La hija del Adelantado (20 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Pasada la primera impresión de espanto que le causó la extinción de la chispa, la natural energía de su espíritu se sobrepuso un poco al miedo, y no pensó ya sino en lo que habría de hacer para prolongar sus días. Abrigaba en el fondo del alma cierta secreta y vaga confianza de que la casualidad, o el destino, ciegos agentes de quienes hacía depender únicamente la suerte de los hombres, lo salvarían al fin; y por eso anhelaba alargar su existencia cuanto más fuese posible. Levantose y fue a buscar, a tientas, los manjares que por fortuna había dejado intactos doña Juana, y calculó que distribuyéndolos día por día, y tomando lo estrictamente necesario, tendría para vivir una semana, o poco más.

Cada hora que pasaba sin que acudiese en su auxilio la salvadora casualidad, extinguía una esperanza en el corazón del herbolario. Transcurrieron cuatro días; los manjares iban por la mitad y la puerta de la cueva continuaba inmoble como la losa de una tumba. Aguzaba el oído para percibir el más ligero rumor; pero no escuchaba más que el silencio, si es que podemos decirlo así. A los nueve días no le quedaban ya sino unos pocos mendrugos de pan seco y endurecido y la cuarta parte de un vaso de agua. Hubo de tasarse aquel miserable alimento y lo hizo durar dos días más, al cabo de los cuales encontrose al fin frente a frente con el espectro aterrador del hambre, y reunió las últimas fuerzas que le quedaban para aquella lucha solemne y definitiva.

Una extrema languidez de los movimientos y de la inteligencia, fueron los primeros síntomas de la debilidad de las funciones orgánicas del infeliz herbolario. Después comenzó a sufrir dolores atroces en los intestinos; sentía la boca árida y ardiente, seca la piel y los ojos inyectados de sangre; fenómenos que no escaparon a la inteligencia profesional del médico. Al abatimiento, sucedió el delirio, con una sobreexcitación momentánea de las fuerzas. Oía, o imaginaba oír sobre su cabeza el bullicio de la población, el tropel de los corceles de los caballeros, el sonido de los clarines y tambores y el estampido del cañón. Otras veces era el manso rumor del río, que se deslizaba suavemente, no lejos del sótano, besando el pie del gigantesco volcán de agua. El canto del ave, el murmullo de la onda, el chirrido agudo de la rama que se desgaja, el zumbido del insecto, el eco lejano de la campana que llama a la oración, todo resonaba en el oído del desgraciado hambriento. Después vio desfilar delante de sus ojos una horrorosa procesión de fantasmas. El capitán Francisco Cava, envuelto en el blanco sudario, y llevando en la mano el vaso fatal que contenía el veneno que lo privó de la vida. Los dos Reyes indios, pálidos y abatidos, con el dogal al cuello, sonriéndole tristemente. Portocarrero, medio emponzoñado con el bebedizo, llevándose la mano al pecho en solicitud del robado relicario. Y luego los conspiradores y Agustina Córdova y Robledo, y por último doña Juana de Artiaga, en medio de una atmósfera luminosa, teñida ligeramente por los rosados celajes de la tarde. Sucedieron a aquellos delirios una nueva debilidad y más insufribles dolores, durando tres días esa penosa situación; hasta que agotadas enteramente las fuerzas, después de horrorosas convulsiones y de un desvanecimiento prolongado, exhaló el último aliento. ¡Cayó convertido en un cadáver, en el mismo sitio en donde pocos días antes, lleno de arrogancia, había desafiado el poder del invisible protector de doña Juana!

Capítulo XVII

L
Palacio del Gobernador tenía varias puertas. En una de las laterales fue donde los conspiradores dejaron a doña Juana de Artiaga, después de haberla sacado del sótano de la casa del médico Peraza. Hiciéronlo así por precaución, considerando expuesto aproximarse a la puerta principal, donde estaba el cuerpo de guardia. Doña Juana, extenuada por el insomnio y por la falta de alimentos y conmovida por las escenas del subterráneo, no tuvo fuerzas ni para llamar a la puerta, cayendo delante de ella como un tronco inanimado. Así permaneció dos o tres horas, hasta que habiendo amanecido y abiértose el Palacio, se encontró a la infeliz señora, que parecía más bien un cadáver que no un ser humano.

Avisada doña Leonor, salió precipitadamente de la cama y pasó a la habitación de su amiga, donde encontró a ésta en la penosa situación que hemos dicho. Abrazáronse derramando abundantes lágrimas, y durante largo rato permanecieron sin decirse una sola palabra. Doña Leonor temía preguntar a doña Juana sobre su misteriosa desaparición y la pobre joven temblaba a la sola idea de referir los pormenores de aquel suceso, cuyo recuerdo habría querido borrar para siempre de su memoria.

