuchole la viuda del Adelantado con la mayor atención, y le dijo:

—Vuestro pensamiento, hermano mío, es de un hombre juicioso y discreto. Mi principal intento es, como ya os lo he dicho, hacer ver al Virrey de México que él no puede dar órdenes al Ayuntamiento de Guatemala, lo que se obtiene, desde luego, con mi nombramiento. Después, gobernad vos, como Dios os lo dé a entender, poniendo coto desde luego a los desmanes de nuestros enemigos, consultándome todos, todos, ¿lo entendéis? todos los casos graves, y reservándome yo exclusivamente un solo punto.

—¿Y cuál es ese punto que os reserváis?, preguntó con timidez el Licenciado.

—Los repartimientos de indios, contestó la Señora—. Era precisamente la prerrogativa más importante y delicada que tenían los gobernadores en aquellos tiempos. Así, don Francisco vio que su autoridad quedaría privada de su principal atribución y casi estuvo a punto de rehusar el arreglo. Pero recordó las últimas palabras de Robledo, y dijo a doña Beatriz:

—Bien; se hará lo que gustéis. Mi único deseo es complaceros; y se retiró, para ir a comunicar al Secretario el resultado de la conferencia.

Capítulo XXII

NTES
de referir lo que ocurrió acerca de la elección de la persona que debía suceder al Adelantado en el gobierno del Reino, diremos dos palabras respecto a uno de los principales personajes de nuestra historia, a quien perdimos de vista en los últimos capítulos, don Pedro de Portocarrero.

Después de la escena que tuvo lugar en el parque del Palacio, el pobre caballero se encerró en su casa, sucediendo el abatimiento más profundo a la violenta agitación que le causó la reconvención amarga que encerraba la pregunta que le dirigió doña Leonor respecto al relicario. Ni la noticia de la muerte desgraciada del Adelantado, a quien tanto amaba, pudo sacar a Portocarrero del estupor en que quedó después de aquella conversación, abrumada su alma bajo el peso de su propio infortunio. Así, don Pedro no volvió a salir a la calle y sus fuerzas, muy agotadas ya, iban extinguiéndose cada día más. Nada sabía de las intrigas que algunos hombres, ambiciosos de honores y de mando y una mujer tan ambiciosa como los hombres, ponían en juego para obtener lo que el alma de Portocarrero habría visto seguramente con desdén y tedio.

Pero no era ese el modo de considerar las cosas que tenían otros personajes de la ciudad. Así, vieron acercarse con zozobra y con la más viva inquietud el momento en que iba a decidirse aquella cuestión grave. El día 9 de setiembre de 1541, a las ocho de la mañana, después de haber asistido a misa de Espíritu Santo, reuniéronse los Magníficos Señores del Cabildo, como se titulaban, y el Prelado diocesano, en sesión secreta, y conferenciaron detenidamente, antes de proceder al nombramiento del Gobernador. La sesión fue larga y acalorada. Discutiose el mérito de los candidatos, expusiéronse las razones de conveniencia pública en que cada cual apoyaba su parecer, y habiéndose procedido a la elección, resultó nombrada Gobernadora, por todos los votos, menos uno, la señora doña Beatriz de la Cueva, viuda del Adelantado. El Alcalde 1.º, Gonzalo Ortiz, fue el único de opinión contraria a aquel nombramiento, ofreciendo exponer sus razones por escrito, lo cual no llegó a verificar jamás, quedando en la célebre acta de aquella sesión una hoja en blanco, que estaba destinada a hacer constar el parecer del Alcalde.

Concluido el acto, el Cabildo y el Prelado se dirigieron al Palacio de doña Beatriz, que espera ya, sin duda, a la ilustre corporación. El salón Principal estaba todo colgado de negro, o iluminado con la luz de treinta o cuarenta bujías, que ardían en arañas y candelabros de plata. Introducido el Ayuntamiento y el Obispo, presentose doña Beatriz, vestía de terciopelo negro, acompañada de su hermano don Francisco y seguida de varias damas, mayordomos, maestresalas y pajes de su servidumbre. Gonzalo Ortiz tomó la palabra, y en un breve discurso, hizo saber a doña Beatriz el acuerdo del Cabildo y le pidió su aceptación, «por convenir así, dijo, al servicio de Dios Nuestro Señor y de su Majestad, y pacificación de los españoles y naturales de esta gobernación». La noble dama, revistiéndose de grave dignidad, contestó en voz clara y firme, que «daba las gracias al Ayuntamiento que aceptaba el cargo, con intención y celo de servir a Su Majestad en ello, en lugar del Adelantado don Pedro de Alvarado, su marido, que es en gloria». Son las palabras textuales del acta.

