La hija del Adelantado (21 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Sin vacilar un momento respecto a la elección del punto por el cual debía comenzar sus trabajos, desde el día siguiente se apostó en una esquina por donde debía pasar la vieja criada de Agustina de Córdova, al volver del mercado. Saludábala cortésmente el anciano, y ella se pagaba no poco de las atenciones del criado predilecto del señor Gobernador. Del saludo diario se pasó al fin a la conversación, y a los cinco días, la señora Margarita (que así se llamaba la dueña) y el señor Rodríguez charlaban como dos amigos íntimos, refiriéndose mutuamente la vida y milagros de sus amos. Las confidencias del taimado viejo se reducían a cosas insignificantes, a las cuales daba mucha importancia, por referirse a grandes señores; y en cambio, ella iba poniendo a Rodríguez al corriente de algo que no había pretendido averiguar.

Así, supo la pasión del Secretario Robledo por Agustina, los celos que aquel había tenido del médico Peraza, la escena del escondite, la salida por la pared la noche en que iba a verificarse la evasión de los Reyes indios y la circunstancia de haber acompañado la viuda, en traje de caballero, al herbolario. Pero desgraciadamente, todas aquellas noticias, si bien muy interesantes, no eran precisamente lo que el anciano deseaba saber, por lo que se propuso continuar sondeando a la comunicativa dueña.

—Margarita, le dijo un día Rodríguez con aparente sencillez, ¿sabéis lo que yo no puedo comprender aún? Es que vuestra ama, la linda viuda del Capitán Cava, haya olvidado al hermoso y noble Portocarrero, por un hombre como el Secretario, que todo tendrá menos las prendas que las damas desean encontrar en sus galanes.

—¿Olvidado, decís, Señor Rodríguez?, contestó la vieja. ¿Y quién os ha dicho que mi señora no ame aún a Pedro? Yo os aseguro, que él solo llena su alma, y que si recibe favorablemente a don Diego, es, es porque mi ama es así, y no gusta de desechar a un cortejo como el Secretario del Gobernador.

—Pero, ¿y Portocarrero?, dijo Rodríguez, parece que no corresponde a ese amor y que su inclinación lo lleva más bien hacia otra parte.

—Así es como lo decís, respondió la criada; y tanto, que más de un mal rato ha dado esa ingratitud a mi pobre ama, que no ha dejado de hacer todo lo posible para desviar a su antiguo amante de la hija del Adelantado, a quien, como sabéis sin duda, quiere con pasión don Pedro.

—Algo he oído de eso, y lo que no acierto a explicar, es cómo Agustina, que es tan hábil como bella, no ha podido encontrar algún arbitrio para lograr que su antiguo cortejo olvide a doña Leonor y vuelva a rendir el debido homenaje a sus gracias.

—En la primera de esas dos empresas, dijo Margarita con misterio, mi señora ha adelantado quizá más de lo que vos creéis, Rodríguez. Yo he tenido ocasión de escuchar hace pocos días una conversación entre mi ama y Melchora Suárez, de la que deduje que las relaciones de don Pedro y la hija del Gobernador están casi rotas, a consecuencia de cierto robo de un relicario que ejecutó el difunto médico Peraza.

La habladora dueña se detuvo sin querer decir una palabra más; y Rodríguez supo ocultar la impaciencia que tenía de averiguar los pormenores del aquel incidente. No dudaba ya de que en el robo de aquella alhaja estaba el nudo de la intriga, tanto por lo que la vieja le decía, como por lo que él mismo había oído, en la entrevista del parque, a Portocarrero y a Doña Leonor. Así, fingiendo no dar importancia alguna a aquella especie, dijo:

—No, Margarita, eso no puede ser; y ya veo que aunque creéis poseer secretos importantes, en realidad sabéis muy poca cosa de lo que pasa entre los grandes señores. ¿Qué tiene que hacer el robo de un relicario con el amor de Portocarrero y la hija del Adelantado?

—¿Qué tiene que hacer?, replicó la vieja, picada en lo más vivo de que Rodríguez pusiese en duda al que poseyese secretos de importancia. ¿Qué tiene que hacer, decís? Tiene que hacer y mucho, cuando esa alhaja era una prenda dada por doña Leonor a don Pedro, y cuando ella aparecía después en manos de mi señora, que la presentó a la hija del Gobernador, como una prueba de la infidelidad de su amante. Ved, pues, si tiene que hacer y si yo estoy tan ajena como decís de lo que pasa entre las personas de calidad.

Rodríguez movió la cabeza a uno y otro lado dudando de la exactitud de lo que la vieja le refería y luego le dijo:

—Todo eso podrá o no ser verdad, pero se me hace duro de tragar, perdonadme os lo diga, que vos podáis estar tan bien informada como lo suponéis de lo que no ha pasado en vuestra presencia y que probablemente no ha tenido testigo alguno.