Luego que doña Juana hubo tomado algún refrigerio y reposado un rato, refirió a su amiga las circunstancias de la segunda aparición del herbolario, cómo se había apoderado de ella y conducídola a un lóbrego subterráneo, con todos los incidentes de su prisión e inesperada libertad; ocultando únicamente los nombres de las personas a quienes debió la salvación cumpliendo así su juramento.

Doña Leonor no volvía en sí del asombro que le causaba aquella aventura, tan extraordinaria como terrible; y sólo la plena seguridad que le daba doña Juana de que ella había visto y hablado al herbolario, la persuadía de que no era una alma de la otra vida, o el demonio bajo la figura del médico Peraza, el que habitaba en aquella horrorosa caverna. Ignorando las dos amigas el fin desastrado del doctor, quedaron en el mayor sobresalto, aguardando siempre ver desprenderse de la tapicería a aquel misterioso personaje. Doña Juana se trasladó a la habitación de la hija del Adelantado, no considerándose segura en la suya, que había sido visitada dos veces por su perseguidor.

Paseábanse las dos jóvenes una tarde en el parque del Palacio. Embebecidas en la conversación, no advirtieron que había entrado la noche y que la luna iluminaba el horizonte. Repentinamente vieron atravesar por entre un grupo espeso de árboles a un hombre pálido, encorvado, vestido de negro y con una pluma blanca en el sombrero. Doña Leonor se estremeció al ver aquella forma vaga, que tenía cierta semejanza con el hombre que llenaba su corazón, pues a pesar de los esfuerzos que la pobre joven había hecho y hacía para olvidar a don Pedro, lo amaba cada día más. La hija del Adelantado se detuvo, no queriendo dar un paso hacia adelante, como temerosa de encontrarse con aquel que despertaba en su alma tan desgarradores recuerdos. Doña Juana no parecía haber visto a la persona que tan vivamente impresionaba a su amiga, ni comprendió el motivo de la turbación de doña Leonor, hasta que el hombre de la pluma blanca, que se había acercado con rapidez, estuvo a dos pasos de las jóvenes. Era, en efecto, don Pedro de Portocarrero, que llevaba impresas en el rostro las huellas de graves padecimientos físicos y morales.

—Doña Leonor, dijo, dirigiéndose a la hija del Adelantado, con un acento profundamente melancólico. ¿Por qué os empeñáis en huir de mí? No vengo a reclamaros vuestros juramentos; deseo únicamente me expliquéis ese incomprensible enigma del cambio repentino que han experimentado vuestros sentimientos.

—Ya os he mandado a decir, don Pedro, contestó la joven con voz entrecortada y balbuciente, que el único motivo de la resolución que he tomado, es el disgusto con que mi padre ve la inclinación que os tengo, quiero decir que os he tenido. Entre vos y yo, don Pedro, media de hoy más un abismo, que nada podrá llenar.

Portocarrero permaneció un momento pensativo y luego dijo:

—No; es imposible que sea esa únicamente la causa de vuestro extraño cambio. No es de ahora que sabéis la oposición del Adelantado, y sin embargo, ella no había sido obstáculo a nuestro amor. Decidme, por Dios, qué es lo que ha causado tan incomprensible mudanza.

El amor y el orgullo luchaban en el corazón de la joven, que estuvo a punto de hacer a don Pedro una explicación franca y explícita del motivo de queja que creía tener contra él. Desgraciadamente, en aquel combate de encontradas pasiones pudo más el orgullo; y así, acallando la voz del corazón, respondió doña Leonor:

—No hay más que lo que os he dicho. Procurad, don Pedro, olvidarme, como yo..., como yo os he olvidado. Al decir esto, un torrente de lágrimas inundó el rostro de doña Leonor, que tomando la mano de doña Juana, quiso retirarse. Portocarrero, casi fuera de sí, la detuvo, y dijo:

—Deteneos; en nombre de lo que más améis en este mundo, os lo suplico; deteneos. Esas lágrimas involuntarias me están diciendo que vuestras palabras no están de acuerdo con vuestros sentimientos. Hablad, por Dios, doña Leonor; hablad y no insistáis en guardar un silencio que puede sernos fatal.

Avergonzada la altiva dama de que el llanto hubiese revelado el secreto que se esforzaba en conservar oculto, procuró serenarse y tomando un tono decidido dijo a Portocarrero:

—Os engañáis, don Pedro, si tomáis estas lágrimas como prueba de un sentimiento que ya no existe ni puede existir en mi alma. Repítoos que he dejado de amaros y exijo de vos igual resolución. Esta será la última vez que nos veamos; así, permitidme solamente os haga una pregunta, y contestadme con franqueza.