Quedó, pues, reconocida doña Beatriz como Gobernadora, mientras el Rey proveía lo conveniente; y arrodillándose sobre un cojín de terciopelo, prestó juramento sobre la Cruz de la vara de la gobernación, que tenía en sus manos don Francisco y pasó a las de doña Beatriz. Enseguida otorgó esta las fianzas necesarias por derecho para el ejercicio del cargo, quedando todo contado por diligencia formal. Hecho esto la Gobernadora expuso: que por causas; que a ello la movían, determinaba nombrar por su Teniente, al Licenciado don Francisco de la Cueva, trasmitiéndole todos sus poderes y facultades para el gobierno del Reino, reservándose el proveimiento de indios, que ella sola haría. Entregó la vara de justicia a su hermano, que la recibió y aceptó el cargo, presentando juramento y dando fianzas. Firmó primero el acta la Gobernadora, con estas notables palabras: La sin ventura doña Beatriz; y después de haber levantado la pluma del papel, una idea surgió en su imaginación, y con un movimiento rápido, pasó la pluma sobre el nombre doña Beatriz, atravesándolo con una raya horizontal, quedando así tachado y por única firma: La sin ventura. Firmaron a continuación los capitulares, don Francisco de la Cueva y el señor obispo Marroquín, y se retiraron, dejando a la viuda con su hermano y las personas de su servidumbre.

Grande fue la sorpresa del vecindario cuando se publicó en la ciudad el resultado de la elección. Nadie esperaba que recayese el nombramiento en la viuda del Adelantado; que si bien había delegado sus facultades en don Francisco, conservaba la propiedad del cargo y podía recobrar su ejercicio cuando lo creyera conveniente. Pero los que más se asombraron e irritaron con aquel acontecimiento fueron el Tesorero real y sus partidarios. Su indignación no conocía límites y se reunieron inmediatamente para acordar lo que les correspondía hacer. Mostráronse todos decididos a desconocer la autoridad de la Gobernadora y la del Teniente, pretendiendo que aquella elección, hecha en una mujer, era nula y de ningún valor. Mas como calcularon que de nada serviría una sola protesta, resolvieron deponer de hecho a la Gobernadora y al Licenciado de la Cueva, reduciéndolos a prisión, asumiendo el gobierno el Tesorero real, mientras se daba cuenta al Rey. Tomaron sus disposiciones con la mayor reserva para llevar a cabo aquel golpe de mano, y convinieron en que el día 11, a las dos de la mañana, sorprenderían la guardia de Palacio y se apoderarían de las armas.

En tanto que el Tesorero y los suyos se confabulaban y convenían en la manera de apoderarse del gobierno, doña Beatriz, luego que salieron del Palacio el Ayuntamiento y el Prelado, hizo que se retirasen las damas y gentes del servicio, y sola con don Francisco, manifestó a éste la urgencia de tomar una medida enérgica y pronta, haciendo reducir a prisión al Tesorero real, al Veedor Gonzalo Ronquillo, a Gonzalo de Ovalle y a los demás caballeros comprometidos en la conjuración. El Licenciado objetó la idea, alegando no haber pruebas legales en qué fundar semejante determinación peligrosa, puesto que se trataba de un oficial real y de otros personajes importantes. La Gobernadora contestó que ella no entendía de fórmulas legales; que era público y notorio que aquellos sujetos habían estado conspirando contra el Adelantado y que continuaban trabajando para subvertir el orden, y concluyó amenazando a don Francisco con recoger el mando, si no extendía el mandamiento de prisión. Apurado el Teniente, apeló a su recurso ordinario y llamó a Robledo, su Secretario y consultor. Comprendió este desde luego que la resolución de la Gobernadora era irrevocable, y aunque el paso le parecía muy arriesgado, no se atrevió a oponerse y aconsejó a don Francisco firmase la orden.