—¡Gran dificultad! exclamó la dueña. ¿Pues no os dicho que he oído yo misma una plática de mi ama con la camarera de doña Leonor, que fue quien acompañó a mi señora en la visita hecha a la hija del Adelantado? Melchora se retiró luego que hubo introducido a mi señora, y esta le refirió después los pormenores todos de la entrevista. Mi ama hilvanó una historia con la mayor habilidad, hizo creer a doña Leonor que Portocarrero la amaba y estaba comprometido a tomarla por esposa, y en prueba de su compromiso, le mostró el relicario, suponiendo haberle sido entregado por don Pedro, cuando en realidad lo tenía del herbolario, a quien Dios haya perdonado. Ahí tenéis explicada la enfermedad que padeció hace poco doña Leonor y su desvío de don Pedro; quien dicen se ha vuelto medio loco de la pesadumbre, sin que mi pobre ama haya recogido hasta ahora el fruto de su habilidad.

Calló la vieja y Rodríguez quedó profundamente pensativo. Sabía ya cuanto deseaba, y tenía cogidos todos los hilos de la intriga pérfida que la viuda había tramado contra doña Leonor y don Pedro de Portocarrero, su generoso defensor. Después de un momento de silencio, dijo Rodríguez a Margarita:

—¿A qué hora suele estar sola vuestra ama?

—De las siete a las ocho de la noche, contestó la criada; pues poco después de las ocho va a casa el Secretario del Gobernador. ¿Pero por qué me hacéis esa pregunta?, añadió algo alarmada y medio arrepentida ya de haber sido tan franca con el anciano.

—Eso no os importa, contestó este con sequedad, y le volvió la espalda, dejando a la vieja bastantemente inquieta y recelosa.

—Más adelante veremos el uso que el fiel y decidido Pedro Rodríguez hizo de los datos importantes que había sabido adquirir en sus conversaciones con la dueña de Agustina Córdova.

Capítulo XVIII

IENTRAS
tenían lugar los acontecimientos que hemos referido en los últimos capítulos, el Adelantado había concluido los preparativos de su expedición. Alvarado armó en el puerto de Iztapam, que seguramente no era lo que es hoy, la mayor escuadra que se había hecho en el nuevo mundo. Con un costo de más de doscientos mil pesos, hizo construir doce navíos de alto bordo y dos embarcaciones menores, gastando en eso su propio peculio y el de algunos de sus deudos. El objeto de aquellos grandes aprestos era el descubrimiento de las islas Molucas, o de la Especería, según unos; o el de las Californias, que llamaban entonces punta de Ballenas, según otros.

Antes de su salida, el Adelantado hizo los arreglos convenientes para el buen gobierno del Reino durante su ausencia; nombrando Teniente de Gobernador al Licenciado don Francisco de la Cueva, su hermano político. Varios de los Capitanes acompañaron a Alvarado en aquella expedición, última empresa que el valeroso caudillo acometió en su vida, y que por tanto merece nos detengamos un momento para decir cómo quedó frustrada.

Habiéndose hecho a la vela con buen ánimo y viento favorable, henchido el corazón de esperanzas lisonjeras y la imaginación de doradas ilusiones, el Adelantado siguió la derrota de las costas de Nueva España, teniendo necesidad de avocarse con el Virrey de México, don Antonio de Mendoza, con quien había concertado aquella expedición. Fondeó la escuadra, en el puerto de la Natividad, de la provincia de Jalisco, donde desembarcó el Adelantado; y después de algunas pláticas con dos emisarios que comisionó el Virrey, enviole a decir Alvarado era indispensable conferenciasen ambos personalmente. Mendoza salió de México y en un pueblo llamado Chiribito, de la provincia de Michoacán, se reunió con don Pedro, que había ido a encontrarlo en aquel punto. Después de haber hecho algunos arreglos y visitado el Virrey la escuadra, se volvieron juntos a México ambos personajes. Evacuados los asuntos que los llevaron a aquella capital, emprendió Alvarado la marcha de regreso, para embarcarse y continuar su expedición; pero al llegar al puerto, recibió un mensaje del Capitán español Cristóbal de Oñate, requiriendo con la mayor urgencia algún auxilio, por encontrarse en grande aprieto, sitiado de muchos escuadrones de indios rebeldes. Alvarado, pronto siempre a esa clase de empresas, no vaciló en proporcionar el socorro que con tan vivas instancias se le demandaba, y tomando de la armada cierto número de arcabuceros y ballesteros, se encaminó a Cochitlán, donde se hallaba Oñate. Hubo recios combates, y en uno de tantos, ocurrido el día 24 de junio de aquel año, (1541) se encontraba el Adelantado a la mitad de una cuesta muy empinada y pedregosa, por la cual trepaban los castellanos en persecución de los indios, refugiados en unos peñoles. Rodaban los caballos por la áspera pendiente, arrollando cuanto encontraban al paso. Alvarado vio venir sobre él precipitado uno de esos caballos; y a fin de evitar el choque, apeose del suyo y apartose a un lado. Por desgracia, el animal dio en el picacho de una roca, y rebotando, cambió de dirección y fue a dar precisamente al punto donde se había colocado don Pedro, quien no pudiendo esquivar el golpe, cayó armado como estaba, rodando cuesta abajo, hecho pedazos.