—Decid, señora, contestó el desgraciado don Pedro, con la expresión del más profundo abatimiento.

—¿Que habéis hecho, preguntó doña Leonor del relicario que os envié hace algún tiempo, encargándoos que lo conservaseis siempre, en memoria mía?

Un rayo que hubiese caído a los pies de Portocarrero le habría hecho menos impresión que la que le causó aquella pregunta inesperada. Ella tocó la cuerda sensible, el punto vulnerable de su corazón y de su inteligencia. Un sudor frío corrió por la frente del infeliz maniaco, que paseó en derredor de sí una mirada vaga y extraviada. Llevose la mano al cuello y al pecho, como buscando lo que sabía muy bien no había de encontrar, y con voz entrecortada dijo:

—¡El relicario! ¡el relicario! Satanás ha cargado con el relicario; y lanzó una espantosa carcajada, al mismo que dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Dio la vuelta con rapidez y se dirigió al bosquecillo de donde había salido, oyendo las dos jóvenes repetido por dos o tres veces, el eco de la carcajada convulsiva de Portocarrero. Doña Leonor y doña Juana, como dos estatuas, continuaron sin moverse por un rato, sin decir una palabra, no acertando a comprender la extraña conducta de don Pedro. Al fin doña Juana rompió el silencio y dijo a su amiga:

—¿Sabes, Leonor, que hay en todo esto algún misterio que yo no alcanzo a descifrar? Portocarrero sería el más pérfido de los hombres y ni aún merecería el nombre de caballero, si lo que acabamos de ver y oír fuese una ficción. No, Leonor, algo hay en esto que tú y yo ignoramos. ¿Quién sabe si las revelaciones de Agustina Córdova formen parte de alguna trama urdida con villana astucia por algún enemigo de don Pedro?

—Puede ser, contestó la hija del Adelantado, reflexionando sobre lo que su amiga le decía. Pero, ¿y el relicario? añadió, ¿cómo se hallaba en manos de aquella mujer?

—Eso es lo que yo no acierto a explicarme, dijo doña Juana, y que algún día tal vez se aclarará. Entre tanto, paréceme, amiga mía, que has sido excesivamente dura con don Pedro, y que quizá tendrás que arrepentirte de una severidad que puede ser injusta.

Doña Leonor guardó silencio, no sabiendo cómo contestar a un cargo que consideraba fundado. Sin decir palabra, tomó la mano de su amiga y saliendo del parque, entraron ambas en el Palacio.

No bien se habían retirado las dos jóvenes, un hombre que permaneciera oculto tras un árbol muy inmediato al sitio donde había tenido lugar la escena que acabamos de referir, salió y se dirigió lentamente hacia el Palacio. Era el anciano Pedro Rodríguez, aquel criado fiel del Adelantado, a quien dejamos en uno de nuestros anteriores capítulos, convaleciente de las graves heridas que recibió en el lance apurado en que le salvó la vida, exponiendo la suya ,el valiente y generoso Portocarrero. Rodríguez, casi enteramente restablecido ya, había salido aquella tarde a tomar el fresco en el parque del Palacio, y después de haber paseado largo rato, sintiéndose fatigado, se sentó junto al tronco de un árbol, y quedando poco a poco medio adormecido. Un ligero rumor que escuchó lo hizo despertar y habiendo fijado la atención, percibió claramente la voz de don Pedro de Portocarrero, que hablaba con doña Leonor. Rodríguez quiso retirarse; pero estaba tan cerca de las dos señoras y del caballero, que era imposible no lo viesen y considerando que su presencia desazonaría a la hija de su amo, resolvió no moverse del sitio en que se hallaba. Así pudo escuchar toda la conversación, y sorprendió involuntariamente el secreto del abatimiento que todos habían advertido en doña Leonor y del trastorno mental del desgraciado Portocarrero.

Desde aquel instante, el agradecido anciano, que conservaba el más vivo reconocimiento por el importante servicio que le prestara don Pedro, se propuso coger el hilo de aquella trama, en que veía claramente se había envuelto a su generoso favorecedor y a la hija de su amo. El nombre de Agustina Córdova, que pronunció doña Juana, era una luz si bien incierta y vaga, pero que podía guiarlo en el laberinto de aquella tenebrosa intriga. No ignoraba Rodríguez la historia escandalosa de la viuda del capitán Cava, ni las relaciones que tuvo en otro tiempo con Portocarrero, ni el empeño que había puesto en volverlo a atraer a sus redes. Con aquellos datos, la inteligencia perspicaz del anciano criado apinó en parte la causa del profundo desagrado de doña Leonor y de su excesiva severidad con que acababa de tratar a Portocarrero.

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