Extendiola en el acto el mismo Robledo, y el Teniente, después de haberla firmado y sellado, llamó a un capitán para entregársela, dándole, en presencia de la Gobernadora, las instrucciones convenientes sobre la manera en que debía proceder para ejecutar la captura de las personas designadas en ella. Entre tanto el Secretario pasó a su gabinete y escribió estas palabras en un papel: «El Teniente de Gobernadora acaba de firmar una orden de prisión contra vos y vuestros amigos. Poneos en salvo, sin pérdida de tiempo». Llamó a un criado de toda confianza y le previno llevase aquel papel, que cerró en forma de carta, a casa del Tesorero real, sin decir quien lo enviaba. Eran las siete de la noche. Don Francisco de Castellanos estaba precisamente en conferencia secreta con Ronquillo, Ovalle y otros pocos de sus partidarios, cuando recibió el billete. Abriolo, y conoció al momento la letra de Robledo. Pasmados quedaron todos al leer aquellas pocas líneas. Supusieron que sus proyectos estaban descubiertos, que habría pruebas contra ellos; y aunque no acertaban a explicarse el misterio de que fuese el Secretario mismo quien les daba aquel aviso, les pareció lo más prudente aprovecharlo y ocultarse. La dificultad estaba en escoger un lugar seguro; no pareciéndoles bien diferentes puntos que mencionaron. Entonces dijo Castellanos a sus compañeros:

—¿Y por qué no volveríamos al subterráneo de la casa de Peraza, que permanece hasta hoy abandonada?

—Tal vez sería peligroso, observo Ronquillo, pues debéis recordar que la última noche que nos reunimos en ese sótano, vi dos hombres que nos seguían a lo lejos, por lo que resolvimos no volver allá.

—Verdad es, replicó el Tesorero, mas si eran o no efectivamente emisarios del Gobernador, es lo que no sabemos aún. No se dice que se haya hecho después un registro de esa casa, y por otra parte, si Alvarado tenía sospechas de que era en ella donde nos reuníamos, no es probable las tenga don Francisco de la Cueva. Además, la necesidad es grande y no habiendo otro lugar seguro, pienso debemos decidirnos por el subterráneo.

Estas razones convencieron a los otros y decidieron encaminarse, sin perder momento, a la casa del herbolario; lo que verificaron, tomando las provisiones que hallaron a la mano y una linterna sorda para alumbrarse. No tuvieron tiempo para avisar a sus partidarios, que estaban citados para reunirse el 11, a las dos menos cuarto, frente al Palacio de la Gobernadora, y se dirigieron a toda prisa a casa de Peraza. La puerta excusada estaba abierta, y penetraron sin dificultad en el corral. Pronto dieron con la de la cueva, y alumbrándose con la linterna, bajaron la escalera, después de haber dejado caer la trampa. Ronquillo, que llevaba el farol, caminaba adelante, seguido de los otros. Después de haber bajado la última grada de la escalera, el Veedor tropezó con un objeto, que estaba en el suelo y que no había visto. Inclinose para reconocerlo, y le pareció un cuerpo humano. Acercó la luz de la linterna, y lanzó un grito de horror. ¡Era el cadáver del herbolario! Examináronlo los otros caballeros y se estremecieron como el Veedor. Aquel tronco inanimado no era todavía presa de la corrupción. La sequedad de la cueva, o cualquiera otra circunstancia extraordinaria, lo había preservado de la putrefacción, conservándole intactas las facciones del herbolario. Tenía, dentro de la boca dos de los dedos de la mano derecha, lo que reveló a los caballeros que el desgraciado médico, muerto de hambre, había intentado devorar sus propios miembros. Esto bastó para que el Tesorero y los suyos apinasen algunos de los pormenores del drama espantoso de que hemos dado cuenta en uno de nuestros anteriores capítulos. Encontraron también la lámpara apagada, y un montón de cenizas, que conocieron ser de lienzos que habían sido quemados, de lo cual dedujeron los esfuerzos que el desventurado había hecho para incendiar la puerta del subterráneo.

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