Trasladáronlo a la ciudad de Guadalajara, a veintiuna leguas del lugar donde había sucedido la desgracia. «Por el camino, dice con ingenua franqueza Remesal, pensó muy bien sus pecados, y en llegando, se confesó como bueno y católico cristiano, llorando muchos yerros y crueldades pasadas y los agravios e injusticias que había hecho, así a los españoles como a los indios». Añade el mismo cronista que como se quejase mucho el Adelantado cuando estaban curándolo, uno de sus amigos le preguntó. «¿Qué es la parte que a Vuesa Señoría más le duele?» y que don Pedro respondió: «EL ALMA.» Probablemente el Adelantado, en aquel amargo trance, recorrería con el pensamiento los hechos todos de su agitada vida, la mayor parte de la cual había sido empleada en el ejercicio de las armas, en la conquista de estas indias, a donde vino cuando contaba apenas diez y ocho años. Valiente hasta la temeridad, ambicioso de gloria y de riquezas, generoso hasta rayar en pródigo, Alvarado tenía, con aquellas cualidades, los defectos consiguientes al siglo en que vivía. Fue cruel, inhumano y no siempre se mostró agradecido a sus favorecedores de haber hecho un papel muy importante en la conquista de México, sujetó estas vastas provincias y fue el fundador de la primitiva capital del Reino, estableciendo su gobierno y administración. Alvarado, después de haber recibido los sacramentos y dado poder al señor Obispo Marroquín y a su deudo Juan de Alvarado para que otorgasen testamento por él, murió, según toda probabilidad, el 4 ó 5 de julio del año 1541, a los cuarenta y tres de su edad.

Ahora debemos volver un poco atrás para anudar el hilo interrumpido de nuestra narración. La plática entre Pedro Rodríguez y la criada de Agustina Córdova, de que dimos noticia en el capítulo anterior, y en la que el astuto anciano descubrió por completo la intriga que había comenzado a entrever cuando presenció la escena del parque, esa plática, decimos, tuvo lugar cuatro noches antes del día señalado para la salida del Gobernador, que iba a embarcarse en Iztapam. Desde el momento en que Rodríguez estuvo en posesión de aquellos datos, formó la resolución de romper aquella trama, como había roto la que Castellanos y Ronquillo urdieron contra Portocarrero cuando lo de torneo. Quería desengañar a los dos amantes, devolviendo a doña Leonor la perdida tranquilidad y a don Pedro la plenitud de la razón, suponiendo que el extravío de la inteligencia del pobre caballero dependía únicamente del desvío de la dama. El anciano se proponía arrancar a la viuda una confesión paladina, una prueba de su calumnia tan clara y convincente, que no dejase la menor duda de la inocencia de don Pedro en el ánimo de doña Leonor.

Pedro Rodríguez sin haber pasado nunca de la condición de simple criado del Gobernador, pues Alvarado solía olvidar el retribuir dignamente a sus más fieles servidores, gozaba, como ya hemos dicho, de toda la confianza de su amo, que conocía la lealtad, el recto juicio y la astucia de aquel anciano. Así, dábale frequentemente comisiones delicadas e importantes, que el Adelantado no fiaba ni a su Secretario mismo. Desde que se había descubierto la conspiración abortada en la noche del 20 de marzo, Alvarado, que nada pudo averiguar ni por las declaraciones de los Reyes indios y del médico Peraza, por otro medio alguno, acerca de las demás personas ni comprometidas en la conjuración, había encargado a Rodríguez procurase indagar quienes formaban parte del complot, previniéndole se entendiese con él directamente sobre aquel asunto. Aquella circunstancia favoreció los proyectos de Rodríguez, a quien la charla de la criada de Agustina Córdova había revelado cosas que él no sospechaba.

Avocose, pues, con el Gobernador, en conferencia secreta, y le dijo haber adquirido, por una casualidad, datos seguros de que la viuda del Capitán Francisco Cava estaba comprometida en la conjuración; que había acompañado, disfrazada, al médico Peraza, cuando este fue a procurar la evasión de los caciques, y que según toda probabilidad, aquella mujer debía saber bien quiénes eran los demás conspiradores y todos los detalles del complot. Rodríguez concluyó pidiendo al Adelantado un mandamiento de prisión contra la viuda, del cual haría un uso prudente, si por el interrogatorio que se proponía hacerle, descubría en efecto que fuese culpable. Sin la menor vacilación extendió don Pedro la orden que le pedía el anciano, y firmándola y sellándola en toda regla, se la entregó, encargándole no dejase de darle cuenta cuanto antes del resultado del paso que se proponía dar. Ofrecióselo Rodríguez, y sin pérdida de tiempo, se dirigió a casa de Agustina Córdova.

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